25.10.10

Capítulo uno

En el comienzo de todo esto, hubo un tercer brazo entre las dos. Un brazo un poco más corto que nacía entre mi cabeza y la de ella, justo en la conjunción de nuestros cuellos, y que los médicos extirparon unos días después del nacimiento. Esa fue la primera operación que me tocó vivir, aunque no dolió porque todavía no habíamos aprendido a pensar. Hoy creo que ese brazo fue lo único en medio de todo esto que nunca tuvo dueño. No alcanzamos a pelear por esa porción neutra, ni llegamos al punto de arrancarnos los pelos, como sí sucedió con otros problemas más comunes, y menos mal que fue así, porque pelear por un brazo hubiese sido complicado y doloroso. No puedo negar –y ella tampoco puede– que lo mejor fue quitarlo del camino; ya sé que tampoco lo decidimos nosotras, pero hablo de un camino que hubiese ensuciado la silueta de la letra que nos tocó a las dos: nuestra Y griega. Un camino corto, es cierto, pero en definitiva un atajo de carne y dedos entre dos cabezas, un verdadero punto medio. Una línea media, mejor. Si ahora ese tercer bracito estuviera en su mismo lugar, alimentando una simetría que no persiste ni en mí ni en ella, no sólo sería un misterio absoluto el asunto del control –¿a quién le hubiese tocado moverlo?–, sino que tampoco nos sería posible mirarnos de reojo. Con un brazo en el medio, naciendo de nuestros cuellos, yo no podría mirar a mi hermana, nunca. La dirección de sus ojos. Sus pestañas. Y ella tampoco: un palo de carne, una columna viva ahí, rozándonos las orejas. Me llamo Vera, tengo veinticinco años, vivo con mi familia y estoy a la izquierda de mi hermana. Comparto casi todo con ella, salvo algunas cosas que, hasta hoy, creo que me salvan la vida. O me la arruinan, también. Comparto la piel, la altura aunque no parezca, gran parte de mis órganos, mis genitales, el torso y una posición inclinada y permanente, que los estudios de los médicos y la montaña de papeles de los sanatorios resumieron siempre en una sola idea: comparto mi cuerpo. Pero por suerte y desgraciadamente tengo mi propio corazón, y tengo mi propia forma de hablar. La únicas dos cosas que me enorgullecen y que a veces me hacen dar ganas de morir, y terminar con todo esto. Porque mi decir es mío, eso es verdad, al hablar escucho mi voz, así como también es mío lo que sin darme cuenta –o queriendo, no sé, no importa, pero con mi energía– produje, sola, hace un tiempo, una noche, espiando hacia el costado de siempre, callada la boca, aunque ella diga e insista y sostenga que también sintió y produjo –hizo– lo mismo que yo. Competir así por una noche que fue mía y que por lo tanto me pertenece, y sentir esa competencia desde adentro, en mi parte del pecho, es lo que ahora me estira y me arruina la vida. Digo esto porque estoy embarazada de un chico. Un chico alto que tiene pómulos, brazos, nombre, manos, ojos, y que va a estar siempre lejos de este bebé por una decisión que han tomado otros. Sé mejor que nadie, mejor que ella, cómo suena en el aire esa palabra, lo que significa decir una cosa así, y soy perfectamente consciente de que suena ridículo. Podría repetir lo de la familia entera: tragicómico. Pero estoy embarazada. Estoy embarazada de la única persona que pensó en mí para probar esto y que debería haberse hecho cargo del bebé si mi hermana, primero, no hubiese saltado con esa mierda de Brian y su mano, Brian y la presión en los dedos, y si mis papás, después, no se hubieran metido en el medio. Pero a pesar de todo voy a ser mamá en unas semanas.
En una cama de esas con los soportes de metal para las piernas y una bata improvisada para no ver nada, el dolor de la panza, un tajo, otro techo, el dolor, los gritos. Voy a ser mamá, yo. Vera.

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