5.1.12

Clave de flaco



Clave de flaco /1

El título numerado quiere decir que habrá muchísimos más textos con este mismo título, sobre esta misma persona. Alguna vez me propuse escribir una batería de relatos sobre cada uno de los cuarenta discos que sacó a la calle (pueden ser más, o algunos menos pero, los oficiales, rondan los cuarenta): escribir simplemente lo que se me viene a la cabeza, hacer fotografías con los pasajes de sus temas, hacer dibujos con algunos retazos de sus letras, hacer algo así como un ejercicio de libertad total en la escritura, sin más pretensión que la de anclar algunos párrafos sobre una obra que ejecuta un prolapso de todos los lenguajes. Creo que este es el comienzo.
El pedazo de vida que viví hasta ahora me ofreció cosas maravillosas, y entre esas cosas se filtra, casi en primera línea, el destino impagable de tener amigos muy cerca del negocio de la música. Por ejemplo: la persona con la que hice la tesis para escapar de la Facultad tiene y conduce, hoy, una de las radios más populares de la ciudad. Es una radio de claro perfil comercial, pero se sabe que las radios esconden muchos más secretos y regalos que las señales de televisión: esta situación produce que suene el teléfono en cualquier momento de un día de mierda para que nazca la posibilidad de ir a escuchar buena música, gratis. O por ejemplo: uno de mis verdaderos amigos de la infancia, anclado en la Capital Federal, está dedicado de lleno al negocio de los espectáculos musicales, y aunque es verdad que con el paso del tiempo cambian muchas rutinas de comportamiento de las personas (de nosotros), también es verdad que con él, hoy, somos los mismos pero distintos, pero básicamente los mismos, y eso es lo que nos mantiene hermanados y compartiendo todo.
Hace más de tres años, mi amigo dedicado al negocio de los espectáculos musicales empezó a trabajar con Spinetta para una ocasión especial: su regreso a los escenarios en la ciudad de La Plata, después de tres años sin tocar. Si tuviera que elegir uno de los milagros que estas amistades me ofrendaron indirectamente, elijo éste por sobre todas las cosas. La posibilidad de haber conocido de cerca (y seguir conociendo, porque esto no terminó) la música que se esconde detrás de la música que es y hace Spinetta. Así que en estos primeros intentos voy con eso: un artista de cerca.
Aquella primera vez desde tan cerca, en La Plata, fui el encargado de cuidar la entrada de los camarines. Es lo mismo que decir: fui el encargado de mirar. Spinetta llegó con un gorro negro en la cabeza y anteojos oscuros, se metió al camarín con su novia Poli (qué lindo: suena tan parecido a su negra Poly) y salió vestido completamente de leopardo. Una camisa y un pantalón bien angosto, todo aleopardado, y los pelos revueltos. Nos saludó uno por uno, comió algunas boludeces de la mesa de catering que le habíamos preparado, y se puso a caminar por el pasillo. Con las manos en la espalda, entrelazadas, daba pasos largos y hacía ejercicios vocales con los labios apretados, echando aire y saliva: hacía ejercicios con la voz como si imitara a un bebé. Iba y volvía, iba y volvía, la gente enloquecida esperando por el inicio del show. Estaba nervioso como la puta madre. Pensé: cómo puede ser que este tipo flaco, que escribió la historia del rocanrol, esté tan nervioso. Spinetta caminó un rato más como si tuviera que ir al escenario a rendir un final y al final, fue. Dio un show maravilloso, de terciopelo aleopardado, y mientras lo miraba cantar, de costado, entre las telas negras, yo cenaba algunas cositas de la mesa del catering. Cuando terminó la lista volvió al camarín contento (la lista incluyó Gricel, creo que vale el solo hecho de escribirlo), y volvió a salir para los bises, unos minutos después. Cuando terminó los bises, volvió igual de contento al camarín pero hizo un llamado de atención: le dijo a uno de los productores del show, socio de mi amigo, a la pasada, que mandara a encender la música funcional del teatro (las luces de la sala parece que no alcanzaban). La platea explotaba. Descubrí que el sonido de la gente, desde atrás del escenario, es todavía más brutal: una marea de gritos pidiendo por lo que les pertenece, la alegría. El productor dijo que sí y no hizo nada. Todos sonreían y nadie decía nada, y yo los miraba, como me habían pedido. Spinetta salió del camarín uno o dos minutos después y dijo “pongan música, la puta madre, no ven cómo está la gente”, y se guardó de nuevo. El manager, que caminaba por ahí, le dijo al productor que mandara a poner música: el productor entornó los ojos y le dijo, bajito, pidiendo: “una más”. “Juanca, una más”, dijo. El ruido se mantuvo y hasta creció allá afuera (allá adentro de la sala), y Spinetta volvió a salir enloquecido, casi lo agarra de la ropa a su manager, y nos gritó a todos los que estábamos ahí: “pongan música, pongan música, no ven lo que es esto”, y se guardó, otra vez, en el camarín. Juanca, el manager, entró detrás de él. Miré al socio de mi amigo, productor, y me sonrió y cerró los ojos. Le hice que sí con la cabeza (fue lo único que se me ocurrió). Spinetta volvió a salir, sin mirar a nadie. La vista en un punto fijo, derecho al escenario. No pude ver ni una sola de las caras que aún lo esperaban, pero el grito de locura fue aterrador. Ya no tenía la camisa aleopardada: sólo el pantalón y arriba una remera blanca, de esas que uno usa para dormir, casi transparente, percudida. Agarró la guitarra acústica, una silla y tocó "Los libros de la buena memoria". Silencio total. En un segundo, como a un chiquito que pide teta y se la dan, las personas pasaron de gritar como dementes a tratar de tragar saliva sin hacer siquiera ese ruidito que se hace solo con la garganta. ¿Alguna vez le prestaron atención a la mirada de los bebés en el mismo momento en que toman la teta o la mamadera? Fue eso: un silencio ciego y absoluto. El vino entibia sueños al jadear, desde su boca de verdeado dulzor, y entre los libros de la buena memoria, se queda oyendo como un ciego frente al mar.
Hizo la versión más lenta que escuché hasta ahora, y entendí que ya no iba a poder salir de ahí. No creo que alguna vez pueda salir. No quiero salir de Spinetta. No puedo, no me interesa hacerme preguntas que tiendan a una lejanía. Voy a seguir acá, insistiendo en vano con la búsqueda de explicaciones a lo que escucho cuando lo escucho, aunque no pueda llegar. El título que elegí para estos párrafos dedicados es un título superador: pensé en algo que combata y alimente, como él, en un mismo trazo, a la forma en sí misma y al paso del tiempo. Elegí “clave de flaco” porque en el primer disco de Spinetta Jade, titulado Alma de diamante (¿alguna vez le prestaron atención a la mirada de los bebés en el mismo momento en que toman la teta o la mamadera?), la Ese de Spinetta es una clave personal, parecida a la clave de sol pero transmutada en clave de S, en una clave propia. Y como sucede con la misma exactitud infinita que propone el pentagrama, él ya tiene ahí una habitación individual, un nicho único de contornos indecibles, una armonía propia. Spinetta tiene clave propia. El último tema, esa noche, terminó con esa resignación (¿aceptación?) que carga en el final, con uno de los cansancios más hermosos de toda su obra. Terminó el recital como si todos se hubieran emborrachado entre sí. Esta botella se ha vaciado tan bien que ni los sueños se cobijan del rumor. Licor no vuelvas ya, deja de reír. No es necesario más, ya se ven los tigres en la lluvia.
Si todos saltamos, Spinetta no cae. Y no por flaco.
Esta es sólo la primera vez que lo voy a decir.


Clave de flaco /2

La evolución tecnológica no es, y nunca será, la raíz de la evolución del sonido. La evolución de la complejidad que arrastra la tecnología no es, ni será, parecida a la complejidad que arrastra la evolución de la música. Primero fueron las mañanas de sábado en el hogar, con los discos de vinilo de mamá y papá. Mamá escuchaba música clásica (Tchaikovsky, Bach, Händel, Vivaldi), algún disco de Mercedes Sosa, y papá se castigaba con merengue y latas: rocanrol del malo, o el frenesí de Wilfrido Vargas (los sábados me descontrolaban la mente en la repetición incesante de la pregunta más popular de esos años: mami qué será lo que tiene el negro, mami qué será lo que tiene el negro. Ése quizás haya sido, ahora que lo pienso, el origen de mi ansiedad crónica). Empecé, entonces, con la brisa sucia del sonido en vinilo en el equipo Pioneer que después nos robaron (un equipo de varios racks, frente gris clarito, medidores con agujas en el rack amplificador, solidez absoluta), y después siguieron los casetes, que empezaron a sonar en radiograbadores cada vez más chiquitos y oscuros y endebles. Los primeros casetes que escuché con atención (no sé de dónde salieron) fueron Nada Personal, de Soda Stereo, e Ignacio Copani, de, naturalmente, Ignacio Copani. El primer casete que adoré con el corazón y que hice andar hasta gastarlo fue El amor después del amor, ya en otra casa. Con los casetes desaparecieron las basuritas del vinilo pero empezaron otras chispas, un sonido más precario, en el que tuve que involucrarme más: para buscar un tema había que imaginarlo en algún pasaje de toda la cinta, y para re-escuchar un lado A, por ejemplo, había que rebobinar a mano. Así aprendí a usar los lápices de cuerpo hexagonal, o las biromes, ayudadas con una vuelta de papel si eran muy finitas, para mover la cinta y las canciones. En algún momento de esa época aparecieron los aparatos con auto-reverse y mermó el rebobinado manual: ganó algo parecido a lo automático. No lo era del todo, pero casi (¿se acuerdan de los días en que lo semiautomático era mejor que lo automático?). También apareció, para los paladares negros, el apósito de calidad que significó la cinta de cromo. Casetes con cinta de cromo que sonaban mejor, un poco más de fidelidad, y la posibilidad de subir el volumen sin miedo. Eran más caros, pero como todos los casetes, también abrían las compuertas del autoservicio. Comenzó a expandirse el verdadero arte del compilado: la actitud detectivesca en el oído atento a la radio, buscando el tema de moda o la melodía más pegadiza para conformar la mezcla perfecta de canciones en un solo rectángulo de plástico. Fue el apogeo del VARIOS. Casetes por todo el territorio argentino, casetes en todos los dormitorios de adolescentes, tinta negra sobre las tiritas de papel autoadhesivas que indicaban un VARIOS, una antología de los sueños, un compilado más, quizás mejor que uno anterior, quizás peor que el siguiente. Me dediqué, entonces, durante años, luego de haber recibido el origen de la ansiedad, a edificar la conducta obsesiva de la medición: elegía los temas para el casete perfecto, anotaba en un papel la duración de cada pieza, hacía un cálculo según la longitud temporal de la cinta (sesenta o noventa minutos) y recién ahí me disponía a grabar. De cinco a diez segundos en el punto cero, antes de que empiece el primer tema, y el mismo silencio para el final de cada lado. El arte de la alternancia. También evolucionó la recuperación de las cintas maltratadas, las maniobras para grabar en casetes que a primera vista no lo permitían, la pérdida de un material cuando algún autoestéreo se lo tragaba, y hasta el ajado, en el tiempo, del sonido. Una mañana de sábado de principios de los noventa, mamá y papá aparecieron en casa con un producto innovador (del que ya se venía hablando) de una marca desconocida: el minicomponente Aiwa con reproductor de Compacts Disks. Conectaron el equipo (negro) en el living y fue mi hermano el encargado de conseguir (no comprar) algún CD para saber de qué mierda se trataba eso. Los comentarios y las publicidades prometían una fidelidad nunca antes vista, sumada al milagro de lo digital y lo discreto (la posibilidad de pasar de tema con sólo apretar un botón)*. Efectivamente, otra mañana de esas épocas, mi hermano puso a sonar el álbum negro de Metallica a todo lo que daba el equipo, en un momento en que mis padres no estaban. Yo dormía, y me despegué de la cama como un policía aburrido. El sonido nos perforó la imaginación: “Enter Sadman” bañó las paredes de la oscuridad más penetrante y potente que podíamos llegar a soportar. Chau. Enloquecido yo por el golpe de música, enloquecido él por el poder supremo de su broma. Eso era el futuro. Para la navidad siguiente recibí de regalo el Use Your Illusion II de los Guns, y mi hermano recibió Let it Be. Otra de esas mañanas, en la casa de un amigo, mientras jugábamos a una consola de juegos de 8 bits, fuimos testigos de lo que tarde o temprano podía llegar a pasar: la mamá de mi amigo terminó de escuchar un CD en su minicomponente (también nuevo) y suspendió lo que estaba haciendo en la cocina. Sin chistar, caminó hasta el equipo, abrió la bandeja del CD, lo dio vuelta y la volvió a cerrar. Puso play y se trabó todo. Después del aprendizaje cotidiano, cupo esa fidelidad en un discman, que mató despacio al mejor invento de Sony: el walkman (mi abuelo materno, fanático de la evolución tecnológica y culposo de profesión, decidió regalarnos un walkman a mi hermano y a mí para nuestros 15 años; compró los dos aparatos juntos, le dio a mi hermano el que le correspondía en su cumpleaños y esperó tres años para darme el mío). Después empezamos a grabar los compilados de modo casi profesional, anotando cada tema en la cara linda de los CD’s (decíamos en la librería: “una fibra para escribir CD’s, por favor”), y pedimos más fidelidad y más memoria, y luego más memoria, hasta que llegó el Digital Versatil Disc. Sonido fiel e imagen brutal. Y un cajón sin fondo capaz de recibir todo lo que quisiéramos. El DVD creció gracias a los formatos de compresión del sonido: el círculo empezó a dar la vueltita, a sonar del otro lado de la loma. La compresión del sonido permitió usar más el espacio de memoria de grabación pero nos devolvió a la precariedad, porque qué es el MP3 de hoy sino el signo de lo precario visto con buenos ojos (los ojos del vértigo). Entonces comenzamos a escuchar, “realmente”, “como nunca antes”, “sin esfuerzo”, lo que quisimos. Aprendimos a descargar música gratis en la Internet. Discografías completas comprimidas. Artistas comprimidos. Discos sin nombre que sonaban bien hasta que una novedad los enterraba. Un tiempo después aparecieron los discman y los walkman y los reproductores de MP3 dentro de los teléfonos. La posibilidad de hablar por teléfono mientras escuchamos música. La posibilidad de andar por la calle con los auriculares puestos mientras se suspende el tema preferido porque alguien llama. Luego, la inteligencia de los aparatos. Smartphones y rectángulos blancuzcos por todos lados (esto es el futuro, nos decimos). La posibilidad de escuchar perfecto, de navegar perfecto, de hablar perfecto, de jugar a los jueguitos mientras pasamos sólo un puñado de minutos sentados en el baño. Los teléfonos agenda computadora reproductores navegadores utilitarios videograbadores apoyados, con cuidado, sobre todas las mesas de luz posibles. La música comprimida hoy espera en nuestras mesitas de luz para despertarnos cada mañana.

Este texto es el segundo de la serie flaca porque hace un tiempo viajé a Lomas de Zamora para ver un show de Spinetta, en el que también tuve la posibilidad, como escribí antes, de verlo de cerca. En esa ocasión me encargaron prepararle el camarín. Pregunté qué no podía faltar y fui llevando de a poco cada ítem que podría necesitar: miel, té, alfajores, frutas, Gatorade, agua mineral, energizante. Le preparé el camarín como si hubiese intentado reconquistar a una novia desilusionada. Calculé la distancia entre cada elemento sobre la mesada. Alineé los alfajores, que son, en el fondo, una de las comidas esenciales de Luis: no deja de comer alfajores. Acomodé las botellas, las frutas.
Spinetta cayó un rato después y me encontró saliendo del camarín. Levanté la vista con una mezcla de miedo y de emoción que pocas veces volví a sentir. Me dio la mano y sonrió. Tranquilo. A partir de ese momento no entré más y me quedé en la sala grande, a un costado del escenario en el que iba a presentar el disco Un mañana, que decidió grabar en cinta, y no en forma digital. Spinetta no es que graba en cinta ahora, cuando todos los músicos refunfuñan contra las ventajas y las mentiras de la mezcla en estudio: Spinetta grabó siempre en cinta, del primero al último disco. Me quedé sentado en una fila de sillas, en la sala grande, durante una horita, esperando el comienzo de su recital, hasta que un rato antes del comienzo del show el flaco salió de su camarín (de mi camarín) y se sentó un par de sillas más allá, a “esperar”. En ese momento la sala se llenó de gente. El resto de la banda inundó la sala, y amigos de él también cayeron para escuchar, quizás, como siempre, alguna anécdota. Spinetta contó algunas cositas de Dylan, su fotógrafo hermano, y cuando todos los otros se largaron a hablar, bajó la vista, cerró la boca y sacó de su bolsillo un teléfono celular. Me dediqué a mirarlo durante casi veinte minutos, como si me hubiese dedicado a mirar a una ex novia desilusionada. Los amigos siguieron hablando, hasta que cansaron al resto de los músicos (cada uno se fue a su camarín). Los amigos, después de eso, siguieron hablando, pero ya no con el objeto de deseo, sino entre ellos: Spinetta no hizo otra cosa, durante veinte minutos, que mirar la pantallita de su celular (un Nokia 1100) y tocar las teclitas acolchonadas. En un momento los amigos empezaron a irse y quedé solo con él. Miré hacia todos los costados que me permitía el cuello: fue como vivir, en la conciencia, en la certeza, una escena onírica, despojada de toda épica, y brillante, silenciosa, única en su sentido de ser, única en la posibilidad humilde de existir. La sala vacía, a cinco minutos del inicio del show, el bullicio expectante de la gente en las butacas (el crecimiento de ese grito ciego), las guitarras esperando en fila, y Spinetta, con su celular, y yo mirándolo. Ya se había tirado hacia delante. Tenía los codos apoyados en los muslos y el ceño fruncido.
Me hablé durante dos minutos enteros, sin abrir la boca. Al tercer minuto decidí pararme. Caminé los metros que me separaban de él y me detuve frente a su cabeza gacha. Sentí en el corazón algo parecido a lo que sentí cuando me tocó hacer una ergometría en medio de un ataque de pánico y llegué a los 191 latidos por minuto. Él estaba jugando: no mandaba mensajes, ni revisaba cosas viejas. Estaba jugando a la viborita. En el tiempo en el que la evolución de la tecnología cree marcar el tempo de la evolución del sonido, y de la memoria, y del espacio, Spinetta jugaba a la viborita. En el tiempo en que más de la mitad de las bandas no pueden reproducir en vivo lo que graban en el estudio, Spinetta jugaba a la viborita. En mi bolsillo tenía un Motorola V3 Black, finito, futurista, con un tema suyo de ringtone. Spinetta se había pasado veinticinco minutos jugando a la viborita, concentrado en su empresa, el ceño fruncido, buscando con los dedos el calor necesario para luego afrontar los punteos sinuosos de sus temas. Vio mis pantalones ahí, casi temblando, y puso en pausa a la víbora, y levantó la cabeza, como un chico al que lo descubren en algo demasiado íntimo.
“¿Sí?”, me dijo.
“Luis”, le dije, “te quería decir algo”.
“Sí”, me dijo.
“Es así”, dije. “Unos amigos de Córdoba abrieron hace poco una editorial, a pulmón, que hasta ahora publicó dos libros de poesía, y creemos que te pueden gustar. Quería preguntarte si te los podía dar”.
“Sí”, me dijo, “¿pero dónde están?”.
“Me los olvidé”.
“Ah”.
“Pero se los puedo acercar después a Juanca, si te parece, y él te los da”.
“Dale”, dijo, y bajó la cabeza y sacó la pausa y siguió jugando.

Volví a la silla y me dije que para qué carajo tenía que ir a joderlo al tipo ahí, con algo tan poco relevante a cinco minutos de un show. En realidad, lo único que quería era hablar un toque con él. Eso no estaba tan mal, era nada más que un reflejo, tan válido y analógico como la concentración misma, como su reflejo de darle a la viborita.
Cinco minutos después se metió en el camarín, dejó el celular y salió al escenario. Tres horas después volvió a salir de su camarín ya para irse.
Mis amigos, los productores, nos habían pedido a los que estábamos al pedo que cuidáramos la entrada a la combi, porque a veces los fanáticos solían sortear la seguridad y se colaban hasta las camionetas para “hinchar las pelotas”. Cuando él salió para dar por terminado su trabajo (porque es una persona que trabaja de eso, aunque no se pueda creer: va, toca, le pagan) yo estaba en el playón de estacionamiento del teatro, cerca de la combi. Éramos varios ahí, formando una fila.
Luis Alberto se acercó saludando uno por uno a cada uno. Daba besos. Cuando se detuvo frente a mí, me agarró de los cachetes con las manos huesudas.
Me miró a los ojos.
“Los libros de la buena memoria”, me dijo.
“Se los doy a Juanca”, dije.
“Buenísimo. Cuidate”, dijo, y me dio un beso, y siguió hasta la combi.
Pasó mi amigo un segundo después:
“Mirá cómo estás”, me dijo.
“Bien”, dije.

Unos días después armé el paquete, y con la ayuda de mi amigo le llegó al manager. Y en enero de 2010, cuando mi amigo y su socio fueron hasta la casa de Luis para saludarlo por su cumpleaños, llevaron un libro de cuentos Hadrones, para regalarle junto a una pata entera de jamón crudo. Me mató la ansiedad ese día, esperando el comunicado para saber si Hadrones había entrado a la cueva de su casa-estudio, La diosa salvaje.
Por la tarde llamé a mi amigo, y me contó.
Dijo:
“Sí, llegamos y nos atendió en la puerta. Le di el libro y después le dimos la pata de jamón, adentro de una caja inmensa con forma triangular. Pesaba sus kilos. Luis miró todo lo que tenía en la mano y se dio cuenta que había agarrado los regalos como un músico agarra lo suyo. Y nos miró cuando volvíamos al auto:
¡Miren! ¡Es una Gibson!, dijo.”

Si todos saltamos, Spinetta no cae. Y no por flaco. Esto no es más que la materialización del fanatismo. Este año le voy a llevar un libro que espero terminar y que se llamará La búsqueda de la estrella. La búsqueda de la estrella: eso que él creó con la forma de una canción, que ya encontró y que sigue buscando en estos días, todos los días. Y que va a volver a encontrar.


* La ansiedad de esta época nuestra es la irrupción de lo discreto. La ansiedad endémica es producto del hecho de haber conocido la irrupción de lo discreto, de haberla vivido por primera vez, como eso que cuentan del bautismo de la heroína, y después querer que todo se convierta a esa misma lógica, el impulso irrefrenable de pasar por encima el tedio del proceso para llegar a algún sitio, a algo, sólo con una pulsión de botón. La ansiedad de lo que somos hoy nace de la fragmentariedad que fue minando lo continuo. La posibilidad de pasar de un estado a otros con un solo golpe fue el final de la vida hilada, del proceso como valor. No fue tanto el mundo extraterrestre de lo importado en los noventa. La mentira de los billetes que valían lo mismo, ni siquiera la otra mentira de la fiesta perpetua, que se empezó a vivir cuando se acabó la complicidad, no antes. La historia de la crítica es la historia del aprendizaje: se nombró a una fiesta sólo cuando no se la pudo comparar con nada. Así cualquiera. El final de la vida hilada, el verdadero cambio, fue el hecho de que nadie se quedara fuera de lo digital. Ahí se empezó a morir el tiempo, y comenzamos a nacer otra vez, todos juntos, en el futuro, que es lo mismo que nacer antes de nacer, la nada antes de la nada.


1 comentario:

Adrián Savino dijo...

Qué grande, Diego. Adelante con esto, loco.