Uno tiene el talento en la sangre, las habilidades exacerbadas, el toque más preciso del país, la pegada perfecta. Rompió todo en los primeros años y luego fue a Europa a hacer la historia de la sucesión de Maradona. Llegó al Barcelona y en poco tiempo lo volaron porque el técnico no lo quería de enganche, aun en su apogeo futbolístico. Cuando cambió el técnico jugó una temporada e hizo tres goles. De ahí bajó un escalón: En el Villareal fue récord de asistencias pero lo volaron lo mismo porque llegó un punto que nadie lo quería, ni el técnico ni los jugadores. Presenciaba a un costado las charlas técnicas pero no las escuchaba, porque justo en esos momentos escuchaba música, con los auriculares puestos. Exigía que en el estacionamiento del club nadie pusiera un auto pegado al suyo: el tipo tenía que estacionar tranquilo, con un hueco vacío a cada lado. Quisieron llevarlo al Atlético de Madrid, pero lo rechazaron por su manera de ser. Jugó un Mundial en 2006, lo hizo muy bien, le pegaron mucho, aunque se habló de su debilidad física. Después intentó cargarse a la selección en el lomo y se hizo el ofendido: primero dijo que no iba a jugar más porque su madre sufría, después se enojó con Messi porque supuestamente cagaba más alto de lo que le daba el orto, y después se peleó con el entrenador. Renunció a la camiseta para siempre, como renunció a hablarle a Cáceres, el zaguero que jugó con él en Boca, y a Caranta, que lo bardeó por hacerse el distinto, como ayer también renunció al festejo que él mismo propició con una asistencia. No quiso saludar al otro, el que sigue ahora.
El otro, éste, no nació con ninguna habilidad expresa; no mueve muy bien las piernas, es alto y bastante torpe de abajo, le decían el loquito en sus primeros años de carrera porque se teñía el pelo, se vestía de mujer y se cagaba en todos. Explotó como un delantero fuerte y cabeceador en Estudiantes, limitado pero efectivo. Después fue a Boca y comenzó a romper todo lo que tenía a mano. Se convirtió en el nueve de referencia después de haber pasado por allí Gabriel Batistuta, que no encontraba heredero. Hizo 20 goles en un torneo, es decir, más de un gol por partido (los otros entraban a la cancha sabiendo que la bestia iba a meter uno, por lo menos). Fue goleador indiscutido con esas piernas cañaverales, lentas, torpes, y se fue a Europa a cumplir el sueño, al mismo equipo que el otro: el submarino amarillo, Villareal. Tuvo un arranque tibio y cuando estaba empezando a calentar la garganta, se le cayó una pared (sí, una pared) encima de las piernas, luego de un festejo, y le quebró tibia y peroné. Afuera. Después lo vendieron al Betis, pero no agarraba viaje por la lesión, y después a la segunda división (claro, a diferencia del otro, jugó en la B, tanto con Estudiantes en Argentina como con el Alavés en España). Allí pudo empezar a volar de nuevo. Se fue del Alavés para volver a Boca, y les agradeció a los españoles porque le permitieron volver a jugar sostenidamente al fútbol. En Boca siguió haciendo goles. Hizo goles. Más goles. Volvió a ser campeón, y se le volvió a pudrir la cosa. Se rompió los ligamentos de una rodilla en Santa Fe, contra Colón, y se la bancó en la cancha: tanto que hizo un gol con la rodilla rota, y lo festejó rengueando. Afuera de nuevo. Se recuperó, entró por primera vez contra River y le metió el tercero de una noche brillante, y después hizo goles de penal resbalándose, hizo goles en infracción evidente porque se colgó del travesaño para cabecear (como un pivot que la vuelca); hizo goles desde el córner, al ángulo, buscando eso; hizo goles desde la mitad de la cancha al ángulo, hizo un gol de cabeza desde 40 metros, aprovechando la fuerza que traía la pelota tras un saque de arco. Es decir: el arquero le metió una volea rumbo a la mitad de la cancha y antes de que pudiera dar vuelta la cabeza, ya tenía la pelota adentro del arco, porque el muchacho alto y rubio le metió una murra de cabeza, en una fracción de segundo, y se la mandó a guardar. La suma de los años hizo que empezaran a tomarse muy en serio la cantidad de goles que fue haciendo. Cuando llegó el momento de contarlos de verdad, se dieron cuenta que estaba muy cerca de Francisco Varallo, el que hasta hace poco se distinguía como el máximo artillero xeneize en el profesionalismo. Este otro superó su marca: 183 goles. Y lo nominaron como el máximo goleador en la historia de Boca. Hasta que alguien dijo que no, que Roberto Cherro, otro delantero de los primeros años del profesionalismo, al igual que Varallo (esos años en que los equipos se paraban con un 2-3-5, es decir, con cinco delanteros y dos defensores; esos años de profesionalismo mentiroso, porque no existía la preparación física y los jugadores iban a entrenar después de haber hecho una losa; esos años en los que se recontra cagaban a goles, y ganaban 6 a 3 y perdían 5 a 4 todos los domingos) tenía como 218 goles entre los que hizo como profesional y como amateur, antes de 1931. Entonces a este otro le dijeron que todavía le faltaba un poco para hacer verdadera historia. Y ayer el tipo se encargó de terminar con ese asuntito, metió dos y llegó a los 220 goles en Boca, la cifra más grande que un delantero haya anotado. Con un detalle. Este muchacho lo hizo en los años del antifútbol, cuando los equipos llegan a pararse con 5 o 6 defensores, dependiendo del momento del partido. Y lo hizo a los 36 años en el contexto de un deporte superprofesionalizado desde lo atlético, cuando otros chicos deben recibirse de velocistas antes de debutar en primera. En total, este hombre hizo más de 280 goles. Y como el otro, en sus momentos lindos también había tenido la chance de jugar en la selección: venía bien, haciendo goles poco ortodoxos, por su condición técnica molesta, esa que ya mencioné, hasta que en una Copa América se empernó con la idea de hacer un gol de penal y volvió a hacer historia, errando tres penales en un mismo partido (que además Argentina perdió 3 a 0). Después de eso, lo enterraron para siempre (yo mismo lo decía). Hasta que Maradona, en las últimas, lo volvió a llamar para que esa especie de semi-dios gigante del gol hiciera algo por el peor seleccionado de fútbol de los últimos 30 años. Y este otro entró en el partido con Perú, cuando la lluvia nos tapaba, y metió el gol decisivo. Le permitió a la Argentina llegar al último partido de las Eliminatorias con alguna chance. Este muchacho le permitió a Maradona tirarse de panza al césped para festejar algo que ni siquiera le imcumbía, por su inacción.
Ayer pudo quebrar el récord gracias a una asistencia del otro, el muchacho que dice siempre lo mismo a los micrófonos, el de los auriculares en la charla técnica, ese animal de la técnica. Y cuando hizo el gol, después de ese currículum que acabo de sintetizar, lo fue a buscar para agradecerle, para abrazarlo, aunque afuera de la cancha ni se hablen. Y el otro muchachito se fue a festejar a otro lado.
Es la diferencia. Este grandote, el último, cada vez que hace un gol se besa un tatoo en el antebrazo: el de su beba muerta, una chiquita que se le murió a los siete meses de haber nacido. Y va a ir al Mundial a los 36 años, con esa rabia acumulada que demuestra tener en la foto de acá arriba. Esa rabia que lo empuja a hacer el próximo gol, siempre el anteúltimo porque hay uno flotando en el aire, siempre.
El otro, éste, no nació con ninguna habilidad expresa; no mueve muy bien las piernas, es alto y bastante torpe de abajo, le decían el loquito en sus primeros años de carrera porque se teñía el pelo, se vestía de mujer y se cagaba en todos. Explotó como un delantero fuerte y cabeceador en Estudiantes, limitado pero efectivo. Después fue a Boca y comenzó a romper todo lo que tenía a mano. Se convirtió en el nueve de referencia después de haber pasado por allí Gabriel Batistuta, que no encontraba heredero. Hizo 20 goles en un torneo, es decir, más de un gol por partido (los otros entraban a la cancha sabiendo que la bestia iba a meter uno, por lo menos). Fue goleador indiscutido con esas piernas cañaverales, lentas, torpes, y se fue a Europa a cumplir el sueño, al mismo equipo que el otro: el submarino amarillo, Villareal. Tuvo un arranque tibio y cuando estaba empezando a calentar la garganta, se le cayó una pared (sí, una pared) encima de las piernas, luego de un festejo, y le quebró tibia y peroné. Afuera. Después lo vendieron al Betis, pero no agarraba viaje por la lesión, y después a la segunda división (claro, a diferencia del otro, jugó en la B, tanto con Estudiantes en Argentina como con el Alavés en España). Allí pudo empezar a volar de nuevo. Se fue del Alavés para volver a Boca, y les agradeció a los españoles porque le permitieron volver a jugar sostenidamente al fútbol. En Boca siguió haciendo goles. Hizo goles. Más goles. Volvió a ser campeón, y se le volvió a pudrir la cosa. Se rompió los ligamentos de una rodilla en Santa Fe, contra Colón, y se la bancó en la cancha: tanto que hizo un gol con la rodilla rota, y lo festejó rengueando. Afuera de nuevo. Se recuperó, entró por primera vez contra River y le metió el tercero de una noche brillante, y después hizo goles de penal resbalándose, hizo goles en infracción evidente porque se colgó del travesaño para cabecear (como un pivot que la vuelca); hizo goles desde el córner, al ángulo, buscando eso; hizo goles desde la mitad de la cancha al ángulo, hizo un gol de cabeza desde 40 metros, aprovechando la fuerza que traía la pelota tras un saque de arco. Es decir: el arquero le metió una volea rumbo a la mitad de la cancha y antes de que pudiera dar vuelta la cabeza, ya tenía la pelota adentro del arco, porque el muchacho alto y rubio le metió una murra de cabeza, en una fracción de segundo, y se la mandó a guardar. La suma de los años hizo que empezaran a tomarse muy en serio la cantidad de goles que fue haciendo. Cuando llegó el momento de contarlos de verdad, se dieron cuenta que estaba muy cerca de Francisco Varallo, el que hasta hace poco se distinguía como el máximo artillero xeneize en el profesionalismo. Este otro superó su marca: 183 goles. Y lo nominaron como el máximo goleador en la historia de Boca. Hasta que alguien dijo que no, que Roberto Cherro, otro delantero de los primeros años del profesionalismo, al igual que Varallo (esos años en que los equipos se paraban con un 2-3-5, es decir, con cinco delanteros y dos defensores; esos años de profesionalismo mentiroso, porque no existía la preparación física y los jugadores iban a entrenar después de haber hecho una losa; esos años en los que se recontra cagaban a goles, y ganaban 6 a 3 y perdían 5 a 4 todos los domingos) tenía como 218 goles entre los que hizo como profesional y como amateur, antes de 1931. Entonces a este otro le dijeron que todavía le faltaba un poco para hacer verdadera historia. Y ayer el tipo se encargó de terminar con ese asuntito, metió dos y llegó a los 220 goles en Boca, la cifra más grande que un delantero haya anotado. Con un detalle. Este muchacho lo hizo en los años del antifútbol, cuando los equipos llegan a pararse con 5 o 6 defensores, dependiendo del momento del partido. Y lo hizo a los 36 años en el contexto de un deporte superprofesionalizado desde lo atlético, cuando otros chicos deben recibirse de velocistas antes de debutar en primera. En total, este hombre hizo más de 280 goles. Y como el otro, en sus momentos lindos también había tenido la chance de jugar en la selección: venía bien, haciendo goles poco ortodoxos, por su condición técnica molesta, esa que ya mencioné, hasta que en una Copa América se empernó con la idea de hacer un gol de penal y volvió a hacer historia, errando tres penales en un mismo partido (que además Argentina perdió 3 a 0). Después de eso, lo enterraron para siempre (yo mismo lo decía). Hasta que Maradona, en las últimas, lo volvió a llamar para que esa especie de semi-dios gigante del gol hiciera algo por el peor seleccionado de fútbol de los últimos 30 años. Y este otro entró en el partido con Perú, cuando la lluvia nos tapaba, y metió el gol decisivo. Le permitió a la Argentina llegar al último partido de las Eliminatorias con alguna chance. Este muchacho le permitió a Maradona tirarse de panza al césped para festejar algo que ni siquiera le imcumbía, por su inacción.
Ayer pudo quebrar el récord gracias a una asistencia del otro, el muchacho que dice siempre lo mismo a los micrófonos, el de los auriculares en la charla técnica, ese animal de la técnica. Y cuando hizo el gol, después de ese currículum que acabo de sintetizar, lo fue a buscar para agradecerle, para abrazarlo, aunque afuera de la cancha ni se hablen. Y el otro muchachito se fue a festejar a otro lado.
Es la diferencia. Este grandote, el último, cada vez que hace un gol se besa un tatoo en el antebrazo: el de su beba muerta, una chiquita que se le murió a los siete meses de haber nacido. Y va a ir al Mundial a los 36 años, con esa rabia acumulada que demuestra tener en la foto de acá arriba. Esa rabia que lo empuja a hacer el próximo gol, siempre el anteúltimo porque hay uno flotando en el aire, siempre.
5 comentarios:
Pienso, viendo la foto, y leyendo el texto: lo de Riquelme roza la soberbia del que quiere encontrar la soledad o destrozar lo que ama. Ahora salen los pañitos al sol en el club. Pienso. Una vez Maradona se dio un pico con Caniggia. Y no podía ganar el campeonato un equipo como Banfield. Por no decir Godoy Cruz. Y River no se iba al descenso. No sé qué significa. eso, además de que parece marcar algo diferente.
Tan diferente como parecen estos dos en esa foto. El aguafiestas y el piñata (aunque en las caras de los dos esté la misma soberbia, que me recuerda a Maragrondona).
Primero, que interminablemente hermoso es hablar de fútbol, aunque no sé si esto es fútbol estrictamente. Segundo, nos podríamos juntar. Tercero, yendo al tema, Riquelme habló: Siempre dijo que, dar un pase gol era más importante que hacer un gol para él, por eso lo festeja más. Lo cierto, dijo también, es que días antes la barra los había ido a apretar, y Riquelme, ese tipo que no tranza, por eso el negocio del periodismo habla todo el tiempo mal de él, le da la espalda, porque es un negro cabeza en medio de un futbol como bien dice pastor, superprofesionalizado, y decía, dijo que, en base al "apriete" hay cosas que no tolera, que lo sobrepasan y no pensaba festejar el gol de cara a la popular y fue a la platea a hacer cantar a la gente. Después, en el vestuario, cosa que el titán no dijo, lo saludó y lo felicitó por el record. Otros datos: En una final contra Guadalajara Palermo, dicho por Delgado y Benítez (técnico en ese momento), quiso armar el equipo y los que quedaron en el banco se complotaron con él para insultar al técnico y tirar toda la bosta en el vestuario que repercutió en el estado de ánimo del equipo antes de salir a la cancha. Como también le quiso sugerir el equipo ¡a Bianchi! que eligió al Chelo ante la final contra el Madrid en lugar de Guillermo. Así es el "ambiente" del fútbol. El último dato es que Macri, ese nazi que no sabe nada de política, dijo que Román era un mal ejemplo para los chicos de las inferiores, será por qué no ha dejado de ser el negro cabeza que no se ha "civilizado" y molesta tanto para el negocio. Se estigmatiza mucho a Riquelme, pero la cosa da para largo.
Dejando este comentario que se me pasó de largo, insisto, a ver si nos juntamos. Abrazo papá!
Barnes querido, ya nos vamos a juntar a empinar un porrón, cómo que no; y toda esa data es grosa eh? más vale que es complejo el asunto y que el fútbol, superprofesionalizado o no, es un lugar bastante de mierda; capaz que más choto que el box, ése que tanto te gusta y a mí también. Pero pienso esto: imaginemos que todas ese asunto del apriete sea verdad... igual, la actitud de Riquelme, se lo quiera ver como un negro cabeza o no, es una mierda. Y justamente por lo que él pregona: por cómo usa los códigos.
Riquelmente (como todo jugador exquisito, de toque) sabe perfectamente que las asistencias tiene tanto o más valor que un gol, muchas veces. Primero, por el valor de ese lugar en la cancha, un espacio de prestigio; segundo, porque ese prestigio se alimenta de la asistencia. La asistencia es una cesión, permitirle al otro (el soldado que sale en la tapa del diario) que acceda a su alimento (el gol). Por eso, me juego la cabeza, Riquelme disfruta tanto de las asistencias, más de los goles: porque mientras la siga poniendo ahí, lo van a seguir necesitando.
En el gol 219 de Palermo, Riquelme jugó a ser perverso, como tantas otras veces en las que se sostiene de los códigos. Podría haber definido él, pero tocó a la derecha y cuando la pelota entró, se escapó a gritarlo solo. Desde los códigos del fútbol,, incluso, eso es muy perverso, porque en vez de rubricar la generosidad (el alimento de su prestigio adentro de la cancha), el tipo se fue a la mierda, haciendo del pase un favor a Palermo, que llevaba varios partidos sin poder romper el récord. Eso, para mí, es veneno. Palermo sintió el pase como un verdadero favor, y se le notó cuando antes de gritarlo en serio, lo fue a buscar al 10. Pero el otro, displicente, con el poder abajo del brazo de haberle permitido eso, se las picó. A ese código que se lo pierda en el orto, por lo menos para mí, obvio!
Y después sale el Chelo hablando de códigos... pero tenés razón, imaginate la cantidad de cosas que ni se saben de lo que pasa puertas adentro. Hasta leí que ayer o anteayer, Mouche fue a ver a los dirigentes con el celular de su mujer (Luli Fernandez), para demostrarles cómo Riquelme le estaba tirando vía mensajito de texto. Es decir, que se ahoguen en su propia mierda...
Pero Palermo... tan limitado... cómo me cerró el orto, cómo nos cerró el orto a todos. Para mí, guste o no, tiene los litros de voluntad que a Riquelmen ni le interesan.
Abrazoooo
Iba a decir que coincidía en todo con vos, y leo lo de Mati, con lo que también coincido y comienzo a pensar que no sé qué opinar. Entonces me acuerdo de un amigo que siempre dice lo mismo: "Palermo es un evento aleatorio. Por eso no tiene sentido racionalizarlo" Nada contra Riquelme(al contrario de este amigo, que lo llama "trsitelme") pero desde estudiantes estoy fanatizado con Palermo. Cuando discuto con defensores del "Tiki-tiki" extremistas-que no entienden qué hace palermo en la selección- pienso en mi amigo: Palermo es inexplicable, tiene todas las condiciones en contra y actúa por sobre ellas y por eso no es previsible; es aleatorio, y su única defensa es el gol: los que hizo y-como decís- los que uno sabe que va a hacer. Y por eso tiene que estar en el mundial, porque en el marco de la superprofesionalización táctica del fútbol, Palermo es la variable suelta. La Voluntad...
220 pepas ya me parecen suficiente antídoto contra la venenosa tesis "Palermo caballo". Pero agrego otro: ¿se fijaron en cómo juega en equipo Palermo? ¿En cómo antes de darse vuelta y buscar el arco, el tipo está de espaldas, atento al juego, listo para devolver, triangular, arrastrar marcas y jugar magistralmente sin pelota?
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