31.8.10

Escribir sin Fogwill. Por Sergio Bizzio

Ahora, la gran angustia para mí es leer sin que Quique escriba y escribir sin que él esté. Cada vez que yo terminaba algo, Quique era el primero en leerlo. Fue siempre así, desde 1979, cuando él empezaba a publicar y yo fui a su casa a llevarle unos poemas. La puerta del tercer piso estaba abierta y lo primero que vi al entrar fue una foto suya, ahora famosa, con los ojos muy abiertos, cantando ópera, colgada en la pared. Debajo de la foto había una bicicleta. “¡Cerrá!”, gritó. Avancé por un pasillo en L hasta el comedor. Ahí estaba Quique, sentado a la mesa, frente a la máquina de escribir, rodeado de libros y papeles. Inmediatamente me recitó el poema Los dos sabios, de Leónidas Lamborghini. Después me dijo: “¿Lo tuyo es mejor que esto?”. Lo recuerdo y me parece mentira que en ese momento él tuviera nada más que 39 años y yo nada más que 22. El resto es tres décadas de amistad.

Vivió un año entero en mi casa. Cuando salía no decía “chau”, decía: “¡Escribí!”. Cuando volvía su saludo era: “¿Y? ¿qué escribiste?”. Durante ese año fuimos cada mañana a hacer gimnasia a la plaza del Museo de Bellas Artes. No había nada más fácil que estar en desacuerdo con sus opiniones políticas –por ejemplo– y nada más difícil que enojarse cuando le arrancaba el seguro a la granada que llevaba siempre encima. Lo irritaban el lugar común, la corrección (“Un punk disfrazado de gordo”, así me presentó a una celebridad cultural argentina en un viaje en barco a Uruguay), la unidad, la manada, la matriz, la literatura como mercancía comunicacional, todo lo que “se posa” y establece, incluso razonablemente. Uno de esos días, bajando hacia el Museo por la calle Agote, me dijo que había tenido una pesadilla. ¿Qué? “Buscaba todo el tiempo la verdad”. Era un lector literalmente inquieto. No sólo porque leía de todo, sino porque lo hacía en movimiento: se paraba, volvía a sentarse, subrayaba, hacía tamborilear los dedos, aspiraba profundo por la nariz como si algo de lo que acababa de leer lo asfixiara. “Es la ignorancia”, decía. Quería saber siempre más. Una vez le dijo a Dipi Di Paola, que leía parecido a él, con la misma inquietud, enervándose y taconeando, aunque con distinto grado de concentración (la mente de Quique era un relámpago, la de Dipi un manotazo, y aún así más rápida que la de millones): “A vos y a mí el cigarrillo no nos hace nada, Dipi. No es eso lo que nos hace mal”.

El día anterior a su muerte vino a verme Andrés, su hijo mayor. Estábamos hablando y llegó mi viejo. Le dijimos que Quique estaba grave y se puso a llorar como un chico. Lo quería, se querían los dos. Vi a mi padre llorar por mi padre. Cuando se fueron y me quedé solo, escribí un poema con intención de talismán, pensando que a Quique quizá le gustaría y que lo haría sonreír. Estaba seguro de que en algún momento se iba a despertar. Se lo dediqué y se lo mandé por mail, como siempre.

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