29.11.07

Prolapso de instrumento

Ayer fuimos con los pibes a ver a Stanley Clarke, Al Di Meola y Jean Luc Ponty. Lo del primero nos hizo gritar como locas, salir luego en silencio, y dormir en paz. Todo lo que un artista provoca cuando excede a su práctica: a su propio instrumento.

27.11.07

De rojos

Hay una vida que nunca viví en Buenos Aires
una imagen desdoblada que persiste en alguna esquina
que crece a la par de lo que soy, cumpliendo estos mismos años:
ella, envejeciendo de urbe sin mí; yo, agotándome en preguntas
sobre cómo me hubiese crecido la piel en el olor del cemento
hay una vida que nunca viví en Buenos Aires y que se encarga
de hacérmelo saber, cada vez que me encuentro en otro cuerpo
cada vez que marco con mi dedos el ritmo de otra respiración
cuando me deja latiendo, en la parte transpirada de las manos
el color de otras miradas que cruzo por milésimas de segundo
y que ojalá, y ahora que he vuelto lo digo en serio
ojalá fueran tan quietas, tan leves, tan pardas como parecen

Buenos Aires me agarra de cada brazo, como mis hermanos
y ella sola me muestra otros tonos, un pedazo de su vida
que hace de todos los objetos un fundido de múltiples rojos
avenidas que le continúan la frágil depresión de la espalda
taxis y coupés que le ocultan los pies en sus sandalias
infinitas voces que le dan de bailar, le cubren los hombros con flores
brillos que le recortan el flequillo, letras negras que le tapan
a oscuras, los rincones más sencillos del alma
le ofrezco mi cerveza, a esa ciudad dispersa
y miro hacia atrás, desde donde escucho el tren
para que pronto quizás vuelva, ella a mí y yo a ella
tal como dejé dicho en el andén, antes de dormirme

22.11.07

La burbuja inmobiliaria

La tormenta ataca
un edificio en construcción

la lluvia choca contra

una futura losa

chasquea contra bloques

de Telgopor

los obreros se ríen

abren los brazos

miran al cielo

gritan: “¡es piedra!”

y revolean los cascos


llueven, amarillos

al vacío

13.11.07

Un gol "genital"

El diario "Bild" resalta el "gol de pene" con que Mario Gómez abrió el marcador para el Vfb Stuttgart.

Agencia EFE
El diario "Bild" resalta en su información deportiva de hoy el "gol de pene" con que Mario Gómez abrió el marcador en el partido que su equipo, el Vfb Stuttgart, ganó ante el Bayern de Munich por 3-1.
El que Gómez haya marcado el gol precisamente con el "pene", como lo asegura el "Bild", tiene sin duda algo de interpretación. Pero lo que es claro es que se trató de un tanto poco heterodoxo y que Gómez envió el balón al fondo de la red con alguna parte de su bajo vientre.
La jugada fue curiosa porque todos los que participaron en ella calcularon mal la pelota cuando saltaron buscando el remate de cabeza.
El meta Oliver Kahn se quedó corto en la salida, el defensa argentino Martin Demichelis saltó antes de tiempo y, cuando la pelota lo superó, bajó con una curiosa parábola hasta el bajo vientre de Gómez que estaba haciendo el gesto de cabecear y tuvo que sorprenderse sin duda cuando sintió el balón en otra parte de su cuerpo.
"Primer gol de pene en la Bundesliga", titula el "Bild" en su primera página.
"El gol fue geni(t)al", es el título que escoge el periódico más vendido de Europa en sus páginas deportivas.
"El legendario Gerd Müller metió una vez un gol de culo, Uwe Seller con la parte de atrás de la cabeza y Diego Maradona se ayudó con la mano de Dios. Pero nadie había marcado como Mario Gómez", dice el diario.
Interrogado con el diario acerca de que con parte de su cuerpo remató, Gómez dijo que esta está situada en algún lugar entre el estómago y el muslo.
Cuando el diario insistió, el internacional alemán, de origen español, dijo que la parte con la que había rematado "es grande y dolió muchísimo".
Sin embargo, tras marcar el gol la reacción de Gómez no fue propiamente de dolor puesto que el goleador del Stuttgart emprendió de inmediato un sprint para irse a celebrar frente a la tribuna.
La Voz del Interior On Line, 13 de noviembre de 2007

6.11.07

Una pareja perfecta

Silvina aceptó mi invitación un miércoles por la mañana, después de que yo rascara por séptima u octava vez la punta filosa de su escritorio, como era costumbre, inclinado sobre el vidrio, y prometiera cafés, licuados, cervezas, tostados o medialunas, según el estado del clima. Despegó los hombros de su respaldo con una sonrisa distinta a todas las que me había ofrecido desde que la conocí, y dijo “puede ser”, “hoy”, “si no te molesta, obvio, que vaya acompañada”. A esa hora la oficina se ahogaba de luz, si el cielo estaba despejado. Se hizo un silencio entre nosotros y yo comencé a golpear el escritorio con los nudillos, en aquellas franjas angostas que se distinguían por el reflejo del sol, entre las carpetas, los restos del desayuno y los anotadores. “Serán atendidas como reinas”, dije, cuidando el tono, y ella volvió a sonreír de esa manera. No me importó la salvedad de una beba que estaba presente en mis invitaciones desde hacía seis meses. Silvina, antes de aceptar la invitación del miércoles, ya nos había demostrado a todos hombres de la oficina que la potencia de su belleza no estaba regulada por los cambios en el cuerpo, sino por la ausencia de su mirada en ciertos momentos, y por el modo en que solía quedarse quieta, sin pestañear, a la espera de algo. Más allá de todo eso, dos meses después del parto volvió a tener el mismo cuerpo de antes. Y siete meses después de parir, en su escritorio, aceptó que las pasara a buscar por su departamento, a ella y a la beba, para tomar algo cerca del bulevar.
A las seis y media estacioné el auto en una cochera. Toqué el timbre cinco minutos después y caminamos algunas cuadras hasta una esquina ruidosa que a ella le gustaba, repleta de mesas en la vereda. La única mesa disponible estaba pegada al cordón: me puse de espaldas a la calle y ella se sentó en la silla opuesta, de frente a los autos que pasaban demasiado cerca. Sacamos una silla que sobraba a un costado y acomodamos el cochecito de la nena, entre los dos. Ella estiró un brazo para controlar la distancia; llegaba, desde su lugar, a tocarle las manitos. Entonces hicimos el pedido. Silvina encargó una tónica con un tostado sin aderezos: no me dejó, en la primera cita, disfrutar de su boca con restos de mayonesa. Le pregunté si podía pedir un porroncito, delante de la nena: “no seas tarado”, me dijo, sonriendo.
Hablamos durante un rato de la oficina. Tuve ganas de saber algo más sobre el padre de la beba, pero no tenía sentido hacer esas preguntas; ella, en cambio, se divirtió de a ratos con las caras de los taxistas que pasaban detrás de mí, para doblar en la esquina, y con los movimientos que yo hacía para llevarme los maníes a la boca. La tarde se caía detrás de los bares pero seguía haciendo calor. A ella se le deslizaban los breteles del vestido cuando tomaba agua tónica, y a la beba empezaba a molestarle de poco el asiento del cochecito.
Pedí otra cerveza. Llegó un mensaje de texto a mi teléfono y Silvina aprovechó esa pausa para cargar a la beba, que había empezado a quejarse. La sentó sobre sus piernas para que yo pudiera ver la “carita hermosa” que tenía esa “gorda divina”, y la nena se calmó con el movimiento, poco a poco, dejó de hacer ruidos. Dejé el teléfono arriba de la mesa, entre el plato con maníes y su tostado, y puse cara de hombre simpático mirando un bebé: la nena se inclinó hacia delante y quiso alcanzar el servilletero. Silvina no dejó que lo tocara.
–No lo puedo creer. Todavía no me dijiste cómo se llama esta cosita –le dije, y me acerqué para acariciarla.
–Yo no puedo creer el súper teléfono que pelaste –dijo ella–. ¿Siempre lo tuviste?
–Desde hace un tiempo.
–¿Puedo?
–Pero por favor –dije, y le alcancé el celular. Abrió la tapita con la mano que tenía libre. El aparato hizo un ruido, suave, y ella me buscó con los ojos, maravillada, mientras la beba frotaba su carita en el hombro desnudo y luego se metía los dedos en la boca.
–Mirá qué grande la pantalla –dijo, sonriendo.
–¿Te gusta?
–Obvio, cómo no me va a gustar, tonto –dijo.
Entonces la nena estiró una manito, para tocarlo. Silvina se inclinó hacia atrás y le dijo que no, que se podía romper, y siguió revisando el menú, jugando con los botones. “Dejala que juegue un segundo, no hay problema”, le dije, y ella volvió a sonreír: me miró a los ojos, detenida en el gesto, e insistió con el aparato, dijo que “ni loca” se lo daba. “En serio”, le dije. “Dejala, si estamos acá con ella”. La beba inspeccionó el teléfono con los dedos, despacio, mientras Silvina lo sostenía. Logró después de un instante abrir la tapita, pasó los dedos por la pantalla, y ejecutó, por último, una combinación inexplicable de pulsaciones que incluyó, en orden sucesivo, a las funciones de “Menú”, “Programación”, “Configuración Inicial”, “Borrador General”, y la opción que confirma esa comando: “Sí”. Las teclas necesarias para borrar 1,9 gigabytes de videos, fotos, documentos de cálculo, compromisos de agenda, correos electrónicos, registros de voz, archivos de accesos Web, centenas de contactos personales, decenas de discos en MP3, promedios de rendimiento físico, packs de juegos y salvapantallas. Silvina sostenía el teléfono sin mirarlo y me hablaba, tranquila, de su rutina en el gimnasio, del método pilates y del trabajo de piernas, mientras la beba, convencida, apretaba las teclas. Yo me demoraba en sus breteles caídos y en la mínima depresión que le fundía, en forma perfecta, mientras me hablaba, la nariz con el borde superior de la boca. La beba nos comunicó el final de su trabajo con un gemido y entonces ella le alejó el teléfono, revisó la pantalla, se olvidó del gimnasio por un instante y me dijo que había algo raro, que se había puesto “todo blanco”. Me alcanzó el aparato y luego siguió hablando, entusiasmada, de los metrosexuales que entrenaban en su misma sala dos veces por semana. Miré la pantalla y estaba blanca: el reloj marcaba las 00:00 horas. Pensé que no podía ser, y seguí sonriendo; “no puede ser”, me dije, pero en las carpetas de archivos no había nada, como no había nada en la agenda, ni en el reproductor de música.
–¿Está bien? –preguntó Silvina cuando me vio sacarle la batería. “Pero por supuesto”, le dije, “ya está”, y al encenderlo todo siguió exactamente igual. Blanco.
Cerré la tapita y guardé el teléfono en el estuche del cinturón. Un taxi se detuvo detrás de mí, junto al cordón, y sentí un roce en el hombro cuando una pareja abrió la puerta y se subió con apuro. Giré para mirarlos. La mujer discutía con el hombre por algo que podía ser el destino del viaje; el taxista los miraba por el espejo retrovisor. Me vi entonces en el reflejo del vidrio donde discutía la pareja, y pude ver la mitad de la cara de Silvina, un poco deforme, y la cara entera de la beba, en un pedazo de la otra ventanilla. La beba ya tenía un nuevo pasatiempo: se había apoderado de unas servilletas. Silvina aprovechaba para limpiarle la boca.
El taxi estuvo parado durante toda la discusión y yo no dejé de mirarlas a través del reflejo. Silvina me encontró con los ojos, sonrió y luego bajó la vista. La beba se quedó mirando mi imagen en el vidrio, también su propia imagen, y dejó caer las servilletas. Se paró sobre el vestido leve de su mamá y me miró, en el reflejo de la ventanilla, y estiró los brazos.
Silvina seguía entusiasmada con el calor y la salida; estaba contenta de verme, despedía una energía proporcional a la luces del bar que comenzaban a encenderse y a resistir el inicio de la noche. Pero esa beba, de pie sobre esos muslos, chocando contra ese mentón perfecto, señalándome, estaba tan segura de sí misma que yo apenas podía soportarlo. Le pedí permiso a Silvina para ir al baño y cuando estuve dentro del local, cerca de la caja, pagué todas las consumiciones. Recibí una llamada en el celular que sonó con el timbre de un teléfono viejo, y durante la conversación me detuve a mirarlas por última vez, apoyado contra una columna, desde lejos. La beba se meneaba con torpeza y corregía los breteles de la madre; ella se arreglaba el pelo, controlaba otras mesas, y la dejaba bailar. Hacían una pareja perfecta.