Tendríamos, haber, otra cosa, es lo que alcanzo a escuchar, desde este lado de la reja. Eso es parte de lo que dice Eugenia. O mejor dicho, de lo que grita. Es tan potente el rugido de los aviones cuando despegan que ahora, al querer oírla, se entrecortan las frases, o por lo menos a mí me pasa, repito, no sé si a ella.
No estamos de espaldas al río. Estamos casi de costado. Me dijo un hombre de maletín, antes de aterrizar, que existe un punto en la reja perimetral del Aeroparque en donde los aviones prácticamente le pisan el techo a los autos, los raspan con el temblor y el ruido. Justo donde termina la pista.
Desde arriba todo parece un borde inestable, y cuando digo todo es todo, porque no sólo el aeropuerto parece estar pendiendo del agua y del viento, sino que la avenida entera también lo hace, y los lugares que están a la vera del río aún más. En nuestra ciudad esto no pasa. Lo único que compartimos −y esto lo dijo ella, hace un rato, no yo, y por eso tiene razón− es la humedad.
No estamos de espaldas al río. Estamos casi de costado. Me dijo un hombre de maletín, antes de aterrizar, que existe un punto en la reja perimetral del Aeroparque en donde los aviones prácticamente le pisan el techo a los autos, los raspan con el temblor y el ruido. Justo donde termina la pista.
Desde arriba todo parece un borde inestable, y cuando digo todo es todo, porque no sólo el aeropuerto parece estar pendiendo del agua y del viento, sino que la avenida entera también lo hace, y los lugares que están a la vera del río aún más. En nuestra ciudad esto no pasa. Lo único que compartimos −y esto lo dijo ella, hace un rato, no yo, y por eso tiene razón− es la humedad.
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