El jueves pasado se presentó la antología Es lo que hay, en la que participan muchos amigos que dicen escribir, y allí hemos ido a hacer el aguante. La casona que nos recibió estuvo rebosante y cálida, ostentando la gama de salmones que despiden las paredes de sus patios cuando las luces chocan y rebotan contra columnas, marcos de anteojos y gentes. Hubo fernet para la monada y mucho ruido. Vagué un rato, saludé amigos, charlé con otros, escuché la presentación, compré el libro (hemorragia desde el bolsillo al alma, pasando en el medio por el día del mes, aunque la verdad que semejante libro lo vale) y por último me fui para mi casa. Una vez en el sillón aflojé la espalda y el cuello que tanto me dolía y reparé entonces en lo que motiva estas palabras: el libro, la antología, no tiene en su contratapa el código de barra. La gente de la editorial y los diseñadores olvidaron colocar, en una esquinita, aunque sea, el código de barra.
Y ahora, en esta tarde de sábado por la fiebre, acumulo estas palabras porque, realmente, y más allá de las exigencias comerciales, creo no sólo que todo libro debe terminarse de leer cagando, sino que todo libro editado en nuestro país (los otros veremos) debe tener un código de barra. No es un reproche estético, sino más bien un sinceramiento, un modo de mirar. Todo libro debe fabricar en su interior las escenas y sensaciones suficientes para que su contratapa muestre, por lo menos, un código de barra.
La edición 1979 de las Obras Completas de Borges que descansa en mi biblioteca tiene, por ejemplo, en el reverso, un código quizás infantil pero más que respetable si se lo piensa bien: “Si no hay plan picante para la noche, nunca está de más una pajita y a la cama”. Borges generó lecturas polémicas, es cierto, y muchos le han reprochado desde falta de compromiso hasta un cierto cinismo para con sus colegas, pero mierda que tiene un señor código de barra en su recopilación; una paja y a la cama es lo que cualquier muchacho grande de un grupo le enseñaría a los sucesores, los que crecen, sobre todo cuando la esperanza del levante marcha en la vereda de la sombra y la soledad se pone primera en la fila.
Carroza y Reina, de Isidoro Blaisten, tiene otro código clásico: “Al tonto del curso se lo banca en silencio y no se lo apura salvo que se desubique”. Crónicas del ángel gris, de Dolina, ofrece en su contratapa un “Tratar de cogerse a la prima, pongan la cara que pongan y aunque la abuela se infarte”. Y seguí revisando mis libros, esa noche de la presentación: Sergio Bizzio y una novela que afirmaba algo como que “Las madres de todos los pibes te la chupan, pero tu mamá morirá virgen”; Hebe Uhart y una diplomática salvedad que aconseja “Por las dudas, no comer la última porción en una mesa ajena”.
“Y menos si estás ahí para culearte a la hija del que come en la cabecera”.
A Es lo que hay le falta en la espalda un código de barra. Esto no es un petardo llama verde que acaba de soltar mi mano para sugerir que la antología no tiene códigos, porque todavía no la leí completamente y porque, insisto, las hicieron algunos amigos. Tengo otros libros que no tienen códigos impresos en las afueras, como los libros de La Creciente o los de la Funesiana. Pero en esos casos, los códigos son molestos pero misteriosos y juguetones, y uno sabe perfectamente que se esconden de a destellos, de a ráfagas, de a porciones, en las páginas interiores; en los textos. Uno sabe que a esas editoriales no les importa la titulación en la cubierta, ni la formalidad en las ventas, ni la necesidad de contagiar directamente los códigos que modelan sus libros. Porque se sienten.
Estas son las ocasiones en las que suelo degustar a fondo la lectura de un libro. Es decir, cuando a un libro le encuentro una marca sorprendente, algo que a primera vista parece un error de edición, o que se convierte en una sorpresa hasta para sus mismos hacedores.
Es entonces ahora, o dentro de un rato, o en estos días, cuando finalmente trataré de cerrar el círculo que me impone la institución literaria y que tanto me gusta (institución conjugada con mis propias estructuras neuróticas obsesivas) y me sentaré a leer, me voy a dedicar a leer, los cuentos que me faltan de la antología.
Voy a sentarme a leer, y luego voy a esperar unos minutos, y luego voy a cerrar los ojos, y en el final de ese camino voy a volver al tacto (esa herramienta del cuerpo y de las letras que estos formatos Web tan tontamente ignoran) para sentir la contratapa. Las yemas muy despacito por sobre los omóplatos del libro (gordo, pesado, macizo y corpachón) para ver si logro distinguir una barra, una aspereza, un aire de esquina, una señal. Y después, de última, si no tengo habilidad para sentir, voy a volver a mirarle la columna vertebral, los flotadores, los hombros, alguna provincia de su contratapa, para ver si una vez caminado por dentro aparece algún aforismo de esos que suelo anotar acá.
Y ahora, en esta tarde de sábado por la fiebre, acumulo estas palabras porque, realmente, y más allá de las exigencias comerciales, creo no sólo que todo libro debe terminarse de leer cagando, sino que todo libro editado en nuestro país (los otros veremos) debe tener un código de barra. No es un reproche estético, sino más bien un sinceramiento, un modo de mirar. Todo libro debe fabricar en su interior las escenas y sensaciones suficientes para que su contratapa muestre, por lo menos, un código de barra.
La edición 1979 de las Obras Completas de Borges que descansa en mi biblioteca tiene, por ejemplo, en el reverso, un código quizás infantil pero más que respetable si se lo piensa bien: “Si no hay plan picante para la noche, nunca está de más una pajita y a la cama”. Borges generó lecturas polémicas, es cierto, y muchos le han reprochado desde falta de compromiso hasta un cierto cinismo para con sus colegas, pero mierda que tiene un señor código de barra en su recopilación; una paja y a la cama es lo que cualquier muchacho grande de un grupo le enseñaría a los sucesores, los que crecen, sobre todo cuando la esperanza del levante marcha en la vereda de la sombra y la soledad se pone primera en la fila.
Carroza y Reina, de Isidoro Blaisten, tiene otro código clásico: “Al tonto del curso se lo banca en silencio y no se lo apura salvo que se desubique”. Crónicas del ángel gris, de Dolina, ofrece en su contratapa un “Tratar de cogerse a la prima, pongan la cara que pongan y aunque la abuela se infarte”. Y seguí revisando mis libros, esa noche de la presentación: Sergio Bizzio y una novela que afirmaba algo como que “Las madres de todos los pibes te la chupan, pero tu mamá morirá virgen”; Hebe Uhart y una diplomática salvedad que aconseja “Por las dudas, no comer la última porción en una mesa ajena”.
“Y menos si estás ahí para culearte a la hija del que come en la cabecera”.
A Es lo que hay le falta en la espalda un código de barra. Esto no es un petardo llama verde que acaba de soltar mi mano para sugerir que la antología no tiene códigos, porque todavía no la leí completamente y porque, insisto, las hicieron algunos amigos. Tengo otros libros que no tienen códigos impresos en las afueras, como los libros de La Creciente o los de la Funesiana. Pero en esos casos, los códigos son molestos pero misteriosos y juguetones, y uno sabe perfectamente que se esconden de a destellos, de a ráfagas, de a porciones, en las páginas interiores; en los textos. Uno sabe que a esas editoriales no les importa la titulación en la cubierta, ni la formalidad en las ventas, ni la necesidad de contagiar directamente los códigos que modelan sus libros. Porque se sienten.
Estas son las ocasiones en las que suelo degustar a fondo la lectura de un libro. Es decir, cuando a un libro le encuentro una marca sorprendente, algo que a primera vista parece un error de edición, o que se convierte en una sorpresa hasta para sus mismos hacedores.
Es entonces ahora, o dentro de un rato, o en estos días, cuando finalmente trataré de cerrar el círculo que me impone la institución literaria y que tanto me gusta (institución conjugada con mis propias estructuras neuróticas obsesivas) y me sentaré a leer, me voy a dedicar a leer, los cuentos que me faltan de la antología.
Voy a sentarme a leer, y luego voy a esperar unos minutos, y luego voy a cerrar los ojos, y en el final de ese camino voy a volver al tacto (esa herramienta del cuerpo y de las letras que estos formatos Web tan tontamente ignoran) para sentir la contratapa. Las yemas muy despacito por sobre los omóplatos del libro (gordo, pesado, macizo y corpachón) para ver si logro distinguir una barra, una aspereza, un aire de esquina, una señal. Y después, de última, si no tengo habilidad para sentir, voy a volver a mirarle la columna vertebral, los flotadores, los hombros, alguna provincia de su contratapa, para ver si una vez caminado por dentro aparece algún aforismo de esos que suelo anotar acá.
2 comentarios:
¿Y pastor? ¿Encontarste el código que buscabas?
Not Yet
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