26.4.07

El regreso del papel araña

Cuando se hizo de día, ese domingo del robo, pedí un teléfono prestado y llamé a mi madre para pedirle que denunciara el celular que veinte días antes me había regalado. Me contó que ya le habían avisado, y que el trámite estaba hecho. La empresa inhabilitó el chip, en ese mismo momento. Pero los ladrones se llevaron el teléfono, quizás, más elegante del mercado.
Los días sin teléfono fueron sencillos y ya conocidos por todos: un bolsillo libre, una interrupción menos, una posibilidad extinguida de convenir encuentros rápidos y generalmente incómodos. Sin embargo, madre fue hasta la empresa de celulares, compró otro, lo forró y lo mandó directo a Córdoba. Llamó por teléfono al trabajo para avisarme.
Entonces le hice la pregunta: cómo lo mandaste. Cómo antes, me dijo. ¿Igual que antes?, le pregunté. Por supuesto que no, respondió, casi contenta.
Me acerqué hasta la empresa de transportes. Pedí la encomienda. Todos los estantes estaban atiborrados de cajas marrones y aburridas; salvo una caja de zapatos, bien a lo lejos, forrada con papel araña color verde, aún más intenso que el azul anterior, brilloso, como siempre, empapado de ese relieve simpático. Mi madre, ahora sí, lo había comprado a propósito: caminó hasta la misma librería de antes, supongo, y pidió otro color, más fuerte, a la misma vendedora. La persona que se lo vendió debe haber pensado: "esta señora compra papel araña, todos los meses".
Todos coinciden en que la mejor manera de olvidar recuerdos feos es reemplazándolos lo más pronto posible con recuerdos lindos: me quedo entonces con la expectativa creciente de ver al empleado del transporte dirigiéndose lentamente hacia la caja; mirándole el lomo; controlando el nombre y ejecutando la entrega. Me quedo con la caminata hasta casa, con la manera de aprisionar la caja, con la búsqueda de la tijera, la apertura más cuidada de un regalo en la historia de los regalos, con el papel verde difícil de manipular que ahora ilumina un pedazo de mi biblioteca.
No creo que sea necesario exponer todas las prestaciones del teléfono nuevo. Con sólo ver la caja, pude darme cuenta de que era aún más elegante que el anterior. Ojalá que, algún día, el mundo nos pueda entregar cada electrodoméstico forrado con papel araña, cada aparatito nuevo envuelto por esa textura indemne, cada producto innovador asfixiado por el brillo ordinario del pasado. Un precinto de control de calidad.

24.4.07

Algo oscuro en el centro

Bueno, voy entonces con lo que pasó el fin de semana, ahora que ya pasaron dos noches en las que pude despertarme únicamente con la alarma del reloj despertador. El viernes me escapé con mi novia a Unquillo, para quedarnos el finde en la hermosa casa de su prima (supongamos que la prima se llama Ana, o Laura), enclavada en una pequeña ladera de montaña, con vista al Pan de Azúcar. La casa está en una suerte de barrio cerrado, un poco lejos del pueblo. Un lugar demasiado lindo para todos los días.
Ese viernes por la noche fuimos a comer con la prima de María (embarazada de ocho meses y tres semanas, a punto de explotar) y su marido a lo del Gallego; fonda ubicada en Río Ceballos. Toro viejo con soda, lasagna, rabas, raxo de cerdo con papas fritas y puré, flan con crema. Volvimos, vimos películas. El sábado comimos ñoquis caseros. Por la tarde me senté en la cornisa del pasto a leer un poco: estuve un rato hasta que alguien puso a sonar las suites 1, 2 y 3 de Bach y me obligó a entrar a la casa, para escuchar de cerca.
Esa misma tarde llegó la última visita: una gran amiga de la prima embarazada que, supongamos, se llama Daniela (no sé por qué no quiero dar los verdaderos nombres). Daniela, entonces, llegó con su última joya: un bebé llamado, supongamos, Fidel, o mejor le pongo un nombre de esos que ahora las actrices les ponen a sus hijos; el bebé Benicio, entonces, una rata de veinte días, en etapa de formación intestinal, tomando la teta todo el día, llorando discretamente (la verdad que lo hizo muy poco) sólo para pedir leche de la teta libre. Benicio, Daniela, Ana la embarazada, su marido, María y yo, cenamos ese sábado unas pizzas con empanadas y cerveza; vimos unos capítulos de Angels in America y nos fuimos a dormir.
En la madrugada del sábado sentí ruidos en el pasillo, voces que sonaban fuerte, y lo primero que se me cruzó por la cabeza fue que Ana estaba por dar a luz. Abrieron la puerta de la pieza en la que dormía junto a mi novia y la primera imagen que pude distinguir fue la de un orificio de pistola, plateado en su contorno, oscuro en el centro.
Nos asaltaron.
El marido de Ana estaba con muy poca ropa; yo también. Las chicas estaban en pijamas. Los dos tipos que habían entrado nos juntaron a todos en la pieza donde yo dormía. Daniela, llorando despacito, con Benicio en brazos, Ana tratando de mantener su panza a salvo, María acostada a mi lado, congelada, yo completamente cagado en las patas. Los perros también, adentro de la pieza.
La metodología de la pareja delincuencial fue la corriente: agitaron buscando una caja fuerte, joyas, la guita que supuestamente les habían “marcado”, amagaron con llevarse al dueño de casa a un cajero automático. Dijeron que ese era el laburo que les tocaba ejecutar. Que tranquilamente podrían hacerlo mal, y matar a la gente, pero que lo hacían bien, y por eso sólo gritaban y amenazaban. Uno de los pibes se la agarró con María, en un momento, por una supuesta cadenita de oro que no existía; después se la agarró con mis zapatillas, y hasta creo que se burló de ellas.
Juntaron todo lo que podían llevarse de a pie; estuvieron cerca de cuarenta minutos. Un minuto más largo que otro. Uno de ellos guardó todos los celulares en un bolsillo: sacaba de a uno, mientras lo mirábamos, y decía “éste es feo, éste es feo, éste es feo…”. Se llevaron mi bolso, todos los celulares, cinco o seis objetos electrónicos de valor, cámaras de fotos, un cepillo de dientes eléctrico, una Match 3, dos MP3, un poco de plata que había en la casa, la plata de todas las billeteras. Cerraron la puerta de la pieza con una llave de mi llavero: la llave con la que todas las mañanas abro la oficina. La llave con la que, hace minutos, abrí la oficina y me senté a escribir esto.
Ahora estamos bien, un poco más tranquilos. A María, hasta ayer, le costaba conciliar el sueño. Yo lo hice sin demasiados problemas. Me puse feliz cuando escuché el despertador: lo único que me obligó a madrugar fue un ruidito, sencillo, inofensivo. Sin contornos plateados. Sin algo oscuro en el centro.
Me retiro del texto porque me acaban de pedir la llave en cuestión, de la oficina, para abrir otra puerta. Me pregunto cuántas puertas se podrán abrir con esta llavecita; una llave doradita por la que nadie hubiera dado ni un solo mango, llavecita que acaricio, amaso, masajeo con las yemas de los dedos, como si algo pudiera reconocer en ella. Como si pudiera darme alguna respuesta.

17.4.07

Aclaración: Santaolalla

Aprovecho este pequeño espacio brindado por los organizadores del blog para aclarar un malentendido que ha sido provocado por mi absoluta falta de pericia. Durante mi última estadía en la ciudad de Neuquén pude reencontrarme con el Magnánimo poeta ensayista de milanesas Héctor Karamasov-Kafelnikov-Kalamicoy que, al ofrecerme su crítica sobre el material publicado en esta sábana vertical e infinita de pelotudeces, llamativamente denominada Ponte una oveja (ande quieras), encontró uno de los puntos más flojos del contenido en el post que refiere al retacón Gustavo Santaolalla. El poeta K interpretó que ese texto elogiaba el segundo logro consecutivo de la estatuilla jolibudense, cosa que yo nunca quise decir. Luego el Chimango Jaramillo me confesó algo parecido. Por esa razón, he decidido modificar un poco el texto, no sólo para suplir mi falta sino, también, para evitar convertirme en una víctima más de la actividad favorita que (según Federico Levín) practican a cada minuto los hermanos Kalamicoy: la conspiración.

6.4.07

Alfredo:

Y entonces cómo vamos a escribir sobre esto, Alfredo querido, eso nos pregunto a los dos, ahora, igual que antes. Hace unas horas te dejé en la marcha espontánea que recibió el monumento a San Martín, te dejé con Guille, con más de quinientas personas, docentes, familias, chicos, y te pregunté cómo seguía todo esto, cómo hacer para escribir sobre una cosa de esta magnitud que no sorprende a nadie porque es una repetición más de la impunidad que transpira Neuquén, cómo escribir sin cansar a nadie, cómo decir algo que sume, al margen de cualquier redundancia que naturalice otra de tantas quejas. Vos todavía estás marchando y sin poder aflojar el exceso del pensamiento pero yo decidí volver a mi casa, cruzar el puente en la moto de mi hermano, mirar de cerca las caras de los docentes que persisten sentados en los neumáticos que cortan las dos provincias, escribirte un poco desde mi máquina. Hace un rato me pediste perdón por estar así, pendiente, susceptible, al tanto. Te dije que nos quedaban tres días. Sinceramente no creo que nos queden tres días, porque lo que viene ahora va a ser tan triste como lo fue hoy, como este jueves no santo, sino endemoniado. Ayer llegué manejando a la ciudad y me enteré por la radio de la represión, de un policía que le disparó casi a quemarropa, sólo con la separación de un vidrio, a un docente que viajaba en el asiento de atrás de un auto, luego de que los cagaran a palos para liberar una ruta que permite el paso hacia los centros turísticos, hacia las truchas en escabeche, hacia los lagos. Hoy, juntos, nos enteramos que ese docente no pudo resistir el fusilamiento, que al tipo se le apagó el cerebro por otra burrada siniestra de la policía neuquina, que Carlos Fuentealba es el nombre más fresco de la lista de muertos que carga esta provincia y estos conflictos y la impunidad, te digo de nuevo, te repito, que modela a este gobierno de ladrones, de chatos intelectuales, de cocainómanos y paisanos de mierda. Cómo vamos a hacer para escribir sobre esto, te dije, Alfredo, hace un rato, y vos te quedaste mirando al cielo, preguntándote lo mismo. Los docentes llegaron a esta mala salida del laberinto pidiendo un aumento para no cagarse de hambre, para que sus sueldos sean un poquito más gordos, aunque sea, que un puto mes de alquiler, y ahora están todos caminando por la ruta en esta noche de tristeza completa, con otro inocente muerto, con otro gabinete escondido en las bodegas de la ciudad y con un gobernador que así y todo quiere ser presidente de la nación, que esconde ciento veinte millones de pesos en España por la coima que le pagó Repsol YPF para hacerse cargo de todo lo que aún pueda salir de nuestro suelo, y que hoy escapó de su propia casa de gobierno vestido de policía. El gobernador dio una conferencia de prensa para decir que había “invitado” a la fuerza de protesta para que cortara cualquier sector de la ruta menos el de Arroyito, porque es el único paso, rumbo al turismo de nivel, que no se puede sortear, y mandó a la policía a bardear de nuevo, a disparar a mansalva para herir o matar, con la certeza de que ahora el hecho se investigará hasta sus últimas consecuencias. Alfredo: al gobernador le preguntaron si estaba identificado el policía que disparó contra Fuentealba. Alfredo: el gobernador contestó que hasta ayer a la madrugada los sospechosos eran doce; que un rato después eran seis o cinco, y que ahora serían cuatro o tres. Es decir, Alfredo: se están acercando. Pese a la infinidad de testigos y de cámaras presentes y de grabaciones sobre el instante del fusilamiento, los “investigadores” están cerca de saber quién pudo haber matado a un docente cualquiera, y sólo hay que esperar a las pericias. Fijate, Alfredo, lo mal escrito que está todo esto, fijate lo desordenado que me salió este párrafo, y vas a poder entenderme, vas a saber que no sé cómo hacer para escribir con lucidez sobre esto, para poder largar algo que valga la pena. Otra protesta salarial, Alfredo. Mataron a otro manifestante sin necesidad, querido. El gobernador fue sitiado por mujeres docentes en su propia gobernación; se escapó entre gases, vestido de policía; ahora está mirando tu propia marcha por la ruta 22, en directo, desde el Messidor, Alfredo. Y yo probablemente nunca pueda alcanzar una forma discreta de escribir sobre esto.
Vine a pasar la semana santa. Me voy a ir en medio del quilombo, Alfredito. Y vos vas a seguir preguntándote lo mismo: cuánto hace falta para voltearlos, cuántos muertos más nos faltan, cuántas maneras mejores de explicarnos quedan dando vueltas por el aire, por qué en una pared de la ciudad, mientras la gente gritaba a lo lejos, estaban tatuados nuestros nombres, en un viejo afiche. Te vas a preguntar cuál es nuestra tarea. Si resistir, malgastar, seguir peleando. Por qué estamos en un afiche viejo que se sostiene en el centro neuquino. Dónde vamos a estar cuando ese viejo afiche se desintegre: dónde vamos a estar cuando se termine todo esto.