Han pasado ya varios fines de semana desde que fui por primera vez a Monte Buey, pero esto es algo que me debo y le debo a algunos amigos que viven allá, especialmente a Alejandro Boglione, hermano de mi, a su vez, hermano Sebita Boglione. Supongo que ellos tendrán un espacio propio en esta crónica pastoril sobre un sitio único de la pampa cordobesa, más adelante, en los próximos capítulos, por lo tanto aquí me limito a describir el viaje de ida y el pueblo, su naturaleza bífida, sus contradicciones, su… sí debo decirlo: sí, lo voy a decir con firmeza: su belleza, carajo, su belleza.
Enderezamos la nave y zarpamos en el golcito blanco de otro hermano, Giacomo, un viernes por la noche. Los tripulantes: Santiago T. al volante, dueño del auto, ingeniero civil y socio de un ingeniero civil coreano, al que cariñosamente aquí, en Córdoba, apodan “Miguel”, mil seiscientos ochenta milímetros de estatura, según él mismo, “nacido para mandar”; Sebastián B., 29 años, mil novecientos setenta milímetros de estatura, nueve de área, consumidor compulsivo de novedades, gigante sabio, de humor indestructible y de profesión productor audiovisual; José Luis C., porteñense, 26 años dentro de un mes, no pasa los mil setecientos cincuenta milímetros, cabello llamativamente enrulado, abdomen llamativamente abandonado, pero entero, productor audiovisual y cinéfilo, hombre de ideas permanentes; y quien les habla, un pastor cualquiera en la pradera del mal, mil setecientos sesenta es mi altura, nulas son mis creencias, yo iba en el asiento de atrás.
Nos chocó una tormenta furibunda, sobre la autopista que comunica Córdoba con Villa María. Al principio se opacó el cielo. Nos cagamos de risa del cielo. Luego, a medida que pasaban los kilómetros y los puentes que cruzan la autopista, donde se guarecían autos y camiones, con el suelo seco, es decir, allí donde los otros protegían sus vehículos porque sabían lo que estaba llegando, allí, entonces, en los puentes, nos cagamos de risa de los autos: cagones de mierda, les decíamos cuando pasaba el golcito, fugaz como un malvavisco fuera de sí, achatado en el asfalto como una falsa cupé importada. Pero (no lo crean: no siempre hay un pero) todo iba a empeorar, y lo sabíamos, y sucedió después de Oncativo. No cayó piedra, cayó solamente agua, pero cómo. Hay una anécdota que yo amo (me estoy llevando una mano al pecho, justo ahora, y pongo los ojos blancos) que cuenta lo que dijeron los buscadores de modelos que descubrieron a Kate Moss (supongo que todos saben de quién hablo: hermosa mujer, cara de “vivir es la segunda cosa que hago”, merquera insufrible, “ecuánime”, según Pancho Dotto). Los responsables de conseguir chicas la vieron desfilar en bikini (¿puede, un proyecto de modelo, desfilar por primera vez vestida?) y gritaron: ¡Empezás el lunes, linda! Pero la prensa la vio fea, flaca, y saltó la bronca: los medios dedicados a la moda le preguntaron a los hombres de agencia por qué tomaban una nena que era pura piel y huesos. Y ellos respondieron: “Es verdad, es pura piel y huesos. ¡Pero qué piel, y qué huesos!”. Perdónenme, en serio. Pero con esto quiero decir que pasando Oncativo cayó agua. Pero qué agua. Sé que es una contradicción lo que voy a decir, pero cayó horizontal: nos atacó como una bandada de insectos líquidos, no como una lluvia. El agua pegaba de frente en el parabrisas y otra fracción pasaba por debajo del auto, y salía (sin tocar la autopista) por la parte de atrás: uno, si la mira bien, puede seguir el recorrido de un agua en particular. Yo, que iba a atrás, vi un agua que venía de frente y rápido me asomé por la luneta; esa misma agua pasó por debajo del auto. Horizontal.
En Villa María no había luz. Cargamos gas en una Shell que sí tenía. Cambiamos de ruta. Seguimos viaje. Pasamos nombres de pueblos: no entramos a Ballesteros, creo que tampoco a Ramona; volvimos a cambiar de ruta y fuimos hacia el lado de Ordoñez. En Ordoñez hay un boliche. El frente del boliche es una réplica exacta (no exagero, ustedes dirán en esta seguidilla que estoy retardando, dentro de este paréntesis, ustedes me dirán si exagero al decir que el frente del boliche es una réplica exacta…) del Partenón. Exacta. Rocas en la parte inicial del terreno, frente a la ruta; columnas moldeadas, majestuosidad, fueguitos en las paredes. Pero no se llama Partenón, ni El Olimpo, ni Zeus, ni Afrodita, ni Delfos, ni Helena, ni Grecia. Se llama Matilda. Fuimos el sábado a bailar.
Después de Ordoñez llegó Idiazábal. Un pueblo de no más de mil habitantes. Tengo una sola cosa que decir de Idiazábal. En un silo que da a la ruta, creo que abandonado, se lee un graffiti-denuncia: “no al horno crematorio”. Después es todo soja, dinero, cilindros que no se oxidan (a primera vista). Después de Idiazábal viene Posse, pueblo del que no voy a hablar porque son todos, absolutamente todos putos (incluido Martín Demichelis, que es oriundo de allí y aunque se coge a Evangelina Anderson es puto, por algunas razones: tiene el pelo como Redondo, juega en el Bayern Munich, es de Posse), y después adivinen qué: Monte Buey.
Dije que en esta primera entrega me iba a limitar a las características que hacen de Monte Buey, Monte Buey. Mentira. Viene ahora.
3 comentarios:
El agua "caía" horizontalmente. Es cierto. Yo , el que iba al volante, me asusté por algunos varios segundos, pero mierda que valió la pena!!!
Especacular!!!!!!
muy bueno el escrito
Por simple curiosidad, no será Alejandro Boglione de Rosario?
me suena muchisimo..
un saludo
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