Los ojos de las personas mayores me generan sospechas. No es que tenga desconfianza por cómo pueda afectarme la mirada de un anciano, ni que sienta miedo de sufrir algún hechizo maldito por el solo hecho de encontrarme demasiado joven frente a ellos, sino que sospecho del brillo que cargan, de ese fulgor templado que los inunda por dentro y que a su vez contagia a cada persona que esté cerca, quitándole un poco de vida por un instante, actualizando en un lento parpadeo la finitud de las cosas. Hasta hace un tiempo pensaba que el momento más grave de la mirada de un anciano se distingue cuando alguno de ellos demuestra alegría: todos podemos ver la muerte en los ojos de los viejos cuando se les recibe un nieto, o reviven cierta infancia ajena en un video, o cuando asisten al casamiento o bautismo de un familiar. La alegría mezclada con emoción les impregna en las pupilas un brillo inmediato y letal, fruto de un tiempo indeterminado que tritura la materia, la respiración, el temblor de la voz. Un velo que los sorprende sonriendo y con las manos vacías; la combinación abismal que surge de un presente agotado y el propio abandono.
Pero ahora pienso otra cosa. Ahora conozco el momento exacto en el que la muerte se desparrama como un perfume entre viejos y jóvenes. Una revancha involuntaria que los vuelve tan frágiles como siniestros, a la hora de recibir ayuda, en el reflejo del tumulto.
Hablo del momento en que un anciano se cae. Horas atrás, mientras esperaba el cambio de semáforo en una esquina, se desplomó frente a mí una señora que no pudo escalar bien el cordón de la vereda, y que terminó golpeando el borde de cemento con la punta de su zapato para terminar de cara contra el suelo, sin siquiera lograr un poco de amortiguación con los brazos. Me acerqué para auxiliarla junto a otras dos personas, tratando de disimular un poco la risa (nadie puede negar que un tropiezo en la calle hace reír a cualquiera, como tampoco se puede negar que la mayoría de los que alimentan el ridículo son personas mayores), y me encontré de frente con la marca turbia de la muerte: el sello oculto en unos ojos desorbitados que no entendían lo que había pasado; una señora que no lograba comprender cómo había llegado hasta ese lugar, en ese estado, ni quién había tomado la decisión de disolver su equilibrio y precipitar ese sueño negro.
Intenté hacerla reaccionar con un pequeño sacudón de hombros pero no hubo caso. Esa mujer me miró como se mira a la oscuridad, y sin darse cuenta me obligó a reproducir la silueta del espejo en el que pudo advertir, por un segundo, su propia muerte. Los otros, alrededor, la peinaban y le preguntaban si estaba bien, si sentía algún dolor, si necesitaba hacer una llamada telefónica. Pero a ella no le salía otra cosa que mirarme. La frente. Los labios. Por último los ojos.
El tumulto terminó por disolverse y la mujer caminó despacio un par de cuadras hacia el sur, hasta que se mezcló entre la gente y la perdí de vista. Nunca voy a saber cuánto tiempo le habrá llevado desprenderse de mi imagen, de ese papel que me obligó a cumplir. No voy a saber si pudo hacerlo. Pero ahora me pregunto cuántas formas existen de controlar el fin de uno mismo a través de otro: cómo sacarle el jugo a la vida ajena, sin autorización, para luego rozarle la espalda a la muerte. Eso es lo que yo me pregunto ahora. Cómo evitar ese intercambio, el desenlace. Cómo puedo hacer para no ayudar nunca más a nadie.
2 comentarios:
Nada. La fatalidad te madrugó en los ojos de la vieja. Estás fregado.
En todo caso podés tomarlo como comulgar con la muerte.
Y el texto es fantástico. Soy tu amigo pero no chupamedias.
Gracias Chimango. Esto puede ir a la lectura. Tengo a la vieja, podemos actuarlo.
Publicar un comentario