12.2.09

Para Natale que lo mira por la red

Tanto tiempo ajena
(publicado en el libro Grises, verdes [2004], editado por Editorial La Creciente, Córdoba)



Lo que hace Emilio en este momento es entrar a su casa con Eugenia, la mujer más esperada de todas. La única que podría hacer un nudo marinero en el ambiente con el simple reflejo de soltar un suspiro en el aire. Entran por primera vez al departamento después de haber compartido no sólo una cena, sino muchísimos años de distancia y silencio, en sus casas vecinas del pueblo, sobre las baldosas desteñidas de la misma vereda. Hay algunos datos que pueden ayudar a ilustrar esa distancia y ese silencio. Por ejemplo, la inclinación natural de ella por hombres de buen cuerpo, con espaldas prominentes y cuellos anchos. El noviazgo que tuvo durante cinco años y medio con un jugador de rugby, el mono López, al que terminó abandonando días antes de empezar a estudiar en Córdoba. Emilio, por su parte, y su logro de haber sido finalista en un concurso literario para adolescentes organizado en la provincia de San Luis, que por supuesto no ganó. Las trece o catorce palabras que alguna vez pudo cruzar con el mismísimo mono López, una tarde de verano, sentado en el primer escalón de su casa paterna. Y ahora en su casa, con ella. Apoyado contra la cara interna de la puerta. Prende las luces antes de girar la llave y Eugenia lo mira: qué pasa, le pregunta él, sonriendo. Nada, dice ella, y comienza a reconocer el lugar. Repasa las fotos colgadas en las paredes, la suciedad que podría haber sido peor en las juntas de los mosaicos, hasta que decide sentarse en el primer sillón que encuentra. Emilio cruza el living, abre un poco las cortinas para que se vean las luces del parque Sarmiento y Eugenia lo sigue mirando: qué pasa, te molesto con algo, vuelve a preguntar. Nada, tonto, nada, repite ella.
Ahora Emilio tiene veintinueve años y está acomodando unas carpetas sobre la mesa del departamento; las encima a un costado para que no molesten y luego levanta unos vasos sucios del mediodía. Camina hasta el ropero del dormitorio para colgar el saco, entre los abrigos y las camisas que usa para el trabajo. Ella está sentada en el primer sillón, cerca del equipo de música, y pregunta casi de un grito si puede poner algún “tema” tranquilo. Qué divino, dice en voz alta Eugenia, tenés todos los discos de Ismael Serrano. Emilio la escucha desde la pieza. Acomoda el acolchado, lo agita como una ola para que circule un poco de aire y después lo estira con prolijidad hasta tapar la almohada. Empareja los bordes. Enciende el velador, esconde el cable detrás de la cabecera de la cama, apaga la luz del techo y busca unos forros adentro de la mesa de luz. Sí, dice al procesar con retraso el comentario: poné lo que más te guste. También hay discos de Djavan y algunos de Caetano, dice. Una vez reunidos acerca los forros a la parte frontal del cajón y los deja preparados. Vuelve por el pasillo, sin descuidar el ritmo de los pasos, y se detiene en la entrada de la cocina. ¿Querés que te arremangue?, le pregunta Eugenia, y hace señas con las manos para que se acerque. No importa, responde él. ¿Café o té?, pregunta. Café, dice ella. Con poquito azúcar. Y Emilio empieza a preparar las cosas. Llena la pava, junta las únicas dos tazas que tiene con un mismo dibujo, y calienta el agua.
Eugenia sigue esperando en el sillón con sus treinta años vestidos de rojo y está hermosísima: los brazos le flotan largos a los costados, el pelo le baila suelto sobre los hombros. Conserva perfectamente la cola que alguna vez le permitió ser reina de su ciudad. Tiene puesto un vestido corto, bien escotado, y no usa corpiño. Por los costados hasta permite ver los bordes finos de la bombacha. Mantiene las piernas cruzadas, con una de sus sandalias colgando, y cuando se recuesta sobre el sillón el vestido se le pega al cuerpo y hace que los pezones se trasluzcan sobre el rojo suave: muestran un filo delicado que les da forma. Emilio apoya las únicas dos tazas de café sobre la mesita ratona y se sienta en el sillón libre. Ella lo mira y sonríe. Tengo muchas ganas de estar acá, dice ella. Yo tengo ganas de encontrarte desde hace casi quince años, dice él. Ella larga una carcajada y le dice que antes era una pelotuda, y Emilio le contesta que boluda o no siempre quiso tenerla. Siempre, le dice. Pero al final estoy acá, ¿o no?, insiste ella, y toma un trago mentiroso de café. Al final estoy con vos, dice. Emilio le acaricia la rodilla con una mano y con la otra sostiene la taza. Toma un trago largo sin dejar de mirarla, con la consecuente imagen un tanto torpe que eso implica, y al despegar la boca siente el comienzo ya irreversible del dolor: un latigazo fuertísimo que nace en la parte baja del estómago hasta hundirse centímetros debajo del ombligo; un pinchazo agudo que lo arquea un par de veces en un acto reflejo, pero con la suficiente fugacidad como para que ella no lo note. Antes, durante la cena, alternaron tacos y enchiladas con salsa de guacamole y ajíes picantes. Tomaron litros de cerveza y terminaron con un postre de flan y vainillas borrachas. Cuando abandona la taza sobre la mesita el dolor vuelve, y al inclinarse sobre el asiento puede ver que Eugenia también apoya su taza y se pone de pie, para acercarse. Eugenia se acerca despacio y en el trayecto lo mira, a los ojos, y abre las piernas para sentarse sobre él, frente a frente, como en un caballito. Emilio está recostado, entonces, sobre el respaldar del sillón con el estómago hecho un nudo y ella se levanta el vestido, descubre una bombacha blanca, sostiene la tela que sobra junto a las caderas y por último se sienta. Estás re lindo, dice, mientras le acaricia una mejilla. Emilio se incorpora en el asiento con la ayuda de los apoyabrazos y acomoda las piernas para poder estar cómodo. Siente el calor que ella deja con su entrepierna desnuda. Endereza la espalda y posa su boca justo en el escote, en la porción de piel que se escapa entre los filos rojos. Siente el perfume. Está tibia, piensa: estoy entre las mismísimas tetas de Eugenia. Arrastra los labios hacia los costados y roza los pezones, todavía cubiertos: apoya la boca sobre los pezones como si estuviera midiendo la temperatura de un frasco, o la fiebre de un chiquito. Y ella lo abraza. Le rodea el cuello con las manos y se inclina hacia delante, descansa sobre su cabeza. Respira hondo y le aprieta el cuello: le sostiene el pelo con fuerza. Lo mira desde los pocos centímetros que los separan y dice vamos ya, lleváme. Adónde, pregunta Emilio. Lleváme de una vez, Emilio, dice ella. Lleváme. La luz del velador rodea una sombra irregular en la pared y los dos cuerpos se levantan en un solo movimiento, y Emilio camina envuelto por las piernas más esperadas hacia la habitación, por el pasillo, con pasos firmes, mientras ella le muerde el cuello y despide su perfume, y respira tan hondo que parece estar bajo el chorro de una ducha helada. A mitad de camino el estómago vuelve a retorcerse con fuerza pero las piernas logran sostener el peso hasta llegar al dormitorio, y los dos caen ahora sí sobre el colchón, formando un mismo bulto. Eugenia se estira boca arriba, el pelo castaño a los costados, las piernas descubiertas, los labios húmedos, y Emilio la recorre desde los pies de la cama sin siquiera tener la oportunidad de no mirarla. Me duele tocarte, le dice después. Te juro que me está doliendo. Entonces pide un momento para hacer pis. Y ella le pregunta cuándo va a volver. No tardes mucho, le dice ella. Te espero acá. Desnuda.


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Emilio cierra la puerta del baño, se baja los pantalones, y antes de tocar la tabla del inodoro ya entiende que el brete en cuestión podría durar mucho más que una sola noche. Antes de sentir el frío del primer roce despide un chorro violento de caca, líquida, que pega contra la pendiente espejada de la loza y deja marcas opacas en toda la circunferencia: infinitos lunares aplastados contra la ladera blanca que resbalan hasta el hueco de agua, en un rociado discontinuo que además incluye una ráfaga de olor verdaderamente inmundo. Comienza a hacer muchísima caca, además, con bastante ruido, y del otro lado está el departamento, la biblioteca, las tazas de café junto al velador, Eugenia moviéndose entre los pliegues de las sábanas y la música lenta. Del otro lado de la puerta están las polleras livianas del verano en la cuadra, la espalda tanto tiempo ajena, los hombros y las noches, las miradas quietas desde lejos, en el boliche, el olor inalcanzable en los movimientos. Emilio la tiene a ella desparramada en su cama y no puede dejar de hacer caca, con las piernas tensas, el olor hediondo, la prueba de tibieza en el agua del bidet y la descompostura que no cesa, los pantalones arrugados en los tobillos y desde afuera el ruido del cajón en la mesa de luz, que se abre y enseguida se cierra. Eugenia revisa algunas cosas desde la almohada y Emilio se masajea la panza para calmar el embate, necesita una pausa para volver a la cama. Tira la cadena del baño varias veces pero el caudal marrón no se reduce, y estira una mano para llegar al espejo sobre la pileta, donde hay cosas que pueden apantallar el ambiente. Sostiene un tubo de desodorante pero no sirve, porque toda su vida usó en barra. Alcanza el talco para los pies y tira un poco de polvo al aire. Mira la cortina transparente, plegada, los azulejos claros, el cuello metálico de la ducha. Mira el suelo. La punta de los zapatos. Y desde afuera, desde la pieza, Eugenia le pregunta si está bien, si le pasa algo. Y él responde. Quedáte tranquila, dice, no pasa nada. Se rompió una cosita, dice. Después tira la cabeza hacia atrás e intenta hacer una suerte de control mental. Tiene que cortar, piensa, tiene que cortar ahora, y aprieta el botón para descargar el baño. Tiene que parar este ardor, dice en voz baja, y con las uñas golpea la parte exterior de inodoro, inclinado sobre sus piernas. Desde afuera escucha pasos que van hacia el living, por el pasillo, la cocina, ruidos en la cerradura. A vos te pasa algo, dice Eugenia, parada en algún lugar de la casa, y Emilio le contesta que no, que todo está bajo control. Hace diez minutos que estás encerrado, repite ella, más cerca de la puerta del baño. Si tenés algún problema trato de ayudarte, en serio, dice. Esperá un segundito que arreglo esta porquería y salgo, contesta él, que hay una pieza funcionando mal y está salpicando todo el lavatorio y las cosas de tocador, dice, con los antebrazos haciendo presión sobre los muslos. Si logro acomodar un pestillo que sobresale no se va a ensuciar más el piso y me libero de esta mierda, dice, pero Eugenia insiste con el problema y golpea la puerta, un par de veces, mueve el picaporte. Emilio, dale, dejáme entrar. No entres, por favor, te ruego que no entres. Dale, Emilio, por favor, no jodas. Y Eugenia entra.


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Upa la lá, dice, apoyada contra el marco metálico, antes de llegar a la pileta. Qué olor que hay. Estás muy descompuesto. Emilio la mira desde el inodoro. Ella cierra la puerta y se arrodilla al frente, con el vestido levantado para que no se ensucie. Con una mano se retoca el pelo y con la otra los breteles anchos sobre los hombros. Después acomoda el desodorante y el talco sobre el estante del espejo y pliega un poco más la cortina de la ducha, para poder sentarse frente a él sin estar tan apretados. No lo puedo creer, dice Emilio, esto sí que no lo soporto. Tengo mucha vergüenza. No seas tonto, dice Eugenia. Me tendrías que haber dicho antes. Yo sé cómo se paran estas cosas. Y cómo se paran. Primero tenés que tranquilizarte, dice, y no pienses en la caca. No pienses. Charlemos como si no pasara nada. No puedo charlar, contesta él, es imposible. No puedo parar el chorro. Pero con el tiempo ya va a aflojar, dice Eugenia, y estira una mano para acariciarlo. Estira la mano derecha y le acaricia los nudillos, las muñecas, que descansan cerca de las rodillas rígidas. No me toques, me pone muy incómodo, dice él. Quedáte tranquilo. En serio. Si pensás en algo lindo seguro que corta. Pero me arde. Ya se va a pasar. Se va a pasar.

Emilio la mira y sonríe, sentado en la misma posición, levantando las cejas, sin mostrar los dientes. Estás hermosa, dice. No lo puedo creer. Yo acá y vos ahí sentada, no entiendo. Vos también estás muy lindo, dice ella. Me gustan tus calzoncillos, dice, y hace una seña hacia abajo. Dejáme hacerte algunos mimos. Pero hay mucho olor, es asqueroso. Para nada. Vos relajáte y dejá que la panza se calme solita. Eugenia vuelve a arrodillarse y se acerca, bien despacio. Empieza a tocarle las rodillas y después los muslos, con suavidad, para aflojarlos.
Me vas a ver todo, dice Emilio, con la vista entre las piernas.
Ella lo mira y sigue masajeando con los dedos, desde la parte exterior hacia adentro, y desde la redondez de la rótula hasta el inicio de las piernas. Masajea y le hace cosquillas, con las uñas largas, y de ratos se detiene en algunos puntos precisos de los muslos.

Me encanta tu piel, le dice, no te das una idea. ¿Te puedo sacar los pelitos encarnados? ¿Puedo?
No, por favor, responde él. Si te acercás me voy a poner mucho peor, y no quiero.
Pero son poquitos, dice Eugenia, mirándolo a los ojos. Tiene el maquillaje justo, los pómulos rosados, los pliegues brillantes en los labios.
Son poquitos, dice.

Emilio recorre las cejas perfectas, los ojos negros, la boca húmeda, y no puede contener las lágrimas, mientras ella se inclina sobre sus piernas y empieza a pellizcar los pelitos oscuros para después sacarlos con vida. Eugenia aprieta con mucha delicadeza los pelos mientras la tela de su vestido se despega del cuerpo, y deja que los pezones se escapen, y que Emilio, desde el llanto, los recorra de una vez por todas, íntimos, oscuros, tiesos, simples.
Emilio no puede acercarse ni escapar, pero aun así intenta enderezar el torso para liberar los botones bajos de la camisa. Piensa que al menos ya existe algo en común. Piensa, desde su propio inodoro, que hacer las cosas sólo por alguien es grave. Gravísimo.
Y mientras eso se le cruza por la cabeza, Eugenia lo pellizca, desde cerca, y le acaricia la entrepierna, y le da besos en los muslos, con la lengua.
Ella se pone de pie con el vestido levantado, apoya uno de sus puños frágiles en la pared de azulejos claros y abre las piernas, para sentarse sobre las marcas de su propia saliva. Corre la tela de la bombacha hacia un costado, como saben hacer las mujeres, y se sienta, se incrusta, se acomoda en el lugar que quiere.
¿Está bien así?, pregunta. ¿Afloja un poco?

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Publicado por editorial La Creciente hace unos años y agotado.

Diego Vigna dijo...

El anónimo tiene razón. Ahora lo voy a aclarar arriba, para que se sepa.

Diego Vigna dijo...

El anónimo tiene razón. Ahora lo voy a aclarar arriba, para que se sepa.

Pablo Natale dijo...

Salame.
Hasta tiene forma de cantito, tipo "pongan huevo, la adriano que te parió".

Anónimo dijo...

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