El libro “Los Próceres” está dedicado a mi abuelo Rodolfo Arrufat. Él fue quien disfrutaba más del fútbol en mi familia cuando yo era chico, aun con los antecedentes de mi padre, ex arquero profesional: a él lo miré para aprender a asimilar la enfermedad de la pelota, y las formaciones, y los nombres, y las camisetas. Rodolfo era un tipo abatido, apagado, casi todo el tiempo, pero cuando hablaba de fútbol, o recordaba viejos equipos, se le llenaba el cuerpo de vida. Tenía un televisor marca Saba, de 29 pulgadas, en el living de su casa (un living apagado, abatido), que ya era un aparato viejo cuando lo conocí: carcasa de madera, pantalla inmensa y semejante a una mitad de pelota de fútbol vidriada. En esos años (fines de los ochenta), las pantallas de los televisores eran tan curvadas, tan convexas, que parecían una pelota saliendo de una caja. El televisor Saba exageraba esa sensación, por su enormidad. Ahí nos sentábamos los dos, a oscuras, para ver los partidos de los torneos de verano en Mar del Plata (lo visitábamos en vacaciones), y a veces algún partido del seleccionado argentino. Recuerdo con muchísima precisión dos partidos. Un superclásico que Boca le ganó holgadamente a River 2 a 0, en Mar del Plata, con un gol de Batistuta que infló la red mientras el referí, Juan Carlos Loustau, se cubría del bombazo dentro del arco, y un partido de la Copa América Chile 1991 en el que Argentina venció a Perú 3 a 2 con un gol de Diego Fernando Latorre (acabo de darme cuenta que Maradona le puso a su último hijo el nombre de Gambetita) y uno del ¡Turco Claudio Omar García! Esos dos partidos los vimos en el Saba 29 pulgadas, a oscuras. Y como siempre, porque era una ley, veíamos la transmisión por tele pero escuchábamos el relato por radio. Mi abuelo Rodolfo, ya desde esa época, no soportaba a los relatores de la tele; sobre todo al carnero macrocéfalo de Marcelo Araujo. Lo que yo no sabía en esos primeros años de vida era que su relator preferido terminó siendo mucho más detestable que Araujo: mi abuelo Rodolfo escuchaba a José María Muñoz.
Una de las cosas que hacía Rodolfo para mí, especialmente los sábados antes del almuerzo, era prepararme un vaso trago largo de granadina con soda. Y una de las cosas que yo hacía para él, especialmente los sábados después del almuerzo, cuando todos se iban a dormir la siesta y sólo quedaba el canto reprimido de sus canarios en el patio interno de la casa, era dibujarle futbolistas, en pequeñas hojas lisas, con una birome azul. Esa era mi forma de agradecerle su atención y sus ganas de hablar de fútbol conmigo. Todavía tengo la sensación certera, y orgullosa, de mi mejor dibujo en esas tardes mudas de sábado. Mi mejor desempeño fue un retrato a cuerpo entero de César Orlando Labarre, un arquero sobrio (olvidable) y prolijo que atajó algún tiempo en el club de sus amores. Todo esto que acabo de escribir, entonces, es para llegar a ese destino. El club de mi abuelo, que justo en este momento goza de un presente histórico. Mi abuelo Rodolfo era hincha fanático de San Lorenzo. Un club que nunca me gustó. Nunca. Él me contó el origen de su sentimiento: su padre lo había hecho de San Lorenzo porque tenía los mismos colores que el Barcelona de España, club del que mi visabuelo (parece) era hincha.
Recuerdo muy bien la alegría de Rodolfo cuando vio el dibujo de César Labarre. Lo guardó entre sus papeles, con su meticulosidad habitual. En este preciso momento, San Lorenzo está jugando por primera vez en su historia la final de la Copa Libertadores de América. Rodolfo murió en el año 1999. Hoy estaría nervioso, serio y enfermo, como siempre, pero con toda la vida adentro, vibrándole en su pequeño cuerpo. Por todo esto, por la gratitud y el cariño hacia lo que fue, y porque aún lo extraño, hoy voy a alentar a estos cuervos horribles y agrandados. Frente a mi televisor de pantalla inexorablemente plana. Para informarle las novedades. Y para estar un poco con él.