9.2.09

Anton Polster

Alguna vez un escritor amigo de Córdoba supo escribir un cuento sobre el Mundial de Italia 1990, que versaba sobre la tan famosa promoción de las tapitas de gaseosas. Había que formar la frase MUNDIAL 90 con tapitas, y siempre una era difícil de conseguir. De hecho, como en todas las promociones difíciles y atrayentes del mundo de los negocios, el comentario común que en aquellos tiempos corría por los aires afirmaba algo así:
“Dicen que sólo hay dos letras N en todo el país…”
Lo que inmediatamente llevaba a calcular que esas letras tan buscadas (esas tapitas) iban a estar en alguna góndola de la provincia de Buenos Aires, por una razón lógica y demográfica. Entonces, la imaginación común que en aquellos tiempos imperaba se traducía en escenas como ésta:
“Imaginate que estás en un Coto de la Capital y agarrás una botella de Coca y es esa. Entre todas las cocas de ese estante, y entre todos los estantes de ese súper, y entre todos los súper del país”.
Pero yo quiero hablar, aquí, de otra cosa. Otra promoción que viví de cerca, aunque no como protagonista, pero que hoy quiero dejar salir a la luz, porque ya no lo soporto más. En aquellos años del Mundial de Italia, también, hubo un fenómeno que nos captó a todos como chicos y nos hizo perder el sueño entre búsquedas y negociaciones.
Estoy hablando del álbum oficial de figuritas del Mundial de Italia 90.
En aquellos años la familia, nosotros, vivíamos en una calle de tierra de la ciudad de Neuquén, la calle Julio Argentino Roca al mil y pico. Era una casa fea, o por lo menos que no transmitía calidez. En esa casa, quizás, hayamos pasado los peores momentos de nuestra vida en Neuquén. Allí nos entraron a robar y dejaron la puerta abierta, y allí durmió, como bien saben, un Peugeot 404 color mostanesa. La casa (el dúplex, en realidad) tenía un living comedor muy largo, un baño y la cocina en la planta baja; dos dormitorios bastante grandes y otro baño mejor en la planta alta; y luego otra escalera hacia un altillo, que oficiaba de tercer dormitorio, y era luminoso, y privado, y quizás el menos peor lugar de la casa. En esos años del Mundial Italia 90 yo tenía ocho años y mi hermano tenía once. Y fue en ese dúplex cuando mi hermano comenzó a sentir el deseo de la intimidad.
Un día se mudó al dormitorio de la segunda planta, es decir, al altillo. Luego vino la expectativa ferviente del Mundial, y los pósters en los almacenes y quioscos, y las publicidades que ofrecían televisores y autos como premios. Vino, también, de a poco, sonando, hasta explotar, lo único que aún persiste en nuestra memoria del Mundial 90: la canción oficial del Mundial Italia 90.
“No te me achiqué, sin que rel, contró; otoyelo, unastate, taliana”.
Y mi hermano, testigo único del comienzo de algo, decidió adquirir por su cuenta el álbum oficial de figuritas del Mundial Italia 90, y comenzó a experimentar el origen de la voluntad y la persistencia personal allí mismo, en el altillo. Consiguió el álbum y a los once años probó por primera vez el ejercicio de la constancia.
Sin embargo, hubo un problema muy grande. Nuestros papás no querían por nada del mundo que nosotros cayéramos en las garras del álbum de figuritas oficial. No sólo hacían comentarios dañinos aún sin saber que mi hermano ya tenía el álbum, y no sólo no iban a comprarnos ni un solo paquete de figuritas en el caso de pedirlo, sino que cuando se lo descubrieron, casi se arma un quilombo tremebundo en el oeste neuquino. Nuestros papás no subían al altillo más que para buscar alguna documentación allí guardada, y respetaban el espacio que mi hermano había sabido construir. Pero el álbum no.
Una tarde mi mamá y mi papá se sentaron en la mesa redonda de la cocina y lloraron juntos. Se tomaron de las manos, se persignaron, se acariciaron, se quitaron mutuamente las lágrimas, y decidieron algo que nosotros, por supuesto, no íbamos a conocer hasta un tiempo después. Después, en menos de 12 horas, todos los elementos de la casa capaces de oficiar como adhesivos o pegamentos o pegotes, llámese Voligomas, Plasticolas, Cintas Scotch, cintas de papel o cintas de embalar, desaparecieron. Todo desapareció. Puedo afirmar que mi hermano entró en un shock colérico y que yo traté de acompañarlo con silencios. El tipo había encontrado un modo de obtener dinero para comprar las figuritas, y por eso tenía en su altillo paquetes abiertos y sin abrir, pero el álbum continuaba virgen, esperando por las caras de todos los futbolistas del mundo reducido a 24 equipos. Mi hermano intentó, en los días subsiguientes del colegio, obtener pomos y pomos de Plasticola, pero mis viejos se encargaron de elucubrar un plan de inteligencia y censura tan eficaz que terminó por desbaratar todo intento por izquierda. Hacían rastrillajes en el living de casa, revisaban nuestras pertenencias, y hasta puedo decir que mi papá, una tarde, llegó a (en términos futbolísticos o afines) cachar a mi hermano, sus ropas, sus rinconcitos ocultos de once años, para quitarle cualquier pegamento que pudiera servir para darle vida al álbum.
Pero ellos no contaron con un detalle particular: la vida.
Y mi hermano hizo suyo ese detalle específico: el de capitalizar el paso del tiempo.
Quince o veinte días antes del comienzo del Mundial, mi hermano cambió su comportamiento. Se volvió un chico introvertido, callado, inteligente y sensible. Casi no hablaba conmigo, y menos con mis papás. Comía en silencio en la mesa redonda y luego subía corriendo las dos escaleras para refugiarse en su altillo. Papá y mamá se convencieron de que, al final, habíamos aprendido la lección. Y a mí me pasaron dos cosas importantes: la primera de ellas fue encontrar, entre un puñado de revistas, en la parte más oscura del altillo, al álbum de figuritas oficial del Mundial Italia 90 ya empezado, lleno a medias, con una textura extraña, cierta naturaleza ondular y ajada, pero con vida. La segunda cosa importante que me pasó fue la de descubrir, una noche, a mi hermano, en el altillo, masturbándose.
El tipo había descubierto que su semen seco, en contacto con el papel, podía ser tan poderoso como un pote recién abierto de Plasticola. Y su estrategia pasó a edificarse, a partir de ese momento que para mí fue revelador (con ocho años ya sabía atar cabos), con pajas y más pajas, y más pajas, y con un untado meticuloso del reverso de cada figurita, para lograr la adherencia necesaria y alcanzar el objetivo –verdaderamente casero– del llenado total.
Como el lector podrá colegir, a mi hermano le importaba muy poco el hecho de masturbarse tantas veces por día: por el contrario, lo disfrutaba como un pequeño demente, como todo muchacho que descubre, en la fricción, el secreto oculto de la felicidad y de la vida. Lo suyo era, por lo tanto, un complemento perfecto. Un encastre. Una maquinaria literalmente aceitada que no tenía otro límite que el impuesto por el número tope de las listas de integrantes de un seleccionado nacional: 23 jugadores por plantel, por 24 equipos participantes, más estadios y ciudades y escudos: algo así como un límite aproximado de 590 figuritas.
Más allá de que el proceso masturbatorio se había inaugurado en él bastante antes del Mundial (el techo de su altillo era de madera, el machimbre de un techo a dos aguas, y allí había clavado con chinches tres pósters con motivos militares, aviones y tanques, que debajo tenían otros tres pósters de minas en bolas), mi hermano se pajeó y se pajeó y se siguió pajeando y fue completando de a poco el álbum, y negoció en el colegio y compitió con otros por figuritas y avanzó con un grado de tenacidad y persistencia que nunca volvió a conseguir en lo que va de su vida. Hasta que finalmente, con el Mundial ya en marcha, le quedó sólo una figurita por pegar: la más difícil de todas.
La de Anton Toni Polster, goleador del seleccionado de Austria.
Polster tenía, como la gran mayoría de sus colegas, el pelo rebajado en el casco de la cabeza y una cubana enrulada, y rubia, que le caía por la nuca. Polster podría haber sido tranquilamente un nieto de Adolf Hitler: no por su parecido físico, sino por la extraña habilidad que ponía en práctica para convencer a sus compañeros de equipo de que todas las pelotas de todos los ataques debían pasar previamente por él. Nunca nadie supo por qué los organizadores de la promoción del álbum eligieron a Toni Polster como el Elegido; era un gran jugador, estaba contratado por un club europeo (goleador del Sevilla español), pero Austria no iba a tener chances de ser el seleccionado campeón del mundo, y ni siquiera le iba a pasar cerca. Pero a mi hermano le faltaba la cara y el pelo y la sonrisa de Anton Polster, y conocía a un solo chico de Neuquén que había llegado a su nivel, aunque a ese le faltaban dos figuritas en vez de una (Polster y Caniggia), y Austria ya había quedado afuera, y Argentina ya le había ganado por penales a Yugoslavia.
Los días siguientes fueron de una enorme expectativa, pero también de una sensación diametralmente opuesta. Ni yo ni él podíamos conseguir la última figurita del álbum: habíamos comprado decenas de paquetes en vano, y en el colegio no había posibilidad alguna de conseguir algo nuevo, y Argentina siguió avanzando porque sacó del evento al local, Italia, hasta que finalmente, entonces, de pronto, el día previo a la tan ansiada final con Alemania, yo estaba en la casa de un amiguito del colegio que vivía en barrio Sapere, y fuimos juntos (bajo el cuidado de su mamá) a comprar figuritas, y a él, en el tercer paquete que abrió, le tocó la figurita de Toni Polster.
En los primeros segundos de vista que recuerdo haber visto con mis propios ojos (ahora, aquí, mientras escribo, mis ojos de achinan), noté algo distinto, un orden ajeno, una combinación de colores lograda por la camiseta de Austria y una piel y un pelo extraño que me hizo temblar, y entonces lo vi. En las manos ajenas. A Polster. Sonriendo. Las cejas tranquilas. Los rasgos de un goleador nato al que le sacan una foto casi-carnet para integrar el álbum de figuritas oficial. Mi amigo lo miró y rápidamente metió a Toni debajo de las otras figuritas del paquete, y en realidad ninguna pareció sorprenderlo mucho, y entonces me dijo que volviéramos a su casa para poder pegarlas.
Yo me quedé quieto, y lo único que pude hacer fue mirar el paquete que tenía en mi mano, que había comprado: cerrado, nuevo.
“Pará”, le dije a mi amigo.
Y abrí mi paquete.
Venían seis figuritas.
La primera era de Manolo Sanchís, defensor gallego.
La segunda era de Van Breukelen, arquero titular de Holanda.
La tercera era de Ruud Gullit, también holandés pero volante.
La cuarta era de un jugador colombiano que no recuerdo.
La quinta era de Pierre Littbarsky, volante alemán.
Y la sexta era de Diego Maradona.
“Uh”, dijo mi amigo.
Lo miré.
“Te la cambio por ésa”, le dije.
“¿Cuál?”
“Ésa”.
“¿Sos pelotudo?”
Le sostuve la mirada.
“¿Lo tenés al Diego o no?”
Mi amigo me sacó la figurita de la mano y me dio tres, así al voleo:
Paul Gascoigne, una imagen aérea del estadio Delle Alpi, y Toni Polster.
Volvimos a su casa, le ayudé a pegar sus figuritas (incluyendo a Maradona) con Voligoma, y llamé a mis papás para que me fueran a buscar. Entré a mi casa, subí corriendo las primeras escaleras, luego subí corriendo las segundas escaleras hasta el altillo, y encontré a mi hermano, echado, mirando el techo, sin rumbo, triste, y sin visión de futuro, masturbándose.
“Ya está”, le dije.
“Volá de acá”, me dijo.
“Ya está”, le dije.
“Volá, en serio”, me dijo.
Le mostré las figuritas que tenía en la mano, y las miró con desinterés. Le fui tirando una por una en el pecho. Canchero. Displicente. La última que le tiré fue la de Polster.
Me miró.
Se sentó en la cama.
Y me dijo:
“Andate”.
“No”, le dije:
“Yo me quedo acá”.

El grado de inteligencia que ya había adquirido le sirvió para abandonar el matonismo y no insistir más. El trato era más que justo: como hermano menor, yo había conseguido la figurita más buscada de la provincia, y quizás del país, y merecía una retribución. Después, con los años, entendí que eso fue mucho más que una retribución; más bien se trataba de mi primer contacto con el verdadero sentido de la revancha, es decir, con el concepto más puro del desquite, que casi siempre incluye por partes iguales a la paradoja y la satisfacción: un hecho objetivo y un hecho subjetivo que conviven en la misma bolsa.
Mi hermano buscó el álbum, buscó el plantel de Austria (no recuerdo el número de figurita que le correspondía a Polster) y trató de ponerse cómodo. Yo me senté en el suelo. Después se reacomodó los pantalones cerca de las rodillas, se dejó el calzoncillo a medias, y empezó a pajearse, medio hundido en sí mismo, doblado para que yo no lo viera. Con la derecha se pajeó y con la izquierda sostuvo la figurita de Polster. Mantuvo los ojos cerrados, salvo en algunos instantes en que los abría para mirar a Polster y al álbum, la razón que justificaba toda esa escena.
Pasaron los minutos y yo entendí que la masturbación no era una cuestión sencilla, y que como todo, merecía tiempo y dedicación. Esa fue –seguro– la peor paja en la historia de mi hermano: no podía concentrarse por mi presencia; estaba obligado a terminar rápido (la ansiedad de completar el álbum) y además parecía la primera vez que se pajeaba con tanto frenesí por motivos futbolísticos. Al final comencé a aburrirme y recién cuando acabó me desperté del letargo. En ese momento volví a admirarlo como hermano mayor, porque allí fue cuando recuperó una dosis justa de su semen, untó con prolijidad el reverso de Polster y lo ubicó en su nicho de papel: el último.
Cuando se secó (bastante más lento que los pegamentos comerciales), bajamos las dos escaleras del dúplex y corrimos juntos al quiosco. Había varias personas antes que nosotros y tuvimos que esperar un rato. Si no recuerdo mal, a mi hermano le correspondía un premio por el llenado del álbum y luego la posibilidad de participar en un sorteo nacional: el quiosquero debía mandar el álbum completo por correo a la Capital, con los datos del dueño, y ahí esperar a salir sorteado entre todos los álbumes completos del país, para ganar el premio mayor. Cuando nos tocó el turno, mi hermano le dio el álbum al quiosquero y le dijo que lo había terminado. En ese momento nos dimos cuenta de todas las cosas que habían pasado, y de lo que él había hecho. El álbum estaba casi irreconocible; no podía cerrarse como una revista normal, tenía todas las páginas dobladas y crujía cuando alguien lo tomaba con firmeza. El quiosquero recibió el álbum y nos miró: intentó pasar las hojas acartonadas y pegadas entre sí, puso cara de asco, revisó si estaban todas las figuritas y, finalmente, lo olfateó. Se llevó el álbum a la nariz.
Mi hermano se puso duro y se corrió para mi lado. Apoyó su brazo contra el mío, pero no me agarró de la mano.
“Yo no puedo”, dijo el quiosquero. Nos pidió disculpas y hasta dijo que lleváramos a nuestro papá para que él pudiera mostrarle y explicarle, pero no quiso aceptarlo, por el estado en que se encontraba. Dijo que el álbum estaba completo pero que en Buenos Aires no iban a aceptar una cosa así, y nos lo devolvió, pidió disculpas de nuevo y dio por terminada la charla.
Salimos del quiosco en silencio y nos volvimos caminando a casa.
Al otro día llegó mi abuelo y pasado el mediodía empezó a jugarse la final: Argentina, con camiseta azul, y Alemania. En la mesa redonda estábamos los cinco; papá y mamá y el abuelo Omar y mi hermano y yo. Nadie gritó, ni siquiera cuando Sensini trabó al delantero alemán con la pierna equivocada y el árbitro mexicano cobró penal. Mi hermano no emitía sonidos fuertes pero susurraba, como en un rezo prohibido: cada vez que la transmisión mostraba de cerca a un jugador, él decía su nombre, su edad y su club, y en algunos casos hasta susurraba su altura. Goycochea no pudo tapar el penal de Brehme y después se apilaron los expulsados y en medio de una tarde de invierno en la ciudad de Neuquén, el Mundial de Italia 1990 terminó. Mi hermano recién se animó a soltar sus lágrimas cuando lo vio a Maradona llorando. En esa explosión mi mamá se dio cuenta de que en la mesa pasaba algo, y le avisó a mi papá que mi hermano estaba llorando, y mi papá le acarició la cabeza, sonrió y dijo que todavía nos quedaban muchos mundiales más.
“No sea marica, nene”, le dijo el abuelo.

3 comentarios:

Pablo Natale dijo...

Ese mundial fue muy raro. Me acuerdo que contra Brasil fue la segunda vez en mi vida que -explícitamente, delante de todos- me arrodillé; y que hablábamos de Roxette y la lambada antes del lloriqueo contra Alemania.
Me gusta el giro que toman las cosas (y que mantengas la función capitalina en Baires), usando de base el cuento de Ramirez.. Ya tenés un cuento con mierda, uno con pis, y uno con paja.

Hablando de eso, estuve buscando el cuento de la diarrea y no está en el blog. Lo quería linkear.

Pd: Winning Eleven 2009. Natale pide revancha (para los otros).

Diego Vigna dijo...

Si te gusta blanda te mato Natale. Vení que te espera Adriano y compañía.

Anónimo dijo...

Esta historia es cierta o no? Si es cierta es lo mas surrealista y asqueroso de mi vida XD.