23.7.12

Luis Alberto imparte clase a dos bigotes

Maravilloso. 1988, tiempos de Téster de violencia, y una entrevista que dos pedazos de pelotudos de bigotes le hacen a Luis Alberto. Jorge Dorio: qué pelotudo, por el amor de Charlotte Caniggia. Martín Caparrós: el mismo bigote, un tono aún más detestable, y la multiplicación enésima del pelotudismo. Capparós y Dorio, demostrando que antes del clima de época actual vivieron, y que lo hicieron en vano, como ahora mismo. Dos bigotes intentando que Spinetta se separe del "resto" a caballo de la teoría, y Spinetta arriándolos hacia la cotidianeidad. Caparrós intentando desbocarlo hacia la confesión de una egolatría que Spinetta le desnuda como proyección propia: "Las ideas son mías", le dice, entendiendo que Caparrós quiere hacerlo subir para después bajarlo y quedar él arriba. Dos bigotes queriendo que "hable"; no de Artaud o de Castaneda (artistas, seudoartistas, loquitos) sino de Foucault (recordemos, año 88): Spinetta diciéndoles "está la teoría pero la vida es otra cosa". Caparrós preguntándole "que es la liberación" de la que habla, y Spinetta respondiendo con un acorde. Pasen y escuchen la clase. Gracias Belu Alonso, amiga internauta que me mostraste esto. Por qué te fuiste tan pronto, Luis, con tanto gil dando entrevistas.   



16.7.12

Billi, Walter, Luis, Machi y Tito

Demasiada información hubo hasta recién. Voy con un nuevo parte, hasta que la situación se “normalice”. En algún momento de hace un rato soñé con una jornada organizada por gente de mi trabajo; me cruzaba con una compañera por la calle. Había una vereda con sol, y caminaba incómodo: entre mi hombro y el bretel de la mochila algo hacía bulto y exigía un reacomodo permanente. Soñé con una situación de bar, además, que fue especial se trataba de un lugar un tanto anacrónico, que reunía personalidades viejas y decadentes del mundo del boxeo. Una de ellas era un boxeador que no me arriesgo a definir como Bruno Godoy (un muerto neuquino): tenía cosas del rostro de Godoy, pero ahora dudo, parecía también otra persona. La reunión, de cualquier modo, hacía de la entidad un ex boxeador payaso y ordinario, que andaba por el bar saludando y molestando a la gente. Escribo esto con los dedos lentos y la mente todavía perturbada por la potencia del soñar: ojalá se note en la sintaxis. Ojalá esto sea bien imperfecto, quizás confuso y mezclado, como lo es todo del otro lado. El boxeador payaso y ordinario, y viejo, andaba por las mesas gritando idioteces, anunciando cosas. Y en un momento lo vi por allá, cerca de una barra, y por lo que deduzco anunció algún tipo de pelea, porque le contesté a los gritos algo que todo el bar escuchó: “Y también esa noche pelea Billi Godoy, promesa del boxeo neuquino”, dije, y coroné la adenda con una combinación al aire de jab, directo de derecha y juego de cintura. Este aporte, ahora me doy cuenta, fue previo a la caminata de regreso hacia las jornadas del trabajo, donde crucé una avenida en rojo y luego me encontré con mi compañera y luego no terminé nunca de acomodarme el bretel de la mochila. Pero fueron los movimientos y después, cuando la gente del bar volvió a cada charla, miré hacia un costado (donde evidentemente escuché el primer estímulo) y había una especie de barra chica, con una mujer de un lado y un caballero del otro: no un hombre, o un joven: un caballero. Volví a esa otra barra que seguro era mía desde antes, y me senté junto al caballero. Tenía traje: pantalón de vestir, saco y por dentro un chaleco de la misma tela, y por dentro una camisa de color hueso y una corbata rosada (ahora, por fin, me doy cuenta que mis sueños racionan bastante los colores: se ve que no derrocho una paleta así porque sí. Los colores aparecen cuando pienso en sueño). La corbata era lo más anacrónico de todo. Y el caballero era el gran relator de boxeo y fútbol Walter Nelson. Estaba intacto, y la mujer lo advertía. No puedo afirmar si ella estaba con Walter, conmigo o con ninguno. Me la juego por ésta última. La cosa es que Walter nos relajaba a todos, con su pose y su alma ya vivida: no estaba sentado como un caballero, sino como un hombre. Su asiento no tenía respaldo (capaz una banqueta) y él lo fabricaba con la curva de su espalda, y con sus dos manos entrelazadas hacía equilibrio en la totalidad de la pose sosteniéndose una rodilla (levantada). Así se perciben las poses en los sueños: escritas así: rompiendo un balance. Hablamos; seguro le dije algo lindo, porque disfruto de los relatos de Walter Nelson. Le pregunté, porque habíamos hablado del retiro de algunos boxeadores (ahora recuerdo: Walter protagonizó la transmisión de la última pelea de Billi Godoy), hasta cuándo iba a seguir en el mundo del relato. Walter se tocó el nudo de la corbata, alzó las cejas y dijo “hasta que me aguante el cuerpo, no pienso dejar antes”. “Qué buena noticia, Walter, porque la verdad que los relatores nuevos son una cagada tras otra”, le dije. Él asintió con la cabeza. “El bambino Pons, por ejemplo”, le dije, y negó con la cabeza, y cambió la pose, “viene en caída libre ese hijo de puta”, y Walter dijo “pero totalmente, ni me hables”, reproduciendo ese tono de queja que hizo famoso junto a Alejandro Fabbri, cuando los dos se quejaban por alguna patada artera en algún partido olvidable del fútbol argentino. Fui muy feliz hablando con Walter Nelson, siempre lo admiré. Un verdadero caballero. Pero aviso al lector, y me recuerdo a mí, que en esta confusión en prosa el objeto no era asentar lo anterior (hubo por lo menos otras dos partes en el sueño que no recuerdo del todo, aunque me quedan algunos indicios: una chica me engañaba con otro tipo y creo que yo salía a perseguirlos por una ciudad, y creo que terminábamos tomando una merienda en un bar sumamente sutil, francés, con unas tostadas de la reputa madre y una tarde resbalándose sobre las mesitas. Era París, ahora lo veo), sino lo primero que soñé, y por lo que me desperté llorando en mute. Antes de todo, supongo que alrededor de las seis y media de la mañana, porque apenas se filtraba un tono violáceo por cada vagón de cada lonja de la persiana plástica de la habitación, soñé que caminaba por un shopping extraño (había buena energía) y encontraba un local perdido donde sólo vendían discos de vinilo. Eso no me hizo llorar: fue la compañía. Hacía mucho tiempo que no me dolía el pecho en medio de un sueño, y ahora pienso (incorporo el presente a este revoltijo, y ni sueñen con algún punto aparte porque no va a suceder) que algo serio habrá pasado entre mi experiencia y su música, porque ni en los sueños ni en la vigilia he podido hasta ahora desprenderme del dolor de su ausencia. No he podido, todavía, dejar de extrañarlo. Entrábamos al local de discos de vinilos, sorprendidos, Machi Rufino, Luis Alberto Spinetta y yo. Machi tenía un pantalón normal, no Oxford, y una camisa lisa. Luis estaba con una camisa totalmente floreada, y no aleopardada como en otros sueños que tuve: así queda a las claras que aquel sueño en el que jugábamos al golf y él vestía todo de leopardo (todavía estaba vivo) fue elaborado a partir de alguna imagen de Los socios del desierto, mientras que éste que estoy malcontando ahora fue elaborado a partir de un video de youtube que se titula “1992 - Parece que fue ayer - Luis Alberto Spinetta”, donde Enrique Llamas de Madariaga y Pinky lo homenajeaban con golpes bajos y altos, todo incluido. Ese videíto, que vi la semana pasada, es hermoso. Luis Alberto exponiendo su lucidez arrolladora y los conductores encadenando una sorpresa tras otra. Videos de personas que lo querían mucho: su padre, Aznar, etcétera. Y presencias en el estudio: Rodolfo García y (sí) Machi Rufino, con una camisa lisa. Luis tenía en ese programa la misma camisa que vestía cuando entramos al local de vinilos. Creo, también, que lo que me hizo llorar es que yo no podía hablar con él; sólo Machi lo hacía. Y haber entrado a ese lugar fue como acceder a un sitio sin tiempo, algo que él necesitaba como nadie. Había otras personas en el local, pero no advertían nada. Y tampoco era demasiado cálido ni estaba abarrotado de cartón y nylon: había mucha luz, las estanterías parecían de un local de ropa, de hecho al principio no había discos. Pero Luis lo convirtió en un lugar sin tiempo. Machi nunca se despegaba de Luis, que había decidido observar la vida dentro del local apoyado contra el marco interior de la puerta de entrada. Yo tuve el impulso de acercarme al hombre de la caja para preguntarle si tenían algún disco de Spinetta. “Buscá en la caja con la Ese”, me dijo. Resultó, entonces, que había cajas individualizadas por cada letra del abecedario, a veces escondidas, a veces revisadas por otros, del tamaño de los discos de vinilo, de cartón corrugado. Busqué la caja con la Ese y cada tanto (diez o veinte segundos) miraba el marco de la puerta donde Luis estaba apoyado, junto a Machi. Abrí la caja y pasé disco por disco. Algunos con el nylon puesto, otros con los bordes cansados. Eso lo hice agachado, mientras otros compradores me pateaban a veces esa praderita de la espalda donde dicen que están los riñones. Saqué tres o cuatro discos y dejé la caja así nomás, tirada. No sé qué títulos saqué, no los pude ver, ahora no los recuerdo, da igual. Pero se los llevé, se los di a Machi para que él se los diera a Luis, aunque los tres estábamos parados sobre las mismas baldosas, ocupando apenas una pequeñísima porción del local. Machi miró las tapas y se las fue pasando a Luis, como quien pasa fotos de otro. Luis las recibía y por cada tapa le hacía un comentario, o le decía algo. Ahora me doy cuenta que verle cada sonrisa a Spinetta, nacida cada una de cada disco que tomaba, es lo que me hizo llorar. En ese momento, incluso más allá del sueño, no había tiempo ni especulación posible, porque el local en el que estábamos, y el pequeño sector dentro del local, era (es) lo más parecido a un mundo paralelo, inmaterial, restringido, de paz y ausencia de euforia, de percepción tranquila y lucidez sin espamentos, de plenitud. En algún punto me da bronca que mi mente, incluso en medio de un sueño, reconozca el umbral entre las presencias y las ausencias, porque sino no hubiese sentido el dolor que me invadió en el desenlace y que todavía me dura un poco. No me hubieran dado ganas de llorar si mi mente no hubiese tenido alguna referencia real, propia de la vigilia. Cada disco que Machi le pasaba, generaba una nueva sonrisa en Luis y me hacía dar más ganas de llorar; hasta el último, en el que Luis le dijo algo a Machi, un comentario medio en chiste medio de alegría, y después me miró, como para compartirlo conmigo. Ahí entendí que él sabía de la presencia de todos, y así me hizo saber que ahí éramos tres. Se quedó mirándome, buscando algún aporte que no pude hacer porque se me hizo nudo. No pude hablarle. La sonrisa que recuerdo ahora (seguía apoyado contra el marco de la puerta) sé que está en mi memoria porque la vi en el videíto de youtube, pero la diferencia es que el sueño me pertenece, y me empodera, aunque ya sea sólo memoria. En el programa, Luis sonreía para los compañeros, los presentadores y para Ulises Butrón y la guardia de fuego, que tocó un tema para despedirlo (“Algo flota en la laguna”, miren ese video). En el sueño sonrió todo el tiempo para Machi y al final para mí. En definitiva, esto es una pelotudez, no le interesa a nadie, pero a mí sí porque si tengo que ser sincero, todavía me duele que no esté, no se me pasa. Si alguien llegó hasta acá leyendo, ante todo mil disculpas, pero bueno, cada cual en la suya y con los nudos que pueda. Estaba bien Luis, en el sueño. Verlo bien y sentir esa complicidad me dolió. No es tan extraño, porque aunque pocos lo dicen, estar bien también hace doler, por eso debemos acabar con el discurso perverso de la felicidad. Estar mal hace doler, y estar bien y percibir el modo más calmo de ver bien a la gente también hace doler. Todo hace doler y ese dolor se almacena, y va soltándose de a poco, racionado, según avanza la vida. Lo que está claro es que la muerte no duele. Eso está claro. Aquí reside la necesidad tan profunda de mantenerse vivo, para poder sentir las múltiples formas del dolor (¿sino quién?). 


Punto aparte. Debo decir que antes de la noche que pasó, creo que el jueves o el viernes, recibí un correo electrónico que también me partió al medio. No me hizo sentir dolor pero me emocionó, lo que en realidad quiere decir que sí me hizo sentir dolor. Tito, mi gran amigo de la infancia (nos conocimos a los 12 o 13 años, en las “jornadas de integración” previas al comienzo del secundario; un profesor, una tarde, responsable de un robo llamado materia que se denominaba “Tecnología del mundo contemporáneo”, TMC para nosotros, nos pidió que reprodujéramos un “lavarropas humano”, “fabricado con nuestros propios cuerpos y movimientos”; Tito, sin hablarle, lo mandó a cagar con la mirada. Ahí supe que íbamos a ser amigos, pese a que era fanático de River), me escribió un correo para decir que el post Zielinski dijo tal y tal y la posterior respuesta de mi papá le habían gustado. Podría contárselos pero mejor lo pego acá. 

Me gustó Zielinski dijo tal y tal, desde el principio me lo imaginaba en la cancha del santa, me gustó un mail de tu viejo. 
No sé si se pueden hacer pedidos pero los hago igual, 
me gustaría que el Titi de ese sueño le patee un penal al arquero que soñaba que era tu viejo. 
No espero poder leerlo pronto… pero lo espero. 


PD: No te preocupes por las zapas, que el BETO ALONSO jugó un partido con unas flecha de lona y dicen que la descoció. 


Abrazo 


Tito

Y la verdad que a mí nunca me gustó mucho escribir por encargo pero con esto no puedo esquivarle al bulto. Recibir un mail del Tito, con esa lucidez arrolladora que siempre tuvo, y generando semejante idea, sólo puede terminar con ese texto en el que una persona que fui en un sueño le patee un penal a un arquero que mi viejo fue en sueños. Desde que recibí ese mail no dejo de pensar en cómo escribir eso, en cómo no fallarle. Así que: Tito, lo voy a hacer. Cuando esta situación se “normalice” lo voy a escribir con toda la carne y las palabras justas, como te gusta. Abrazo grande. Y así me despido también de esta vidriera ególatra. Si las cosas tienden a asociarse, ojalá pueda volver a soñar con Spinetta pero incluyéndolo a Walter Nelson y a Tito: casi una reunión cumbre. Mientras yo hablo con Walter de box, ellos pueden hablar de su River. Mientras hablo con Luis de música, Walter y Tito pueden hablar de fútbol; Tito explicándole por qué ya no mira partidos, porque odia el negocio obsceno de la actualidad, y Walter asintiendo, arreglándose el nudo de la corbata, desmereciendo el porvenir. Y entonces Luis increpándolos, diciendo que adelante está la posta, que nunca lo pasado puede superar a lo que viene. Y así. Hasta que tenga que ser.