27.4.06
POR QUÉ UNA OVEJA
Lo risueño de comenzar en otoño
Cuenta la historia que, en una tarde cálida de principios de otoño, dos enormes dinosaurias -hasta ese momento desconocidas por la población local- se hicieron presentes en un oculto balneario del lago Espejo Chico para disfrutar de último calorcito que podía ofrecer el sol, antes del invierno. El sitio, que hoy se encuentra abarrotado de confiterías y canoas para alquilar, estaba en ese momento virgen de turistas. Sólo los testigos que luego refirieron los detalles –una señora gorda de profesión desconocida y un hombre un tanto menos gordo, de profesión esposo de señora gorda- estaban ocultos detrás de un tronco, con gaseosas y algunas galletas de grasa.
Una de las dinosaurias, la mayor, fue directamente a mojar las patas en el agua. Bufaba de calor. La otra se detuvo sin previo aviso en la orilla y permaneció quieta, pensativa. También bufaba de calor. Cuando la mayor comenzó a sumergirse, la otra comenzó a poner cara de triste.
La primera dinosauria sintió el frío del agua centímetros debajo del ombligo, e hizo un gesto estúpido. La segunda dinosauria se miró la entrepierna y cayó rendida sobre el pedregullo de la costa, resignada.
“¿Por qué no te bañas?”, le preguntó la mayor.
“No importa”, contestó la otra.
“Cómo que no importa, dime”, insistió la mayor.
“Es que estoy indispuesta”, confesó la otra.
“Entonces haz como yo” dijo, por último, la dinosauria.
Habitantes patagónicos de la zona de los lagos han desparramado durante décadas esta anécdota, que llamativamente ha llegado a mis oídos a través de un mendocino.
Cuenta la historia que, en una tarde cálida de principios de otoño, dos enormes dinosaurias -hasta ese momento desconocidas por la población local- se hicieron presentes en un oculto balneario del lago Espejo Chico para disfrutar de último calorcito que podía ofrecer el sol, antes del invierno. El sitio, que hoy se encuentra abarrotado de confiterías y canoas para alquilar, estaba en ese momento virgen de turistas. Sólo los testigos que luego refirieron los detalles –una señora gorda de profesión desconocida y un hombre un tanto menos gordo, de profesión esposo de señora gorda- estaban ocultos detrás de un tronco, con gaseosas y algunas galletas de grasa.
Una de las dinosaurias, la mayor, fue directamente a mojar las patas en el agua. Bufaba de calor. La otra se detuvo sin previo aviso en la orilla y permaneció quieta, pensativa. También bufaba de calor. Cuando la mayor comenzó a sumergirse, la otra comenzó a poner cara de triste.
La primera dinosauria sintió el frío del agua centímetros debajo del ombligo, e hizo un gesto estúpido. La segunda dinosauria se miró la entrepierna y cayó rendida sobre el pedregullo de la costa, resignada.
“¿Por qué no te bañas?”, le preguntó la mayor.
“No importa”, contestó la otra.
“Cómo que no importa, dime”, insistió la mayor.
“Es que estoy indispuesta”, confesó la otra.
“Entonces haz como yo” dijo, por último, la dinosauria.
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