Les dije entonces que estoy por defender mi tesis. Faltan, entre pitos y flautas, unos quince o veinte días. Preparar la defensa, en un estado particular de mí, en este momento particular de todo, es llamativo: uno de los puntos que tendremos que destacar (la tesis no la hice solo) se refiere a los sujetos enunciadores, y a la referenciación de una realidad particular desde el sujeto mismo que la enuncia. Algo así como describir un estado de cosas desde el tamiz de lo propio y cotidiano. Es interesante. Desde los papeles,
Pero la “experiencia”.
Pero el pasado y su repaso, que siempre sirve a un presente, y que astilla algún futuro.
A quince días de recibirme recuerdo que para llegar a esta provincia me prestaron un departamento. Me lo prestó mi suegro, porque yo no quería separarme de su hija, y ella tampoco de mí. Mi viejo no tenía laburo y me alcanzaban unos fantásticos 75, 80 pesos para comer durante todo un mes, quiero decir, me alcanzaba para comer dos veces por día, como un duque. Me acuerdo del milagro oportunista de tener a mi vieja empleada por una dependencia nacional, y de tener, en consecuencia, la posibilidad de cambiar los pesos que ella me daba por lecores, que cotizaban un diez por ciento menos.
88 pesos para comer.
Fideos con aceite y carne picada, exquisitos. Aprendí que las pastas sin una base de tomate o crema siguen siendo un menú impecable, hasta más liviano. Polenta con puré de tomates y un toquecito de queso blando, en aquella época; arroz con atún desmenuzado, y luego a lavarse los dientes, y los dedos, debajo de las uñas. Galletitas surtidas, con un té o un mate cocido, solo en aquel departamento de mi suegro, mientras mi novia de entonces, lentamente, muy lentamente, me dejaba. El inolvidable momento de comerme una mini Melba y después echarme un trago de té a la boca y mezclar todo, mirando el piso gris del departamento, con el frío de las paredes porque no tenía gas natural y menos calefactor, aún viviendo a cincuenta metros de
Un tiempo me quedé sin heladera: se me complicó el presupuesto. Luchaba contra la guita y contra la descomposición: como hacen los viejos ahora y desde siempre. En otro tiempo mi gran amigo Santiago me invitaba a comer asado, los domingos a la noche, gracias al horno chileno que tenía en el balcón de su departamento, y que se alimentaba a gas. Una noche de domingo, todos en el balcón, nos percatamos de que no quedaba garrafa para asar. La carne ya estaba salada. “Acompañame, Santi”, le dije, y los dos fuimos hasta mi cueva, alzamos la garrafa, la conectamos al horno chileno, cocinamos.
Trabajé de noche, pintando el depósito de un Wal Mart en barrio Talleres. Pinté durante un mes, cada noche, el depósito con pintura asfáltica. Pintura blanca y amarilla que exige un proceso previo con ácido muriático, para limpiar bien el piso, y recién después se la puede colocar; una pintura que generalmente se importa de Italia, estoy hablando de la que es buena en serio, y que es reflectante: todos la vimos en la calle, cuando las luces de los autos pegan contra la senda peatonal, o contra los cordones recién pintados, allí donde no se puede estacionar. Pinté con eso, durante un mes. Con una máscara en la cara: pintaba con una máscara idéntica a la que usan los militares en los desastres químicos de las películas hollywoodenses, un plástico tapa-narices y dos cilindros oblicuos que permiten respirar pero no aspirar inmundicias. Pintaba con un albañil de un metro sesenta, baterista de una banda heavy, sin una oreja. Una noche, mientras comíamos algo en el comedor de los empleados del Wal Mart, mirando un cartel amarillo que decía “Si usted está a menos de
La noche siguiente me quiso pegar, durante las seis horas de trabajo.
Volvía a mi casa a eso de las ocho de la mañana, en un yemis, entraba al departamento prestado, tocaba la taza que siempre quedaba con un culito de té sobre la mesa, y la encontraba tibia. Eso quería decir que mi novia se había ido a la facultad sólo unos minutos antes de que yo llegara. Cuando nos peleábamos, y yo volvía, y sentía la taza tibia, salía nuevamente a la calle, con la ropa sucia de pintura reflectante, y corría hasta la facultad de derecho: llegaba cuando las clases ya estaban en marcha, y la miraba a través de los vidrios (en la facultad de derecho, la mayor parte de las aulas están alineadas y vidriadas), y nos amigábamos con muecas. Después sí me iba a dormir. Y a la tarde me iba para