Que el tiempo es un anillo
en el que se engarzan
todos los intervalos de la eternidad,
fotogramas de una cinta donde
cada intérprete queda preso
en su retícula continua
de tragedia y entusiasmo.
Lo escribió Nietzsche
a martillazos
contra las paredes de su cráneo
para introducir un sentido ambulatorio
en el arrebato de lo que busca perpetuarse
por instinto, ciegamente.
Digamos que ya estuviste aquí, otra noche, la misma.
Ladra el perro del vecino, Wayne Shorter sopla
su viento de nostalgia filosa y extenuada,
el alcohol te abriga con su manta de furia.
Ya te abandonaron, pero igual duele.
Ya moriste, y no era París aunque llovía
el cielo como un dios destronado, ausente.
(Vallejo conocía el anillo
e igual martillaba las sílabas,
como si del futuro irreal
pudiera brotar un alfabeto inexplorado.
Qué es la poesía
sino la voz de lo imposible,
escritura que perfora las lenguas del derrumbe).
Si todo se repite sin remedio,
¿el amor también regresará
para unirnos de nuevo, por primera vez?
Voy a escribirlo, luego a comerme
las uvas que guardaste para el desayuno,
tan redondas ellas, y yo enredado
en el alambre de las repeticiones.
("El anillo", José Di Marco. En Una música anterior, Recovecos, 2010)
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