13.6.08

Quinta entrega: sobre cómo impacta la luz del día en las formas de Monte Buey

Monte Buey es un pueblo donde todo, como mínimo, sucede dos veces. Digo “como mínimo” porque pueden ser más de dos las repeticiones de un suceso, según intervengan o no los vecinos: el número “dos” funciona como piso por la naturaleza del pueblo, tal como figura en la tercera entrega. La partición de las vías reproduce los acontecimientos aunque a muchos no les guste; es verdad que no hay dos municipalidades (está en el lado del club San Martín), como también es verdad que las casas de las mujeres lindas y jóvenes de Monte Buey no aparecen repetidas en el mapa (las hay de los dos lados: las del lado Matienzo son copadas, comprensivas, un tanto egocéntricas; las chicas lindas del lado San Martín son lindas pero no entienden absolutamente nada de nada, tienen novios feos que serían rugbiers si en Monte Buey existiera el rugby, y, por sobre todas las cosas, se creen de diecisiete a diecinueve veces más lindas de lo que son). Pero así como las cosas materiales en Monte Buey, “están”, “son”, una sola vez, a pesar del hemisferio que los cruza, y así como los acontecimientos suceden, como mínimo, dos veces, por esa misma necesidad de distinguir un lado y el otro (lo mismo que hacen hombres y mujeres, en todo el planeta, con sus genitales), también los hechos pueden suceder muchas más veces, y así es como toman protagonismo los vecinos. Supongamos que algo pasa en el flanco Matienzo. Pero nada en el ambiente ni en la atmósfera monteboyense permite que, dentro de las dos horas de acontecido el hecho, la gente de San Martín se entere. Allí aparece la gente del costado involucrado: son los comentarios los que reproducen una y mil veces lo sucedido, hasta donde el “mercado” lo regule; así como alguna vez Adam Smith, sentado en su inodoro marca Traful (no el inodoro que nosotros usamos en estos años del mundo, como un embudo, sino un inodoro con escalón grande, con cascada, ese modelo que obligaba a estar atento a lo que uno “hacía”, para no exagerar con el volumen y, en consecuencia, para no mancharse la cola), pensó en transmitir su idea de los guantes mágicos que regulan la economía como se les canta (¡charán! coincidencia) el orto, sin que se meta nadie, y que así la economía iba a encontrar sus propios límites, así, de ese mismo modo, los comentarios sobre los hechos acontecidos en Monte Buey frenan cuando encuentran sus propios límites. Allí, entonces, las cosas suceden como mínimo dos veces. Por las vías o por los vecinos. O muchas más veces. Según lo regule el mercado.

Nos despertamos el sábado durmiendo todos juntos. Lo llamativo es que nadie tocó a nadie, a nadie le dolió la escarapela color tierra, y nadie se quejó de nada. Los dolores presentes al mediodía del sábado tenían que ver con el alcohol, o con el exceso de luz en la habitación. Despertamos en la parte alta de la oficina aseguradora, una extensión de la residencia Boglione. Dormimos frente a un anaquel completamente atestado de revistas El Gráfico, separado por años de publicación y propiedad de Alejandro, que se casó y no se llevó las revistas a su casa, lo que indica que la santa de su esposa (es una santa en serio) se paró arriba del freno con un objetivo entre ceja y ceja: “ni se te ocurra traer acá esa montaña de mugre que lo único que hace es juntar arañas”. Efectivamente, entonces, las revistas juntaron arañas, cuatro en este caso, arañitas nosotros (José, Santiago, Pastor) y tarántula sin pelos en el caso de Sebastián, todos durmiendo frente a las revistas. Frente a mí, insisto, que estudié fútbol desde niño, cientos y cientos de Gráficos. Frente a todos. Gráficos y arañas entusiasmadas, enloquecidas. Entonces usted, afamado lector, se preguntará qué hice con todo eso. Qué hicimos. Qué hicieron.

La respuesta es que yo no hice nada. No abrí ni un solo número, ni un ejemplar, nada. Más de la mitad de las tapas que alcancé a ver, alguna vez las había tenido en mi poder: habían sido mías. Yo mismo coleccionaba El Gráfico, cuando chico: una vez hubo paro de aviones (la revista salía en Buenos Aires los lunes de todas las semanas, y a Neuquén llegaba por avión en la mañana del miércoles) y la revista aterrizó recién el sábado, y el viernes previo este pastor que les habla se largó a llorar. Mi papá, ex futbolista, me preguntó por qué lloraba, y yo le dije que necesitaba El Gráfico porque ya era tarde y no sabía los detalles de lo que había pasado en la fecha, quería ver los puntajes, y encima se venía otra fecha en dos días y yo no tenía el material de la fecha pasada. Mi papá me miró. “Mañana vemos”, me dijo. Al otro día llegó la revista, Ramón Díaz en la tapa, River iba a salir campeón en forma holgada, y él mismo, mi papá, sacó los cuatro pesos que costaba, la compró, y me la dio. Y yo miré la tapa, absorto, en el medio de la esquina de Irigoyen y Roca, en Neuquén, como miré esa misma tapa, absorto, 17 años después, en la parte alta de la casa de los Boglione, un sábado al mediodía en Monte Buey, y no la abrí. No quise.

Corto acá porque, como ustedes podrán advertir, estos son los momentos en donde uno, de a poco, muy lentamente, con la sutileza y la tenacidad que transmite el arrastre cuerpo-a-tierra de un caracol, comienza a darse cuenta de esta enumeración: que cada día soy más y más pelotudo; que a la pelotudez no la regula ningún mercado, ningún guante: sencillamente no tiene límites; que lo pasado no va a volver a pasar, la puta madre que los recontra mil parió, ya no más; y, por último, que me estoy poniendo un poquito, un poquitito viejo.

Mamá Boglione preparó arroz con pollo y otro millar de bocados. Almorzamos. La tarde venía fuerte: visita guiada al club, visita a la confluencia del río donde la gente pesca, visita a Saladillo, un pueblo viejísimo en serio y con cosas hermosas para contar, picada en la casa de la familia L., y antes de la picada, y como último evento bajo la luz del día, visita a un puente. Un puente ferroviario, sin columnas en el medio, de hierro, que alguna vez fue el puente ferroviario de hierro sin columnas en el medio más largo de Sudamérica. Aunque ahora no lo es, y no sabemos por qué.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Ver para creer...

Grado Cero dijo...

Que hermoso los pueblos, las costumbres, las comidas, tuti.
En donde nací, Cosquín, hay puentes muy lindos, uno llamado carretero es precioso, y otro ferroviario muy lindo y peligroso de cruzar. Son lugares obligados para aventurarse cuando sos chico, a los pueblos no hay con qué darle, siempre me siento dichosa de haber nacido en uno, sobretodo por la época de la niñez. Si alguna vez podés visitá Cosquín, el pan de azúcar, los balnearios, las sierras cercanas y hermosas; quizá como ciudad deja mucho que desear pero como lugar con verde y rincones es maravilloso.
Saludos

Diego Vigna dijo...

Hola mujer de grado cero: he pasado muchas veces por Cosquín pero siempre por la ruta; estoy seguro de que tenés razón: lo mejor de Cosquín está a los costados. Siempre pensé eso. Y lo peor es la plaza Próspero Molina, no?
Salute