19.1.15

Las cosas pasan

En 2013 visité un par de veces la sala del pintor Miguel Ocampo en La Cumbre, y tuve la increíble suerte de charlar con él en esas dos oportunidades. La sala, sobria y hermosa, es parte de su casa: la rutina diaria de Ocampo incluye caminatas y cuestiones doméstico-artísticas en el almacén de sus cientos de cuadros, en las muestras de turno y en la oficina de catálogos y ventas, donde controla, reordena, charla con los cercanos y con los visitantes y, sobre todo, toma pausas de trabajo, porque me dijo que seguía pintando cada día, un poco más lento pero con la misma constancia de siempre. La primera vez que fui estaba en exposición una retrospectiva-homenaje por su cumpleaños que daba cuenta de todo su recorrido en la pintura, con sus distintos momentos, intereses y resultados (no tanto materiales, porque hace muchísimos años, creo, trabaja sólo el acrílico). Esa vez pude hablar bastante con él y recorrer el salón a su lado.

Tiempo antes, y gracias al pintor Marcelo Barchi, había podido enfocar mi atención en algunos de sus cuadros perturbadores por la potencia y el dinamismo del color. Marcelo había visitado a Ocampo para mostrarle su trabajo y al regreso me aconsejó, o mejor dicho me ordenó, que fuera a ver “una tela” en particular. “Andá a ver en vivo y en directo Vacío germinal”, había dicho Marcelo.


Vacío germinal no tiene nada que ver con la imagen que puse acá. Es casi una falta de respeto mirar esa mancha plana de un azul casi tonto que pude encontrar en Internet, pero quería ilustrar de algún modo de qué va la cosa. Vacío germinal tiene sobre todo azules pero va más allá de eso: es vibrante casi hasta la alucinación por el centro magnético del cuadro, que provoca, frente a la percepción sostenida, el nacimiento de nuevos e indefinidos colores que a su vez van mutando si uno sigue ahí, atento: los azules viran a los violetas y luego al granate, a los marrones y a partir de ahí ya puede pasar cualquier cosa. O por lo menos eso me pasó a mí.

Cuando caminé junto a Ocampo por la sala, en aquella primera visita, él avanzaba respondiendo a mis preguntas y se detenía en algunos cuadros precisos para dar ejemplos de sus respuestas. Recuerdo que frente a un cuadro ocre, que salía, según la chica de ventas, treinta mil dólares, se detuvo para refutar mi percepción sobre la cantidad de material en la tela. Pareciera que hay mucho pintura en las telas, que son todas bastante pesadas, dije en un momento, y el viejo dijo ¡claro que no! y se detuvo frente al cuadro ocre. Mirá éste, por ejemplo, dijo, y lo golpeó con un nudillo como llamando a una puerta de tela, como suelen hace los pintores: mirá cómo reacciona al contacto, éste es liviano, dijo.

Después le pregunté cuándo consideraba que un cuadro estaba terminado. Dijo, categóricamente, una palabra: nunca. Nunca un cuadro está terminado. ¿Nunca nunca?, insistí. Nunca, dijo. Fijate que en estos días, por ejemplo, estuve trabajando unas telas que tienen cerca de quince años. Y hasta lo he hecho con otras telas mucho más viejas. Nunca voy a decir que un cuadro está terminado porque es mentira, dijo.

En ese momento pasábamos frente a Vacío germinal, que estaba cerca de una esquina, y me detuve a propósito mientras escuchaba sus sentencias. ¿Y éste?, le pregunté. El viejo quedó inmóvil frente al núcleo perturbador. Lo miró por vaya a saber uno qué vez, y respiró hondo.

Éste es mi preferido de todos, dijo.

Pero puede ser retocado en algún momento, según lo que usted dice, ¿no?, se me ocurrió decir, e inmediatamente me tiró rayos con los ojos.

A éste no lo toco, dijo.

Tuve la suerte de haber vivido ese momento como una revelación del paraíso sensible, un recorte de la experiencia que concentró la intensidad y la unicidad suficiente como para generar un recuerdo imborrable. Ayer por la noche, en la casa de Martín Cristal, creo haber estado cerca de un momento parecido, de ésos que llevan a ignorar la vergüenza pura e infantil del entusiasmo.

La fotografía que aparece junto a Vacío germinal es de un fotógrafo mexicano llamado Rogelio Cuellar, con el que Martín trabajó y tuvo contacto. Yo no conocía la foto, y ayer por la noche la vi colgada en su estudio-biblioteca y quedé culo para arriba, o boquiabierto, para los formales. Qué es esto, dije, mientras él buscaba unos libros; qué es qué, dijo desde allá. Esta foto, ¿es real?, se me ocurrió decir, mientras leía la letra manuscrita de Cuellar en la que dedicaba a Cristal la copia-autor ahí presente, con fecha, enmarcado, confirmándolo todo. No lo puedo creer, dije. Hablando de formalidades, alguien fotografió a Borges ciego y meando en una larga fila de mingitorios, sosteniendo el bastón con el sobaco como si fuera un diario o una flauta de pan.



Entonces Martín me contó la historia de la foto: cómo la conoció, cómo llegó al autor, cómo trajo una copia original y firmada desde México. Es una toma difundida (está en Internet) pero a la vez no tanto; supongo que habrá sido publicada en Argentina hace ya varios años. Pero a mí me tocó ahora, en medio, además, de la preparación de un libro de fotos de Daniel Moyano. Por supuesto que no voy a contar la historia de cómo un fotoperiodista le disparó a Borges en ese lugar; no es mía, no me corresponde y no tengo autorización. Lo que sí voy a repetir, en este final, es que ayer por la noche volví a quedar boqueando como un nene, contra una pared, mirando un rectángulo sorprendente, mientras alguien, a mi lado, hablaba sobre el milagro de estar ahí, en el momento justo, mientras las cosas pasan.