21.10.09

Texto leído por Alejo Carbonell en la presentación de Hadrones

Hadrón: tipo de partícula subatómica caracterizada por una interacción fuerte. Esa es la definición de la Real Academia Española y entonces los que ya conocen el libro, los que lo leerán luego, encontrarán un título ajustado, preciso, para un libro también ajustado, para un cuento preciso.

Sin embargo, como ocurre con casi todo, las palabras abren puertas distintas cada vez que se las lee, y a mí se me ocurrió pensar que la literatura de Diego está compuesta por hadrones, es decir, pequeñas, ínfimas partículas desplazándose por los territorios de la literatura, con una interacción fuerte, que las distinguirá de otras.

Pero no podría hablar de Hadrones, el libro de Diego, sin empezar hablando de él.

Somos amigos, he leído los cuentos que componen este libro a lo largo de todo el proceso, en diferentes versiones. No es que los cuentos, en esas diferentes versiones, hayan ido mejorando, en ese sentido de ascenso permanente tan vinculado a la economía capitalista, sino que fueron mutando a partir de lo que Diego quería discutir; con quién discutir, por qué discutir.

Diego tiene una intencionalidad, desde que lo conozco, hace unos años, cuando se publicó su primer libro Grises, verdes, de discutir sobre el campo literario a partir de lo que escribe. Es decir, armar un artefacto estético que desde sus propios resultados escanee el folclore de la narrativa contemporánea inmediata.

Hay tres premisas que los narradores de su generación, en su mayoría, tienen como caballito de batalla: el tic generacional, es decir, el intento de generar empatía rápidamente con el lector a partir de experiencias y recuerdos en común (sobre todo los de la infancia); el chiste fácil, descontracturado, que deja a los relatos en la superficie, a un click de mouse del olvido, y la preocupación por dominar todo lo que ocurre en las escenas, de modo de poder llegar a un final bien escrito sin sobresaltos. Estas tres premisas están ausentes en Hadrones.

Hablo, ahora sí, del libro que hoy presentamos, y entre la dedicatoria del autor y el epígrafe, perteneciente a una canción de Adriana Calcanhotto, aparecen las primeras claves de lectura.

El libro está dedicado al miedo y la última línea del epígrafe dice ¿canto para quién?

El miedo es una cosa vasta, infinita: el miedo de Clarín, el miedo de los vecinos ABC1 a la inseguridad, el miedo como reverso del amor que plantea Ricardo Romero en la contratapa, el miedo a la página en blanco de algunos escritores, el miedo de otros escritores a la página escrita. Efectivamente en estos cinco relatos aparece el miedo, no en la clásica forma de misterio o terror, no al futuro, ni al pasado, no un miedo tangible, consistente, ni siquiera en el cuento que titula el libro, en donde lo que reúne a un grupo de gente es, ni más ni menos, que la inminente desaparición del planeta.

Se trata, creo, de un miedo a lo que podemos ser, podemos hacer. En cada uno de los relatos, los personajes están a punto de ser atravesado por una situación de la que no podría regresar jamás.

En la novela Nadie nada nunca de Juan José Saer, se cuenta la experiencia de un bañero que, intentando romper el récord de permanencia en el agua, en pleno río, ve, en los últimos esfuerzos contra la fatiga, los rayos del sol despuntando y reflejándose en toda la masa de agua en movimiento, a la altura de sus ojos. Esa imagen lleva al nadador a la locura, y es lo que luego le permitirá obtener un puesto de bañero en una pequeña playa. Los personajes de Diego Vigna tienen en su comportamiento genético una familia entera de bañeros antes de tirarse al agua. Son relatos en donde los personajes se pueden salir del libreto, llevar al amigo en andas hasta el borde de una terraza y quedar suspendidos un instante, pedirle a la novia que se tire del balcón, dejar a un accidentado con las piernas quebradas y tomarle una foto; dejar, en definitiva, que el pulso y el carácter de los personajes sea el de los relatos, dejar que las historias sigan la necesidad de los personajes, y no al revés.

¿Canto para quién?, dice el epígrafe, aunque no parece ser una pregunta sin respuesta para el autor; más que un interrogante, es un pedido de explicaciones para una generación de escritores produciendo para escritores.

Hace unos días vi en la TV un documental sobre la obra de Cándido López. En particular se hablaba de las maravillosas pinturas que realizó en relación a la guerra de la triple alianza. En esos cuadros, Cándido López desarrolla unas panorámicas desde miradores imposibles cambiando la escala de los seres y objetos, por otra que le permitiera mostrar todo lo que le interesaba sin importar la distancia; una especie de falla óptica alterando la escala hasta cierta naturalización. Explicaban que ese procedimiento ejecutado por el artista se llama “abatimiento del plano”. Qué definición precisa para el procedimiento literario, ahora, de Diego Vigna: abatimiento de las formas para poder relatar la guerra.

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