13.1.08

Purpurina

El Chimango dice que cuando escribo desde el sur, mi escritura es otra. Dice que cambia. Por supuesto que tiene razón: desde acá soy otro tipo y sería escalofriante que hubiera, dentro de mí, una sola versión de mí mismo. Aquí es la hora de la siesta del 13 de enero del nuevo año y no creo tener ganas de escribir, más bien estoy ejecutando un ejercicio automático, una suerte de reflejo que nace cuando se termina de leer una novela.
Acabo de terminar las doscientas dos páginas de Era el cielo, de Sergio Bizzio. Pensé en distintos momentos (siempre cuando atravesaba páginas impares, y aún antes, cuando lo descubrí y pude acceder al resto de su obra) que Bizzio es un genio: radical hasta para sacarse las fotitos de las solapas, más quejoso que un tero, de humor único, de trama única, de única manera de decir las cosas. En esta novela escribe líneas como esta: “En qué momento empezó a tener sentido haber nacido, para que uno sienta el deseo de hacer nacer”; y presenta así a sus personajes: “Trini (en realidad se llamaba Gustavo Adolfo Bécquer –poeta que su padre admiraba sin necesidad, ya que no descendía de él– y a quien su madre, horrorizada por la elección del nombre, rebautizó Trini, haciéndolo puto) había dejado al Dr. Uki –que ahora además de sidoso, viejo y aburrido, tenía la mitad de la casa quemada– y había empezado a salir con un escultor maldito de baja estatura, de hombros anchos, de apellido Nudler, que hacía dragones con rezago metálico industrial”. Y pensé también en otra casualidad de las lindas: Bizzio me gusta tanto como Pablo Ramos, y los dos son pelados, y tienen ojeras, y miran mal, y parecen tipos tristes cuando otros me han dicho que son ácidos y graciosos como la puta madre.
Son iguales, los miro en las fotos, la misma barba. Y acá, mientras escribo, suena una alarma.

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Arriba de este escritorio hay una serie de cosas que paso a detallar. Una cámara Web, dos parlantes, un colirio, diez u once cd’s, un calendario 2008 de Riccobon Hijos S.A., mi cuaderno cuadriculado, mis apuntes de tesis dentro del folio, una peine, papelitos cuadrados de distintos colores que ofician de anotadores vírgenes, cinco lápices, dos lapiceras, un módem titilante, una botella vacía de Propel, un teléfono General Electric, un estuche de anteojos, unos anteojos fuera del estuche, un reproductor MP3, los auriculares anudados del reproductor, la punta metálica de un extremo del caño metálico de la cortina, una pelusa, una moneda de diez centavos, otros auriculares un tanto más grandes de la computadora, un pote de crema Dermofil suavizante con aceite de palta, un blister de Bayaspirina, Era el cielo, de Sergio Bizzio.

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Me gusta intercalar asteriscos entre los párrafos que escribo, me gusta que aparezcan en la pantalla. La novela trata sobre las relaciones de pareja; está narrada en primera persona. Va y viene como una caminata de boliche. Aquí es la hora de la siesta del 13 de enero del nuevo año y mientras rastreo un coletazo de ganas de dormir una horita, que aparece en la lentitud de mis muñecas cuando se oculta el sol y cambia el tono de la habitación, se me aparecen todas las caras de las chicas neuquinas que sin querer me enseñaron a fruncir la panza, a dar besos sin saliva, a tomar colectivos increíbles en barrios desconocidos, a pensar en el corazón. Si dejara de escribir, todas esas chicas se convertirían en no más de un par, tres a lo sumo, que fueron más malvadas que el frío, más distraídas que una mosca nueva, más protectoras que mi abuela.

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Voy a dejar de escribir. Hace un segundo me miré las muñecas, tan lentas: resulta que tengo un brillito en el doblez de mi pulgar derecho, un brillito de los que se pegan las chicas sobre los párpados, antes de salir a bailar, un brillito de esos que las chicas me pegaban en los cachetes y en la parte donde crece el bigote cuando las besaba con los estertores que me enseñó el viento, cuando vivía aquí. Purpurina. Cuando hace años pensaba exactamente a esta hora, la hora de la siesta, que sí, que soy un esclavo alegre de la nostalgia, y que el achaque del primer amor, fresquito y puro, cuando chico, aquí en este nuevo año es casi proporcional a las diecisiete, dieciocho formas que suele tomar, al mismo tiempo, la tristeza.

8.1.08

El drama que padece el "hombre árbol"



Dede, un pescador de Indonesia, sufre una terrible enfermedad por lo que le crecen raíces por todo su cuerpo. Todo comenzó cuando tuvo un accidente y se cortó la rodilla



El extraño caso de Dede conmocionó al mundo entero. Su drama se inició cuando era joven y tuvo un accidente que le provocó cortes en la rodilla.
Desde aquel entonces, le empezaron a crecer raíces por todo el cuerpo como si fuera un árbol y vivió con la pesadilla de que este peculiar mal termine con su vida.
El portal Telegraph cuenta que las raíces le impiden hacer las tareas domésticas y ya casi no puede moverse.
Como si fuera poco, lo echaron del trabajo y su esposa lo abandonó, dejándolo a cargo de sus dos hijos y viviendo en condiciones de extrema pobreza.
Hasta se animó a ir a un programa de televisión en el que analizan a víctimas de extraños virus y sufrió las bromas de sus pares.
Pero un milagro podría cambiar su vida: el doctor Anthony Gaspari voló al poblado donde vive Dede y le propuso un tratamiento con el que podría curarse y volver a usar sus manos otra vez.
"La probabilidad de tener su deficiencia es menos de una entre un millón", indicó el especialista, quien aseguró que en seis meses “podrá vivir una vida más normal”.

(www.infobae.com)