22.3.18

Lunes 6 de noviembre, 22:40 horas


Es noviembre, la humedad gana suelos y subsuelos pero todavía no hace tanto frío. Estuvimos caminando todo el día y ahora las cosas empiezan a quedar encerradas en algunas preguntas.

¿Quién le da de comer y de beber a esta ciudad? ¿Cuántos chanchos deben morir para que cada día, en esta isla, los sánguches se llenen de carne de chancho? ¿Dónde se carga nafta en Manhattan?

9.3.18

Lunes 6 de noviembre, 20:00 horas


Williamsburg de noche parece ser siempre una víspera de la navidad, y eso no deja de ser divertido porque está lleno de judíos ortodoxos. Si la navidad es yanqui a fuerza de películas malas, entonces la previa ornamentada sucederá por siempre en este barrio. Algo así como: absorbemos vuestro universo simbólico porque debemos seguir absorbiendo vuestro dinero, pero recuerden que, aún, no hay mesías que valga. Hacemos de nuestro barrio un festejo de chucherías, pero no vamos a festejar el éxtasis del Natalicio. Así, imaginamos, hablan para sí los ortodoxos que viven y embellecen el barrio. Hay objetos que introducen las costumbres de las familias, en cada jardín delantero de las casas. Hay silencio, y rejas que impiden el paso a las escaleritas que preceden a las puertas de calle. Se ve el comienzo de lo privado, desde el tránsito público, pero se marca su umbral con rejas bellas y anchas. El hierro marca el pulso de esta ciudad hasta el extremo de la mirada.




6.3.18

Lunes 6 de noviembre, 14:00 horas


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Times Square empobrece la ciudad. Ni su luz sirve. Los policías se cobijan el pecho con sus metralletas, porque ayer hubo otra masacre en Texas con 26 muertos (el Daily News tituló “Unending horror”). Las parejas de recién casados se hacen tomar fotos en un contraluz con la bandera patria de leds que refulge en una pared muy especial: se trata de un centro de reclutamiento de soldados, en el mismísimo núcleo central de Times Square. El centro de reclutamiento es la yema del lugar. Y ahí las parejas se besan, posan tensas, ramo en mano las chicas. Y el Rey León sigue en cartelera, desde hace 25 años.

Si uno mira los edificios, sólo ve luz que se mueve. Es la paradoja del empobrecimiento. Dos esquinas que banalizan el color.




26.2.18

Domingo 5 de noviembre, 13:10 horas

Apenas habían pasado unos minutos desde que pisamos la ciudad y ya estaba en el borde la ficción: llegamos y llovía, una garúa fina y casi templada que no dejaba costura sin humedecer, y apareció este hombre frente a mí, molestia en su mirada, un primer gesto de levantarse las solapas del piloto marrón. Estábamos a una cuadra del departamento donde iríamos a dormir. Una cuadra, iríamos a, lo que quiere decir que ni siquiera habíamos alcanzado a tener casa que apareció este hombre, molesto con la garúa, y me pasó por al lado, y se levantó las solapas de su piloto marrón. Nadie lo miró. Nicolás siguió caminando. 

Era Gabriel Byrne, que sin duda vive por acá cerca. Sí: somos vecinos. Era Byrne: ese hombre sospechoso que fue vilmente superado por la picardía de Keyser Söze en aquella memorable película de la indagatoria eterna. Byrne: el primer rey que bajó, hace apenas un lustro, Ragnar Lothbrok en Kattegat. Los mismos ojos celestes, preocupados y ácidos pero fuera de la pantalla, fuera de la imaginación, a mi lado, sin registrarme. Pensando en la garúa. Nunca fui cholulo, no me sale serlo. Ni siquiera le pedí una foto a Spinetta después de haberle ordenado el camarín. Pero ese hombre hinchado las pelotas por una garúa de domingo en NoLIta me dejó con un pie adentro y un pie afuera de la trama de la vida: ¿por qué tan molesto, Gabriel, si apenas había pasado medio día del horrible domingo? ¿Entonces ese rostro de preocupación, que tanto dinero te dio, sale solo, sin que lo pienses, sin que lo fuerces? ¿Qué tengo que sentir ahora, que estás en mi recuerdo con un estatuto no muy distinto al de la pantalla? Qué injusto y a la vez feliz fue cruzarte, y ver que esa mirada pervive por fuera de la ilusión ficcional. Gabriel, hoy puedo saber que sos un verdadero actor. No hay fuera de escena para vos bajo una garúa de domingo. 

Ahora voy a dormir. Afuera, en la calle, apenas brota un murmullo de la Bowery Street. Mañana vamos a mirar discos a Brooklyn y el radiador de la calefacción que rezonga a mi lado, ahora, lo sabe.




23.2.18

Domingo 5 de noviembre

Acá, sobre el mar, son las horas que no sabemos, porque en la pantallita de cada butaca sólo aparecen referencias de los lugares de origen y destino. Está la hora de Buenos Aires, y la hora del lugar que nos espera. En este preciso momento estamos justo sobre la ciudad de San Juan de Puerto Rico. Según la pantallita, ahora sí el mar se va a poner profundo.

Miramos los datos, las cifras, y el avión parece ir perdiendo velocidad porque cada dos o tres minutos desaparecen algunas millas, como si gotearan en el aire.

–Estamos perdiendo velocidad –le digo a Nico.

–¿Vos decís que va a faltar combustible vegetal? –pregunta él.

Es lindo: imaginamos que esta máquina funciona en realidad a carbón. Uh, garronazo, dice el comandante en la cabina, e inmediatamente se toma la cabeza con una mano que tiene apoyada (un codo, en realidad, más una mano) en uno de los apoyabrazos de su butaca de piloto: nos quedamos cortos de carbón, le dice a su ayudante. Nos quedamos sin fuego. E inmediatamente, también, lo traduce al inglés, como cada cosa que debe informar a la cabina. Se estremecen los parlantitos, en cada fila: nos faltaron como 10 bolsas de cuatro kilos, dice el comandante. Cómo mierda hacemos ahora, se confiesa.

–El viernes compré una bolsa de carbón en el Disco –le digo a Nico–. De haber sabido la traía y avanzábamos un toque más. Me salió 60 pe, sigue subiendo el precio, pero es una lástima porque ahora necesitaríamos sólo 600 pe para llegar a Manhattan.

–No es tanto –dice Nico–: acá somos como 300 personas; con 20 pe por pera llegábamos.

–Sigo creyendo fervientemente que los aviones deberían tener volante como los autos –le digo a Nico–. Con los comandos para atender llamadas y para regular el volumen. Con dirección asistida. Si este avión tuviera volante ahora mismo, y carbón, con un saque hacia la derecha nos podríamos ir a Madrid.

Apunto todo esto en un cuaderno cuyo modelo se llama Tundra; hay otros modelos en la serie que los comercializa, con otros biomas, pero me tocó escribir en éste. En su primera hoja ofrece algunas pistas a sus futuros invasores, en este caso quien narra: tundra quiere decir, según se explica acá mismo, en el comienzo, “tierra alta”, o “llanura sin árboles”.

Escribo esto desde la llanura más alta, la verdadera llanura sin tierra. Acá donde paradójicamente necesitaríamos, desde la fantasía que impone la mente, unas bolsas de árboles quemados y en trozos para poder avanzar más.


Después de hablar de estos temas rutilantes nos quedamos en silencio como una hora. Después de esa hora Nico me dijo que había intentado volver a jugar al fútbol, pero que tiene una molestia en la rodilla.

–Es una mierda esto de ser biodegradable –dijo.

Y todavía seguimos perdiendo velocidad.