Hace unas semanas, en un colectivo –larga distancia– del lado de ventanilla, celebridades. Luis Alberto Spinetta me llevaba a jugar al golf en tierras neuquinas, vestido con su tradicional ambo de recital en vivo. Camisa aleopardada, pantalón angosto aleopardado, el flaco me conversaba entre tiro y tiro, estaba dulce como un beso, y jugaba relativamente bien. Llevaba el carro con los palos. Reía y levantaba la cabeza. Jugaba con lentes.
Un instante después Spinetta desapareció y dio lugar a una cama de una plaza, esqueleto de metal, en una habitación tan blanca que no se le veían las paredes. Una habitación que estaba enteramente moldeada por las novelas de la tele abierta, o por las películas cómicas de Hollywood: era exactamente igual a todas las habitaciones de las novelas donde alguien muere y sube al cielo y es recibido por Dios. Llámese Dios a Julián Weich, Alfredo Alcón o Morgan Freeman que, sin duda, por cómo tiene la cara, es lo más parecido a Dios que habita nuestro planeta tierra.
En la cama había dos personas, un hombre y una mujer. La mujer, platinada y bizca. El hombre, soberbio y vestido con bijouterie. Ella, Susana Giménez. Él, Cacho Castaña. El protagonista del sueño era quien les habla y, tal como me sucede en la vigilia, no sólo miraba la cama, sino que también controlaba cada pedazo de blanco, cada detalle inexistente de esa habitación. Hasta que miraba a Susana y a Cacho. En esos momentos, ellos sonreían y a mí se me bloqueaba el aire. Cuando los miraba no podía respirar, y era tan desesperante que ellos reían más, y luego más, y yo me ahogaba. Me desperté de un salto, el hombre que viajaba a mi lado dormía y tenía los brazos cruzados. Respiré hondo.
Antes de todo eso, en mi casa, también de madrugada, me encontré en una fiesta de alguien que, por supuesto, era conocido pero yo no reconocía. Conocer a alguien en un sueño y al mismo tiempo reconocerlo, creo que es de puto. A mí no me pasa, porque soy peronista, cacique y un estimado semental. Estaba entonces en una casa antigua, gente por todos los ambientes, música de lejos, y mi director de tesis, acodado en una barra pequeña, tomando un Contreau con limón. Mi director de tesis había pasado unos días en General Deheza, y en su teléfono había documentos de esa visita. Me lo mostró. Miré la pantalla de su celular y allí comenzó a rodar un pequeño video, donde se veía la pista del aeropuerto de General Deheza. Delante de la pista, a no más de cincuenta metros, había una casa inmensa, ladrillo visto, ventanas blancas y techo azul Francia. Una casa de country pero sin country.
Llegué a ver tres despegues. El primero fue un avión que parecía liviano ya en el carreteo, y que cuando se despegó del suelo giró inmediatamente hacia un costado y de ahí cagando para arriba. Como una rata voladora. O, para ser un poco más poético y original, como un gato volador. El segundo avión fue el más normalito de todos. Despegó con la potencia y la soltura de un avión tradicional. Pero el tercero no. El tercero fue, lejos, el más grosso de todos. Un loro rojo despegó del aeropuerto de General Deheza; un loro rojo que tenía el tamaño de un Boeing 747.
Sé que es al pedo aclararlo, pero el loro era claramente un avión. Tenía plumaje natural, aunque debajo de las plumas se notaban los detalles en metal, el caparazón que le permitía volar. Es decir, un avión-loro. Despegó en la pantalla del celular y se elevó con estilo y poderío de ave; dio unas vueltas allí mismo, apenas sobre la pista, y movió la cabeza para un lado, después para el otro, y epa: volvió a aterrizar. Genio. Creí que era un modelo nuevo, y que lo estaba probando.
El aterrizaje fue realmente impresionante. Desplegó unas patas inmensas de metal semejando a una araña en celo, y derrapó cientos de metros, y rompió todo: el asfalto de la pista, los pastos de las banquinas, la pulcritud del aire, el poco silencio que había en el lugar. Derrapó, derrapó, y naturalmente tuve que aparecer con el japonés en una estación de trenes, queriendo ver al loro por las ventanillas. Nos asomamos por un ventanal gigante de la estación de trenes y pudimos ver un despegue, pero resulta que era el más normal: el segundo. Faltaban unos minutos para que despegara el loro.
Quisimos ir a otro sector de ventanales pero allí, en esa parte de la estación que ya era el interior del tren, no había butacas –clase turista, tapizados bordó–, y por lo tanto pasaban autos en dirección contraria a la nuestra. Podían atropellarnos sin ningún tipo de problema.
El tren era larguísimo, pero larguísimo en serio, y estaba lleno de gente, y junto a nuestra fila de butacas pasaban los autos, que no hacían mucho ruido. Parecían autos muy nuevos, de esos modelos ABC1 que ahora vienen tan desarrollados en cuestiones de insonoridad y seguridad vial. Esperábamos el vuelo del loro, con el japonés, el plumaje ocupando las ventanas, y entonces, ahí sí, despegamos.
5 comentarios:
YO TE DIRIA QUE SE LO DES A UN PSICOLOGO. VA A SER MUY PRODUCTIVO
Me mandas un dibujo del loro rojo?
Me lo tatuo aterrizando!!!
abrazo
Nico
Una vez Martín Bastías me dijo que se soñó atendiendo el telefono en la casa de Spinetta y yo me pregunte cual era el límite del fanatismo ¿El servilismo onírico? Lo tuyo supera amplia y positivamente a Martín, l o tuyo va de igual a igual. O capaz que Martín, poeta surrealista de Roca, era un invitado tan usual en la casa del Flaco que podía llegar a la heladera y nadie le decía nada...
Tuve un sueño exactamente igual boludo!!!!
Ojalá que el flaco les rompa el culo a todos así se ponen a escribir cosas mas interesantes
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