30.1.12

Dejar todo

Un poquito de deporte, que hace mucho no comentamos nada y estamos rompiendo la proporción que la Ley de Medios estipuló para los contenidos de los blogs: 10% de deportes, 10% de espectáculos, 10% de contenidos literarios, 50% de pelotudeces autorreferenciales, 20% de pelotudeces altruistas. Así que comparto aquí un gran video que muestran algunos diarios esta mañana, a raíz de la final que Djokovic y Nadal jugaron en Australia, y que duró casi 6 horas. 6 horas para definir un campeonato, los mejores del mundo queriendo ganar y haciendo fuerza durante 6 horas. Es hermoso el video. Rescato, ante todo, la acomodada de pinchila que ejecuta Nadal pasada la mitad del video, acomodadita "directa", con mano por-cintura y no por-bolsillo, seguramente a raíz de alguna zona paspada por el sudor. Y rescato la ojeada permanente del funcionario del Australian Open parado junto al campeón, dándose cuenta de que el serbio tenía destino pronto de suelo si las autoridades no apuraban el discurso gil de la entrega. Salute.

 

26.1.12

Out of Bounds

Ayer fui a sacar el auto y otra vez me volvió a pasar. Antes de abrir la reja vi un gato echado contra la rueda trasera izquierda. Abrí la reja, despacio, y no se movió. Chau, dije. Un gato que no registra un movimiento cercano está chau. Me acerqué despacito. Lo chisté, y nada. Me acerqué un poco más, pensé en tocarlo con la zapatilla pero me pareció demasiado invasivo, así que busqué una rama y la acerqué a él: nada. Y lo toqué con la rama. 
El gato, claro está, no se movió. Estaba muerto. La rama le removió apenas el pelaje, no modificó más que eso, el peinado de su lomo. Pero lo que quiero decir con este texto es lo que me sucede en la mente un instante antes del contacto, el estado en que me sumerjo durante los pocos segundos previos a tocar la muerte de un animal. Nunca toqué una persona muerta, sólo toqué animales muertos. Tres veces a animales de un tamaño decente. La primera no sentí nada porque se trató de un accidente, de una escena espantosa. Mi padre había vuelto a nuestra casa a media mañana, en un horario raro, a buscar papeles. Su presencia ya rompía un orden y se olía en el aire, era extraño para todos: para mí, que estaba adentro de la casa y lo vi entrar acelerado e irse acelerado, para él, que notó sin duda algo fuera de lugar, y para la mañana misma, que estaba nublada. Él entró, buscó papeles y salió apurado. Cuando sacó el auto de debajo de la pérgola, Cazote, el gatito que era de mi hermano, cagó fuego. Se había puesto atrás de un neumático trasero para aprovechar el calor del auto recién apagado. Es un lugar recurrente para los gatos: buscan, generalmente, el calor de los autos. Se ponen detrás de las ruedas, se meten incluso dentro del motor y los suele agarrar el ventilador. Cazote se había puesto detrás de una rueda, era chico pero no bebé, y mi padre no lo vio. Yo sólo escuché los gritos y lamentos de él, entrando de sorpresa (por segunda vez) a la casa. Decía “le maté el gato, le maté el gato, me va a matar, me va a matar”. Cuando salí, escuché apenas una fricción rarísima contra el cemento del piso, y vi chorritos de sangre que volaban y caían ahí nomás, ya delante del auto, porque mi padre le había pisado parte de la cabeza. La pérgola había quedado vacía y Cazote estaba agonizando de la peor forma, soltando estertores, arqueándose sin control, sin forma, mientras se desangraba. Las últimas fuerzas que lo hacían mover coincidían con un cierto orden de latidos, ráfagas de la última sangre que pasaba por su cuerpo antes de escapar por su cabeza malherida. Esto lo cuento así, minuciosamente, porque me lo estoy sacando de encima por primera vez. Eso fue desgarrador para mí: vi al gato perder sus fuerzas, perder la vida, según su pulso, según los bombazos de sangre que le restaban dentro del cuerpo, como un conjunto de olas que van menguando, hasta apagarse. Durante todo este proceso, sólo atiné a quedarme parado junto al animal, recibiendo el desparramo de sangre en mis piernas, mientras lo que quedaba de él se revolcaba sin sentido por el cemento, hacía contorsiones inentendibles para un animal sano. Mi padre también miró, apenas, desde atrás del auto. La cosa es que cuando esos latidos últimos perdieron caudal, cuando ese tránsito oleado de la última sangre menguó, Cazote mismo quedó latiendo, demostrándonos cómo se le escapaba la energía, ya sin violencia pero con una agonía insoportable. Entonces tuve una reacción que jamás pensé posible en mí: reventarlo. Que terminara de reventar, darle fin a lo mal que la estaba pasando. Dejar que toda su sangre parara de una vez por todas, que pudiera cruzar el umbral sin seguir pasando por eso. Ahora me remite a una escena común de los veranos, cuando vamos al lago Mari Menuco con Nico, salimos a andar un poco en lancha, y al caer la tarde decidimos sacarla del agua. En ese último trayecto que solemos hacer hacia el embarcadero, Nico me pide que le saque la manguera al tanque de nafta. Entonces el motor de la lancha consume toda la energía que le queda dentro, ya no tiene contacto con el exterior (el tanque). Y así nos vamos acercando a la costa. De a poco, desacelerando, con los últimos centímetros cúbicos. Hasta que el motor se apaga, queda seco. Cazote pasaba por eso cuando pensé en reventarlo. Entonces miré a los costados y había dos ladrillos grandes. Tomé uno y me paré sobre él, que apenas se ondulaba en el cemento, y calculé para tirárselo en lo que le quedaba de cabeza. Quise hacer fuerza y no pude. Pensé entonces en dejarlo caer, en que el trabajo lo hiciera la gravedad. Entonces cerré los ojos y dije “dale, pelotudo”, y cuando los abrí él ya no se movía. Por fin había muerto del todo. Mi padre tampoco estaba: sin darme cuenta, él se había subido al auto y había escapado a su trabajo, sí, escapado a su trabajo para dejarme ahí solo. Tiré el ladrillo a un costado y quedé parado unos minutos bajo la pérgola, con el cielo nublado encima y el silencio del barrio donde vivíamos (nuestra casa estaba pegada al río Neuquén). Quedé mirando el desparramo de sangre que había por todas partes: el piso, mis piernas, la pared del living. Miré a Cazote. 
Después de un rato fui a la cocina y busqué una bolsa del Wal Mart. Volví al lugar del hecho y volví a mirar el resultado del accidente, como un policía llegando a la escena del crimen. Algo ya se me había cambiado adentro, tenía el mismo asco pero unos grados más de coraje. Ni pensé en guantes. Agarré la bolsa con la izquierda y cuando me agaché, me puse a llorar. Tomé a Cazote por el lomo. Estaba caliente, y muy flojo, con una ausencia total de tensión en su cuerpito. Pero su cabeza era un infierno. El neumático le había reventado un tercio del casco, todo un ojo había desaparecido y se le veía el filo del cráneo y lo de adentro. Cuando lo metí en la bolsa, se le soltó el único ojo que le quedaba y quedó colgando del nervio, como una bolita tirando de un hilo. Fue tremendo. Pude meter todo el animal en la bolsa pero su cabeza quedó alzada, porque el ojo se me metió por el agujero de una de las manijas de la bolsa. Entonces tuve que destrabarlo con mi mano derecha. Cuando lo destrabé, terminó de caer al fondo de la bolsa. Y así moqueando como estaba la cerré y busqué, junto al asador de la casa, una pala, y encaré hacia el río. Crucé la calle y me interné en el bosque que separaba al curso de agua de la urbanidad. Busqué un lugar bien húmedo. Hice un pozo torpe y tiré la bolsa, y le clavé tres palitos ahí junto al bulto, queriendo hacer un homenaje pelotudo, ajeno a lo que había pasado. Un accidente. 
Ayer, cuando fui a sacar el auto y vi al gato echado que ni se mosqueó con mi presencia, pude reconocer lo que había sentido esa vez que cagó fuego Cazote. Me pasó de nuevo, y ahora me lleva a escribirlo. Es el instante previo lo que me sacude frente a la muerte de un animal, la constatación: el hecho de haber llegado a la reja, haberlo visto echado, entender en ese mismo instante fugaz que para un gato es imposible no percatarse de ese movimiento e inaugurar, allí mismo, la conjetura fuertísima de la muerte. Lo que me sacude, y lo que me sacudió antes, es la certeza de la muerte del animal y aún así la prudencia al acercarse, el chistido imbécil que le hice, como si así pudiera despertarlo de lo único absoluto. Si desde el momento en que la escena misma, mi presencia y un gato echado junto al auto, ya daban por cierto lo peor, ¿para qué chistarle, buscar una rama, tener el miedo de tocarlo con mi pie? No lo sé. Sin embargo, hice todo así, con miedo y asco y prudencia, mientras sabía (mientras en esos mismos actos sabía) que el gato no podía sino estar muerto. Eso fue lo que me pasó con Cazote. Lo supe muerto en cada estertor que atestigüé ahí junto a él, vi cómo se le escapaba la vida en cada chorrito de sangre, en cada golpe que se daba contra el piso, y así y todo algo en mi cuerpo reaccionaba con un cuidado insólito, como si al moverme rápido o al tirarle el ladrillo pudiera dañarlo de más, herirlo de muerte. Sólo me pasó con animales, pero se ve que la insistencia de la vida es tal que uno hasta cuida al muerto con sus formas, como si la muerte requiriera la misma atención que la vida, la misma dedicación moral. Me sale, evidentemente, ser educado, prudente y cariñoso con los animales muertos, en ese mismo momento en que sé que están muertos y empieza el reflejo contrario. La resistencia a entenderlo es tal que mientras se materializa la certeza de lo ya escrito, uno aporta la cuota de duda suficiente como para actuar con sigilo por si algo, aún, vive.

Supongo que pasará lo mismo con las personas. Pero entonces, ¿por qué es mucho más "digerible", para la mayoría, la muerte de un animal? ¿Porque no habla?

Dejé la reja abierta y fui a tocarle el timbre al Alejo, que vive en la casa vecina a donde guardo el auto. Me atendió en cueros, como casi siempre. “Otra vez me tocó vivir lo mismo”, le dije. Me miró atento: “no, no es nada grave”, dije. “El gatito que anda siempre por acá, está muerto al lado del auto. ¿No me prestás alguna bolsa?” Fuimos los dos, con dos bolsas de consorcio y algunas bolsas de supermercado. Estaba oscuro el lugar del auto. Me enfundé las manos con las bolsas chicas y me acerqué al animal. Era el mismo gato que encontraba ahí mismo, cuando llegaba tarde sobre todo, y las luces lo sorprendían pelotudeando o jugando entre las plantas. El efecto de la sorpresa en los ojos reflectantes. “Me da un asco esto”, dije, hablándome, y Alejo me dijo que si quería lo hacía él. 
 A diferencia de Cazote, éste estaba duro como un zapato en el techo. Lo agarré de las dos patas de atrás, y hasta la cola, enrollada hacia arriba, mantuvo su forma. Podría haber jugado al ping pong con su cuerpo. Era una tabla. Alejó abrió las bolsas, lo tiré adentro. Después las cerró y nos miramos. Pensamos qué hacer. Finalmente colgamos la bolsa de un palo de luz, para que estuviera fuera del alcance de los perros. Sólo pensamos en que el camión de la basura se lo pudiera llevar sin demasiado lío. 
Salí en el auto, finalmente, y fui calladito hasta la casa del Seba, a ver el superclásico. Pedí perdón por la demora y les conté a él y a Miriam, su madre, que había encontrado al gato de la cuadra muerto junto al auto. Me senté a ver el partido, y al rato llegó un mensaje de texto a mi celular: Alejo Cel mostraba el remitente. 
Hice la de siempre, esto mismo: armé la historia. Pensé que los perros habían llegado a la bolsa. Que se habían apoderado del cuerpo del gato, quizás, por su dureza, envenenado, y que así se habían envenenado todos los perros de la cuadra. Pensé que algún perro había robado el cuerpo del gato y lo había dejado en el garaje, o en la puerta de Alejo, o en el medio de la calle hasta que lo pisara un auto. Opciones había a roletes, pero como siempre tuve que abrir el mensaje. 
“El gato está out”, decía.

24.1.12

Lo que viene, lo que viene en Fútbol de Primera

Mi amiga Cecilia, bañera de las playas de Rada Tilly y croupier en el casino de Comodoro Rivadavia, me enseñó este video que comparto aquí debajo. Parece que lo filmaron en algún paso a nivel californiano: resulta que venían con el auto y bueno, les bajó la barrera porque allá funcionan (los trenes chocan contra países, no contra autos), y cuando el "clin clin clin clin" empezó a sonar y los civiles se disponían a pensar en la familia, en los problemas de pareja, en el crédito hipotecario y en lo fea que viene la cerveza ahora, levantaron la vista y vieron lo que se venía ahí: acá a los trenes los vemos pasar con forma de camión, llevando Fordes Focus, Suranes, Agiles, Meganes, Corsitas y Goles Trend. ¡Qué lindo están produciendo! Salen todos igualitos. Un apretón de manos para el responsable de la cadena de ensamblaje de tanques y vehículos anfibios letales, la verdad que están poniendo los nuevos en el plato de la excelencia. ¡Y están haciendo suficientes, por suerte! Esperemos que tengan también suficiente Prozac para los choferes de estos insectos 0 km del infierno (pensar que si Dios viera este tren desde el espacio, pensaría en hormigas y agarraría la Kaotrina al toque: éstas no me van a comer las plantas, diría en voz baja). 


Hagamos como en los noventa. Volvamos totalmente a los noventa. Eddie se quería suicidar a lo largo de todo USA y los fans no lo dejaban. Las guerras por el petróleo estaban mejor filmadas y los capítulos no se repetían cada media hora, como Friends en la Warner. Volvamos silbando fuerte, mirándonos las puntas de los borcegos, tocándonos las conchas y los pitos disimuladamente, escondiendo las manos en los bolsillos.  Volvamos sintiendo el viento en contra en la pelada o en la raya del pelo o en la raya del orto, para los que caminan de reversa. No va a ser tan profundo el golpe, no es para traumatismo. Es sólo un temblor, un frío efímero y listo, chau umbral. 

Tachémonos.

23.1.12

La mejor pelea de la historia


No. No es la de Mauro Viale con Alberto Samid, cuando el primero cobró fuerte por la diferencia de peso. Tampoco ésa que se dio en los estudios de Crónica cuando un gordo quedó en el suelo con la boca rota, entregado, diciéndole a su verdugo, en vivo, "mirá, mirá lo que me hiciste, pelotudo. Mirá lo que me hiciste. Mirá". Tampoco es la pelea más justificada de la historia, no confundir los adjetivos. La más justificada de la historia, aunque fallida, es la que casi acaba con la vida de Roberto Giordano. Aquí arriba, en cambio, les dejo lo que fue tildado por la Asociación Plurinacional de Miradores de Tele como la mejor pelea de la historia. Ayer estuvimos viendo Ultimate Fighting Championship con los pibes, y José María Weler, un gran amigo que cuando se despide de su novia por celular le envía siempre una "lluvia de besos", nos mostró esta maravilla, con todos los ingredientes de un momento memorable. Nótensen, en primer lugar, el artificio: hay ring y publicidades, y parece haber referí, pero la ausencia de reglas es absoluta y consensuada. 

Después, acá abajo pego un link de una nota muy linda sobre lo que hay detrás de las grandes fotos que conocemos. Detrás de una gran foto hay un ser humano perfectible, parece. Ningún descubrimiento.


Y por último quiero decir feliz cumpleaños Luis Alberto. Dejo aquí debajo un video tan memorable como el de arriba, aunque usted piense que se trata de un tema harto escuchado. Efectivamente, así es. Se trata de Muchacha. Pero nótensen varias cositas. En primer lugar, un ejemplo más de la realidad que dio origen a los chistes de Peter Capusotto. Nótensen, antes de empezar la canción, los gritos que nacen de la tribuna, exactamente iguales a los que Peter inmortalizó con ese gran personaje del espectador de rock que pide todo el tiempo "flaco, tocá muchacha. Flacooooooo, muchacha". Es el origen mismo. El punto cero. Nótensen, después, inmediatamente después de esto pero también en sentido general al mirar el video, que estamos ante un caso paradigmático en lo que respecta a las semejanzas entre rock y fútbol, entre mirar un recital y mirar un partido. Frente a la elección del repertorio, del tema que viene, nótensen, primero, el grito de gol que nace de la tribuna cuando reconocen la llegada del gran hit. Hay incluso gente que se paró a festejar el gol: una reacción natural. Grito, estirada de brazos y puesta en pie. Y al mismo tiempo, en lo que sin duda se constituye como una contradicción preciosa, nótensen el gesto de Juan Alberto Badía, anfitrión del show, tomándose la cabeza por una supuesta chance de gol perdida: digo supuesta porque claro, no es que alguien perdió un gol (justamente en ese instante el gol era marcado), sino que Badía reaccionó ante la sorpresa del hit tomándose la cabeza por los costados, en un movimiento deslizante y suave, que acompañó un retroceso, también, del torso hasta el límite del respaldo. En resumen, Luis Alberto, una canción, y el oxímoron de gritar un gol y al mismo tiempo lamentar la chance perdida. Una verdadera definición de lo que producen las armonías de quien es, sin duda, el músico más importante que ha dado este país, a la altura de otros notables compositores como Prince, Wonder, McCartney, Lennon, Dylan, Mercury, Waters, Gilmour, Yorke, Plant, Sting,  etcétera. 



20.1.12

El último año del mundo

Bueno, la mesa de enlace de ponteunaoveja decidió en votación dividida dejar sin efecto el carácter de taxi que tenía la cara vieja y por tanto hemos lavado la cara, cejas, boca, barbilla, nariz, todo el cutis de presentación. Ahora podremos poner videitos de You Tube, así que esta mejora también tiene como objeto abandonar el Facebook lentamente, como se deja la nicotina. Además tenemos NUEVA ENCUESTA PARA SEGUIR FRACASANDO, esta vez a partir de posibles futuras deseadas entrevistas. Este año es el último, recuerden, porque parece que a partir del próximo todos vamos a ser felices. Visiten Dale Dale con el Look, compren esa ropa para ser mejores. Tomen jugo. Y rieguen las plantas.

El Efecto Necochea

Un turista cualquiera intentó cambiar la dirección de la sombrilla en medio de un viento único, sorpresivo, pero algo falló. Por la secuencia de los movimientos que intentaban evitar el descuajeringue, o por la furia misma de la ráfaga en cuestión (una ráfaga que los diarios, la mañana siguiente, bautizaron "Necochea"), la sombrilla se soltó de sus manos y salió a ras de la arena a una velocidad pocas veces vista. Rebotó una vez, siempre abierta y estirada; dio un tumbo, luego otro, y volvió a girar sin cerrarse, acelerando: como a cien metros del campamento original tomó una posición definitiva, opuesta al efecto de un paracaídas, y voló, horizontal, sin tocar el suelo, durante veinte o treinta metros, al revés de lo imaginado, con el palo en punta al frente, empujada por el viento de cola, hasta el pecho de otro padre de familia que apenas levantó la vista (tenía un tejo en la mano) sintió una estocada perfecta, violenta, en el centro del pecho, justo debajo del esternón.
La sombrilla lo traspasó con tal precisión y velocidad que terminó saliéndole por la espalda más de treinta o cuarenta centímetros, para luego clavarse otra vez en la arena, clavando también al futuro muerto como una estaca. El viento se calmó en ese preciso instante en que el hombre vio, por última vez, la armadura interna de una sombrilla, los fierritos desde abajo. El lado de adentro.
Los bañistas corrieron despavoridos a socorrerlo, pero era casi tarde. Los hijos de la víctima, un nene y una nenita que habían recogido algunos tejos en el ínterin del vuelo, soltaron todo y cayeron arrodillados junto al cuerpo tieso y atravesado al medio por el caño blanco. Fue la nenita y su impulso veraniego la que acercó una oreja a la boca sangrada de su padre ido, para escuchar las últimas palabras, quizás un último deseo.
–Tengan ojo... –le dijo el hombre–, con... –dijo–, el agua.
Y se desvaneció.

13.1.12

Halley

Vi al cometa Halley en Buenos Aires, en 1986. Dicen que volverá a pasar en 2061. En ese momento, cuando pregunté y me dijeron lo que faltaba (estábamos en la vereda, era de noche obviamente), pensé que iba a llegar seguro a verlo de nuevo.

5.1.12

Clave de flaco



Clave de flaco /1

El título numerado quiere decir que habrá muchísimos más textos con este mismo título, sobre esta misma persona. Alguna vez me propuse escribir una batería de relatos sobre cada uno de los cuarenta discos que sacó a la calle (pueden ser más, o algunos menos pero, los oficiales, rondan los cuarenta): escribir simplemente lo que se me viene a la cabeza, hacer fotografías con los pasajes de sus temas, hacer dibujos con algunos retazos de sus letras, hacer algo así como un ejercicio de libertad total en la escritura, sin más pretensión que la de anclar algunos párrafos sobre una obra que ejecuta un prolapso de todos los lenguajes. Creo que este es el comienzo.
El pedazo de vida que viví hasta ahora me ofreció cosas maravillosas, y entre esas cosas se filtra, casi en primera línea, el destino impagable de tener amigos muy cerca del negocio de la música. Por ejemplo: la persona con la que hice la tesis para escapar de la Facultad tiene y conduce, hoy, una de las radios más populares de la ciudad. Es una radio de claro perfil comercial, pero se sabe que las radios esconden muchos más secretos y regalos que las señales de televisión: esta situación produce que suene el teléfono en cualquier momento de un día de mierda para que nazca la posibilidad de ir a escuchar buena música, gratis. O por ejemplo: uno de mis verdaderos amigos de la infancia, anclado en la Capital Federal, está dedicado de lleno al negocio de los espectáculos musicales, y aunque es verdad que con el paso del tiempo cambian muchas rutinas de comportamiento de las personas (de nosotros), también es verdad que con él, hoy, somos los mismos pero distintos, pero básicamente los mismos, y eso es lo que nos mantiene hermanados y compartiendo todo.
Hace más de tres años, mi amigo dedicado al negocio de los espectáculos musicales empezó a trabajar con Spinetta para una ocasión especial: su regreso a los escenarios en la ciudad de La Plata, después de tres años sin tocar. Si tuviera que elegir uno de los milagros que estas amistades me ofrendaron indirectamente, elijo éste por sobre todas las cosas. La posibilidad de haber conocido de cerca (y seguir conociendo, porque esto no terminó) la música que se esconde detrás de la música que es y hace Spinetta. Así que en estos primeros intentos voy con eso: un artista de cerca.
Aquella primera vez desde tan cerca, en La Plata, fui el encargado de cuidar la entrada de los camarines. Es lo mismo que decir: fui el encargado de mirar. Spinetta llegó con un gorro negro en la cabeza y anteojos oscuros, se metió al camarín con su novia Poli (qué lindo: suena tan parecido a su negra Poly) y salió vestido completamente de leopardo. Una camisa y un pantalón bien angosto, todo aleopardado, y los pelos revueltos. Nos saludó uno por uno, comió algunas boludeces de la mesa de catering que le habíamos preparado, y se puso a caminar por el pasillo. Con las manos en la espalda, entrelazadas, daba pasos largos y hacía ejercicios vocales con los labios apretados, echando aire y saliva: hacía ejercicios con la voz como si imitara a un bebé. Iba y volvía, iba y volvía, la gente enloquecida esperando por el inicio del show. Estaba nervioso como la puta madre. Pensé: cómo puede ser que este tipo flaco, que escribió la historia del rocanrol, esté tan nervioso. Spinetta caminó un rato más como si tuviera que ir al escenario a rendir un final y al final, fue. Dio un show maravilloso, de terciopelo aleopardado, y mientras lo miraba cantar, de costado, entre las telas negras, yo cenaba algunas cositas de la mesa del catering. Cuando terminó la lista volvió al camarín contento (la lista incluyó Gricel, creo que vale el solo hecho de escribirlo), y volvió a salir para los bises, unos minutos después. Cuando terminó los bises, volvió igual de contento al camarín pero hizo un llamado de atención: le dijo a uno de los productores del show, socio de mi amigo, a la pasada, que mandara a encender la música funcional del teatro (las luces de la sala parece que no alcanzaban). La platea explotaba. Descubrí que el sonido de la gente, desde atrás del escenario, es todavía más brutal: una marea de gritos pidiendo por lo que les pertenece, la alegría. El productor dijo que sí y no hizo nada. Todos sonreían y nadie decía nada, y yo los miraba, como me habían pedido. Spinetta salió del camarín uno o dos minutos después y dijo “pongan música, la puta madre, no ven cómo está la gente”, y se guardó de nuevo. El manager, que caminaba por ahí, le dijo al productor que mandara a poner música: el productor entornó los ojos y le dijo, bajito, pidiendo: “una más”. “Juanca, una más”, dijo. El ruido se mantuvo y hasta creció allá afuera (allá adentro de la sala), y Spinetta volvió a salir enloquecido, casi lo agarra de la ropa a su manager, y nos gritó a todos los que estábamos ahí: “pongan música, pongan música, no ven lo que es esto”, y se guardó, otra vez, en el camarín. Juanca, el manager, entró detrás de él. Miré al socio de mi amigo, productor, y me sonrió y cerró los ojos. Le hice que sí con la cabeza (fue lo único que se me ocurrió). Spinetta volvió a salir, sin mirar a nadie. La vista en un punto fijo, derecho al escenario. No pude ver ni una sola de las caras que aún lo esperaban, pero el grito de locura fue aterrador. Ya no tenía la camisa aleopardada: sólo el pantalón y arriba una remera blanca, de esas que uno usa para dormir, casi transparente, percudida. Agarró la guitarra acústica, una silla y tocó "Los libros de la buena memoria". Silencio total. En un segundo, como a un chiquito que pide teta y se la dan, las personas pasaron de gritar como dementes a tratar de tragar saliva sin hacer siquiera ese ruidito que se hace solo con la garganta. ¿Alguna vez le prestaron atención a la mirada de los bebés en el mismo momento en que toman la teta o la mamadera? Fue eso: un silencio ciego y absoluto. El vino entibia sueños al jadear, desde su boca de verdeado dulzor, y entre los libros de la buena memoria, se queda oyendo como un ciego frente al mar.
Hizo la versión más lenta que escuché hasta ahora, y entendí que ya no iba a poder salir de ahí. No creo que alguna vez pueda salir. No quiero salir de Spinetta. No puedo, no me interesa hacerme preguntas que tiendan a una lejanía. Voy a seguir acá, insistiendo en vano con la búsqueda de explicaciones a lo que escucho cuando lo escucho, aunque no pueda llegar. El título que elegí para estos párrafos dedicados es un título superador: pensé en algo que combata y alimente, como él, en un mismo trazo, a la forma en sí misma y al paso del tiempo. Elegí “clave de flaco” porque en el primer disco de Spinetta Jade, titulado Alma de diamante (¿alguna vez le prestaron atención a la mirada de los bebés en el mismo momento en que toman la teta o la mamadera?), la Ese de Spinetta es una clave personal, parecida a la clave de sol pero transmutada en clave de S, en una clave propia. Y como sucede con la misma exactitud infinita que propone el pentagrama, él ya tiene ahí una habitación individual, un nicho único de contornos indecibles, una armonía propia. Spinetta tiene clave propia. El último tema, esa noche, terminó con esa resignación (¿aceptación?) que carga en el final, con uno de los cansancios más hermosos de toda su obra. Terminó el recital como si todos se hubieran emborrachado entre sí. Esta botella se ha vaciado tan bien que ni los sueños se cobijan del rumor. Licor no vuelvas ya, deja de reír. No es necesario más, ya se ven los tigres en la lluvia.
Si todos saltamos, Spinetta no cae. Y no por flaco.
Esta es sólo la primera vez que lo voy a decir.


Clave de flaco /2

La evolución tecnológica no es, y nunca será, la raíz de la evolución del sonido. La evolución de la complejidad que arrastra la tecnología no es, ni será, parecida a la complejidad que arrastra la evolución de la música. Primero fueron las mañanas de sábado en el hogar, con los discos de vinilo de mamá y papá. Mamá escuchaba música clásica (Tchaikovsky, Bach, Händel, Vivaldi), algún disco de Mercedes Sosa, y papá se castigaba con merengue y latas: rocanrol del malo, o el frenesí de Wilfrido Vargas (los sábados me descontrolaban la mente en la repetición incesante de la pregunta más popular de esos años: mami qué será lo que tiene el negro, mami qué será lo que tiene el negro. Ése quizás haya sido, ahora que lo pienso, el origen de mi ansiedad crónica). Empecé, entonces, con la brisa sucia del sonido en vinilo en el equipo Pioneer que después nos robaron (un equipo de varios racks, frente gris clarito, medidores con agujas en el rack amplificador, solidez absoluta), y después siguieron los casetes, que empezaron a sonar en radiograbadores cada vez más chiquitos y oscuros y endebles. Los primeros casetes que escuché con atención (no sé de dónde salieron) fueron Nada Personal, de Soda Stereo, e Ignacio Copani, de, naturalmente, Ignacio Copani. El primer casete que adoré con el corazón y que hice andar hasta gastarlo fue El amor después del amor, ya en otra casa. Con los casetes desaparecieron las basuritas del vinilo pero empezaron otras chispas, un sonido más precario, en el que tuve que involucrarme más: para buscar un tema había que imaginarlo en algún pasaje de toda la cinta, y para re-escuchar un lado A, por ejemplo, había que rebobinar a mano. Así aprendí a usar los lápices de cuerpo hexagonal, o las biromes, ayudadas con una vuelta de papel si eran muy finitas, para mover la cinta y las canciones. En algún momento de esa época aparecieron los aparatos con auto-reverse y mermó el rebobinado manual: ganó algo parecido a lo automático. No lo era del todo, pero casi (¿se acuerdan de los días en que lo semiautomático era mejor que lo automático?). También apareció, para los paladares negros, el apósito de calidad que significó la cinta de cromo. Casetes con cinta de cromo que sonaban mejor, un poco más de fidelidad, y la posibilidad de subir el volumen sin miedo. Eran más caros, pero como todos los casetes, también abrían las compuertas del autoservicio. Comenzó a expandirse el verdadero arte del compilado: la actitud detectivesca en el oído atento a la radio, buscando el tema de moda o la melodía más pegadiza para conformar la mezcla perfecta de canciones en un solo rectángulo de plástico. Fue el apogeo del VARIOS. Casetes por todo el territorio argentino, casetes en todos los dormitorios de adolescentes, tinta negra sobre las tiritas de papel autoadhesivas que indicaban un VARIOS, una antología de los sueños, un compilado más, quizás mejor que uno anterior, quizás peor que el siguiente. Me dediqué, entonces, durante años, luego de haber recibido el origen de la ansiedad, a edificar la conducta obsesiva de la medición: elegía los temas para el casete perfecto, anotaba en un papel la duración de cada pieza, hacía un cálculo según la longitud temporal de la cinta (sesenta o noventa minutos) y recién ahí me disponía a grabar. De cinco a diez segundos en el punto cero, antes de que empiece el primer tema, y el mismo silencio para el final de cada lado. El arte de la alternancia. También evolucionó la recuperación de las cintas maltratadas, las maniobras para grabar en casetes que a primera vista no lo permitían, la pérdida de un material cuando algún autoestéreo se lo tragaba, y hasta el ajado, en el tiempo, del sonido. Una mañana de sábado de principios de los noventa, mamá y papá aparecieron en casa con un producto innovador (del que ya se venía hablando) de una marca desconocida: el minicomponente Aiwa con reproductor de Compacts Disks. Conectaron el equipo (negro) en el living y fue mi hermano el encargado de conseguir (no comprar) algún CD para saber de qué mierda se trataba eso. Los comentarios y las publicidades prometían una fidelidad nunca antes vista, sumada al milagro de lo digital y lo discreto (la posibilidad de pasar de tema con sólo apretar un botón)*. Efectivamente, otra mañana de esas épocas, mi hermano puso a sonar el álbum negro de Metallica a todo lo que daba el equipo, en un momento en que mis padres no estaban. Yo dormía, y me despegué de la cama como un policía aburrido. El sonido nos perforó la imaginación: “Enter Sadman” bañó las paredes de la oscuridad más penetrante y potente que podíamos llegar a soportar. Chau. Enloquecido yo por el golpe de música, enloquecido él por el poder supremo de su broma. Eso era el futuro. Para la navidad siguiente recibí de regalo el Use Your Illusion II de los Guns, y mi hermano recibió Let it Be. Otra de esas mañanas, en la casa de un amigo, mientras jugábamos a una consola de juegos de 8 bits, fuimos testigos de lo que tarde o temprano podía llegar a pasar: la mamá de mi amigo terminó de escuchar un CD en su minicomponente (también nuevo) y suspendió lo que estaba haciendo en la cocina. Sin chistar, caminó hasta el equipo, abrió la bandeja del CD, lo dio vuelta y la volvió a cerrar. Puso play y se trabó todo. Después del aprendizaje cotidiano, cupo esa fidelidad en un discman, que mató despacio al mejor invento de Sony: el walkman (mi abuelo materno, fanático de la evolución tecnológica y culposo de profesión, decidió regalarnos un walkman a mi hermano y a mí para nuestros 15 años; compró los dos aparatos juntos, le dio a mi hermano el que le correspondía en su cumpleaños y esperó tres años para darme el mío). Después empezamos a grabar los compilados de modo casi profesional, anotando cada tema en la cara linda de los CD’s (decíamos en la librería: “una fibra para escribir CD’s, por favor”), y pedimos más fidelidad y más memoria, y luego más memoria, hasta que llegó el Digital Versatil Disc. Sonido fiel e imagen brutal. Y un cajón sin fondo capaz de recibir todo lo que quisiéramos. El DVD creció gracias a los formatos de compresión del sonido: el círculo empezó a dar la vueltita, a sonar del otro lado de la loma. La compresión del sonido permitió usar más el espacio de memoria de grabación pero nos devolvió a la precariedad, porque qué es el MP3 de hoy sino el signo de lo precario visto con buenos ojos (los ojos del vértigo). Entonces comenzamos a escuchar, “realmente”, “como nunca antes”, “sin esfuerzo”, lo que quisimos. Aprendimos a descargar música gratis en la Internet. Discografías completas comprimidas. Artistas comprimidos. Discos sin nombre que sonaban bien hasta que una novedad los enterraba. Un tiempo después aparecieron los discman y los walkman y los reproductores de MP3 dentro de los teléfonos. La posibilidad de hablar por teléfono mientras escuchamos música. La posibilidad de andar por la calle con los auriculares puestos mientras se suspende el tema preferido porque alguien llama. Luego, la inteligencia de los aparatos. Smartphones y rectángulos blancuzcos por todos lados (esto es el futuro, nos decimos). La posibilidad de escuchar perfecto, de navegar perfecto, de hablar perfecto, de jugar a los jueguitos mientras pasamos sólo un puñado de minutos sentados en el baño. Los teléfonos agenda computadora reproductores navegadores utilitarios videograbadores apoyados, con cuidado, sobre todas las mesas de luz posibles. La música comprimida hoy espera en nuestras mesitas de luz para despertarnos cada mañana.

Este texto es el segundo de la serie flaca porque hace un tiempo viajé a Lomas de Zamora para ver un show de Spinetta, en el que también tuve la posibilidad, como escribí antes, de verlo de cerca. En esa ocasión me encargaron prepararle el camarín. Pregunté qué no podía faltar y fui llevando de a poco cada ítem que podría necesitar: miel, té, alfajores, frutas, Gatorade, agua mineral, energizante. Le preparé el camarín como si hubiese intentado reconquistar a una novia desilusionada. Calculé la distancia entre cada elemento sobre la mesada. Alineé los alfajores, que son, en el fondo, una de las comidas esenciales de Luis: no deja de comer alfajores. Acomodé las botellas, las frutas.
Spinetta cayó un rato después y me encontró saliendo del camarín. Levanté la vista con una mezcla de miedo y de emoción que pocas veces volví a sentir. Me dio la mano y sonrió. Tranquilo. A partir de ese momento no entré más y me quedé en la sala grande, a un costado del escenario en el que iba a presentar el disco Un mañana, que decidió grabar en cinta, y no en forma digital. Spinetta no es que graba en cinta ahora, cuando todos los músicos refunfuñan contra las ventajas y las mentiras de la mezcla en estudio: Spinetta grabó siempre en cinta, del primero al último disco. Me quedé sentado en una fila de sillas, en la sala grande, durante una horita, esperando el comienzo de su recital, hasta que un rato antes del comienzo del show el flaco salió de su camarín (de mi camarín) y se sentó un par de sillas más allá, a “esperar”. En ese momento la sala se llenó de gente. El resto de la banda inundó la sala, y amigos de él también cayeron para escuchar, quizás, como siempre, alguna anécdota. Spinetta contó algunas cositas de Dylan, su fotógrafo hermano, y cuando todos los otros se largaron a hablar, bajó la vista, cerró la boca y sacó de su bolsillo un teléfono celular. Me dediqué a mirarlo durante casi veinte minutos, como si me hubiese dedicado a mirar a una ex novia desilusionada. Los amigos siguieron hablando, hasta que cansaron al resto de los músicos (cada uno se fue a su camarín). Los amigos, después de eso, siguieron hablando, pero ya no con el objeto de deseo, sino entre ellos: Spinetta no hizo otra cosa, durante veinte minutos, que mirar la pantallita de su celular (un Nokia 1100) y tocar las teclitas acolchonadas. En un momento los amigos empezaron a irse y quedé solo con él. Miré hacia todos los costados que me permitía el cuello: fue como vivir, en la conciencia, en la certeza, una escena onírica, despojada de toda épica, y brillante, silenciosa, única en su sentido de ser, única en la posibilidad humilde de existir. La sala vacía, a cinco minutos del inicio del show, el bullicio expectante de la gente en las butacas (el crecimiento de ese grito ciego), las guitarras esperando en fila, y Spinetta, con su celular, y yo mirándolo. Ya se había tirado hacia delante. Tenía los codos apoyados en los muslos y el ceño fruncido.
Me hablé durante dos minutos enteros, sin abrir la boca. Al tercer minuto decidí pararme. Caminé los metros que me separaban de él y me detuve frente a su cabeza gacha. Sentí en el corazón algo parecido a lo que sentí cuando me tocó hacer una ergometría en medio de un ataque de pánico y llegué a los 191 latidos por minuto. Él estaba jugando: no mandaba mensajes, ni revisaba cosas viejas. Estaba jugando a la viborita. En el tiempo en el que la evolución de la tecnología cree marcar el tempo de la evolución del sonido, y de la memoria, y del espacio, Spinetta jugaba a la viborita. En el tiempo en que más de la mitad de las bandas no pueden reproducir en vivo lo que graban en el estudio, Spinetta jugaba a la viborita. En mi bolsillo tenía un Motorola V3 Black, finito, futurista, con un tema suyo de ringtone. Spinetta se había pasado veinticinco minutos jugando a la viborita, concentrado en su empresa, el ceño fruncido, buscando con los dedos el calor necesario para luego afrontar los punteos sinuosos de sus temas. Vio mis pantalones ahí, casi temblando, y puso en pausa a la víbora, y levantó la cabeza, como un chico al que lo descubren en algo demasiado íntimo.
“¿Sí?”, me dijo.
“Luis”, le dije, “te quería decir algo”.
“Sí”, me dijo.
“Es así”, dije. “Unos amigos de Córdoba abrieron hace poco una editorial, a pulmón, que hasta ahora publicó dos libros de poesía, y creemos que te pueden gustar. Quería preguntarte si te los podía dar”.
“Sí”, me dijo, “¿pero dónde están?”.
“Me los olvidé”.
“Ah”.
“Pero se los puedo acercar después a Juanca, si te parece, y él te los da”.
“Dale”, dijo, y bajó la cabeza y sacó la pausa y siguió jugando.

Volví a la silla y me dije que para qué carajo tenía que ir a joderlo al tipo ahí, con algo tan poco relevante a cinco minutos de un show. En realidad, lo único que quería era hablar un toque con él. Eso no estaba tan mal, era nada más que un reflejo, tan válido y analógico como la concentración misma, como su reflejo de darle a la viborita.
Cinco minutos después se metió en el camarín, dejó el celular y salió al escenario. Tres horas después volvió a salir de su camarín ya para irse.
Mis amigos, los productores, nos habían pedido a los que estábamos al pedo que cuidáramos la entrada a la combi, porque a veces los fanáticos solían sortear la seguridad y se colaban hasta las camionetas para “hinchar las pelotas”. Cuando él salió para dar por terminado su trabajo (porque es una persona que trabaja de eso, aunque no se pueda creer: va, toca, le pagan) yo estaba en el playón de estacionamiento del teatro, cerca de la combi. Éramos varios ahí, formando una fila.
Luis Alberto se acercó saludando uno por uno a cada uno. Daba besos. Cuando se detuvo frente a mí, me agarró de los cachetes con las manos huesudas.
Me miró a los ojos.
“Los libros de la buena memoria”, me dijo.
“Se los doy a Juanca”, dije.
“Buenísimo. Cuidate”, dijo, y me dio un beso, y siguió hasta la combi.
Pasó mi amigo un segundo después:
“Mirá cómo estás”, me dijo.
“Bien”, dije.

Unos días después armé el paquete, y con la ayuda de mi amigo le llegó al manager. Y en enero de 2010, cuando mi amigo y su socio fueron hasta la casa de Luis para saludarlo por su cumpleaños, llevaron un libro de cuentos Hadrones, para regalarle junto a una pata entera de jamón crudo. Me mató la ansiedad ese día, esperando el comunicado para saber si Hadrones había entrado a la cueva de su casa-estudio, La diosa salvaje.
Por la tarde llamé a mi amigo, y me contó.
Dijo:
“Sí, llegamos y nos atendió en la puerta. Le di el libro y después le dimos la pata de jamón, adentro de una caja inmensa con forma triangular. Pesaba sus kilos. Luis miró todo lo que tenía en la mano y se dio cuenta que había agarrado los regalos como un músico agarra lo suyo. Y nos miró cuando volvíamos al auto:
¡Miren! ¡Es una Gibson!, dijo.”

Si todos saltamos, Spinetta no cae. Y no por flaco. Esto no es más que la materialización del fanatismo. Este año le voy a llevar un libro que espero terminar y que se llamará La búsqueda de la estrella. La búsqueda de la estrella: eso que él creó con la forma de una canción, que ya encontró y que sigue buscando en estos días, todos los días. Y que va a volver a encontrar.


* La ansiedad de esta época nuestra es la irrupción de lo discreto. La ansiedad endémica es producto del hecho de haber conocido la irrupción de lo discreto, de haberla vivido por primera vez, como eso que cuentan del bautismo de la heroína, y después querer que todo se convierta a esa misma lógica, el impulso irrefrenable de pasar por encima el tedio del proceso para llegar a algún sitio, a algo, sólo con una pulsión de botón. La ansiedad de lo que somos hoy nace de la fragmentariedad que fue minando lo continuo. La posibilidad de pasar de un estado a otros con un solo golpe fue el final de la vida hilada, del proceso como valor. No fue tanto el mundo extraterrestre de lo importado en los noventa. La mentira de los billetes que valían lo mismo, ni siquiera la otra mentira de la fiesta perpetua, que se empezó a vivir cuando se acabó la complicidad, no antes. La historia de la crítica es la historia del aprendizaje: se nombró a una fiesta sólo cuando no se la pudo comparar con nada. Así cualquiera. El final de la vida hilada, el verdadero cambio, fue el hecho de que nadie se quedara fuera de lo digital. Ahí se empezó a morir el tiempo, y comenzamos a nacer otra vez, todos juntos, en el futuro, que es lo mismo que nacer antes de nacer, la nada antes de la nada.


Que la turista australiana nos devuelva lo nuestro o que se vaya del país

Hermosísimo caso policial "inconcluso" para la cultura argentina: una chica de 23 años, denominada en los medios como "turista australiana", viene a pasear por la montaña y desaparece. Pero aparece a los tres o cuatro días, perdida, en bolas, cagada a palos, sin conciencia espacial ni temporal, y entonces se abre la investigación para saber "qué pasó". Detienen a un tipo como sospechoso de haberle hecho eso, pero ella no lo reconoce en la ronda de identificación (hecho que se interpreta como fallido, equivocado por parte de ella), y entonces nada, lo largan, la chica queda como alguien que ya está molestando con sus dudas. Y de repente, re depente, los diarios lanzan la conclusión de la pericia:

"Según el informe médico, la turista australiana no fue abusada sexualmente"

Ah bueno bueno bueno pero entonces quedémonos tranquilos! Sí es verdad, apareció en bolas y recontra cagada a palos después de tres días de boyar por la montaña y no se acuerda de nada pero tranquilos que no la penetraron eh, no fue "abusada sexualmente". Vamos al sketch:

Sala de luces frías bajo consumo, oficiales de todo tipo, la "turista australiana" y sus "padres australianos".

Un oficial:
Señorita, acá el papel dice que no fue penetrada. No reconoció agresores. ¿Nos puede decir de qué se queja?

Turista australiana:
Señor estaba en bolas yo, como desmayada, ¿qué me pasó?

O:
Mire, mejor vaya a quejarse a su país...

TA:
Pero señor me pueden haber metido una rama, tengo un montón de dólares yo...

O:
Si la pija no le entró, se va!

TA:
Pero señor puede haber agarrado una rama de esos arbustos que elogian ustedes, acá, esos alpatacos...

O:
Pija, nena, pija. Taza Taza y ya sabés qué empresas vuelan a tu continente pulcro de mierda.

(FIN)

Primer post del año, que ya está perdido. Feliz cumpleaños Agus Stricker, feliz cumpleaños papá. Un saludo para todos los que me conocen.

Ah perdón perdón (vuelvo y agarro el micrófono, me acomodo la bandera del colegio sobre los hombros): y un saludo a Ceci Ruiz, co-dueña de Dale Dale con el Look, que tiene auspicio en este mismo espacio, mi querida amiga del alma, conchuda cuando puede, musa inspiradora. Ya voy a contarles sobre la ropa que crean y producen en su empresa, quizás la propuesta más innovadora y sincera de todo el mundo de la moda informal en Buenos Aires.