8.2.12

Autodeterminación, el tema del verano

Comparto un video al que accedí por una noticia pelotuda de los diarios, como casi todos los días. El título original decía algo así como “brutal abucheo a José Luis Gioia en Chile”. Ingresé al sitio y vi lo que pasó, y me dieron ganas de escribir. Es un tema recurrente en mí la relación con los chilenos; crecí en una ciudad habitada por chilenos, y viví la parte más importante de mi vida cerca de Chile, por lo que, naturalmente, como cualquier criado cerca de la cordillera, me llené la boca de burlas y de insultos y de menosprecios durante muchos años. Acciones todas, además, sin un claro sustento empírico: no se puede hablar sobre lo que no se conoce, y en todo caso, acciones todas sin un sustento metodológico: no se puede hablar sobre un país a partir de lo que sólo algunos chilenos hacían y decían en una ciudad ajena a ellos. Entonces: recuperando el recelo con el que me crié, y teniendo todos esos ingredientes en la mochila de las opiniones, vi este video que comparto y me acordé de uno de los eventos más importantes y genuinos que fabricó Chile en la esfera de los “espectáculos”: el festival de Viña del Mar, ocasión en la que se tilda (ya es una tradición) al público como “monstruo” por la supuesta autoridad estética que “ejerce”, tanto para bien como para mal. Claro está que el mote de “monstruo” no aparece por críticas elogiosas: ante todo, al público de Viña del Mar lo llaman así por la virulencia con que castiga a los artistas que “no gustan”. 
Parece que en estos días se desarrolla un festival de luces y sonido en Iquique, bien al norte del territorio chileno, la anteúltima ciudad importante antes de la frontera con Perú. Y parece que los organizadores de dicho festival decidieron contratar a un poco feliz humorista argentino pero no así tan mal actor: José Luis Gioia. El video, como se puede ver, arranca con un chiste mediocre pero antes que eso ofensivo, comparando a los abogados con las prostitutas. En la previa al chiste, Gioia entró a escena como siempre entra a escena (parece estar duro como un zapato en el techo, sin concesiones) y sacó fotos a los presentadores, hizo movimientos exagerados, eufóricos, sin gracia, y se esforzó para hablar como chileno (toda persona que intenta hablar con gracia como alguien que no es queda para el orto). Al momento del chiste de abogados y prostitutas el público ya estaba gritando desaforadamente, haciendo señas que pedían por su cabeza, chiflando a más no poder. Gioia, que es, realmente, como humorista, un profesional mediocre, ordinario, que parece salido de la escuela de Jorge Corona sin ser tan desastroso como el tocayo de la cerveza, empezó a funcionar por instinto puro: trató de sobrellevar la situación, trató (en vano) de contar algún chiste más, pero la cabeza ya no le dio para más nada, porque la virulencia del público creció a más no poder. Entre la frustración y el enojo que creció en Gioia, y que filmaron en primer plano, también mecharon algunas escenas de la tribuna, con la gente haciendo gestos sobre la fealdad del “número”, haciendo algunas risas emparentadas con la burla y la displicencia. Gioia entonces ya no pudo más y cortó lo que no existía: el clima de “show”. Y empezó a dirigirse directamente al público. Pidió que lo escucharan, simplemente, y le gritaron más. Preguntó si querían que se fuera y le dijeron que sí, como en una súplica dirigida a un estúpido. Y entre las cosas que soltó en esos minutos, típicas de argentino, una me hizo pensar en estas líneas que escribo, y en el título del post, que apela claramente a la coyuntura nacional: la autodeterminación de un pueblo, a partir de qué. La primera cosa que dijo no me hizo pensar directamente en la autodeterminación, ya que fue pelotudísima (“van a tener que silbar mucho para aplacar 36 años de aplausos”: bueno, José Luis -le diría yo-, tampoco vos equipares una mala noche a una “carrera de éxitos”…), pero la segunda sí: “yo a ustedes no les falté el respeto”. Esto lo dijo en el momento justo en que aceptó la derrota, y entendió que no podría salir bien de ahí. Bueno, también podría haber recordado él mismo que dos minutos antes le había faltado el respeto a las prostitutas, como casi siempre hace en sus chistes con ellas y con otros trabajadores de la salud y la enfermedad, pero en eso tuvo razón. En Iquique, como año a año en Viña del Mar, al artista también se lo echa con violencia del escenario. Incluso Gioia les deslizó otra muy buena: “ustedes pagan por esto, si les parece malo por lo menos escuchen”. Pero nada. Guillotina para el que no entendió “el ánimo” del público. 
La palabra autodeterminación se me apareció en la cabeza a partir de estas mierdas que pude ver. Ya hablé de Gioia y de su mediocridad: ahora pienso en lo que los medios difunden como la “potencia del público chileno”. Es una verdadera pena que muchos, allá, se jacten de un cierto poder que ejercen a partir de estas pelotudeces. Nacen las preguntas: ¿podemos hablar de paladar negro, de un pueblo que, ante todo, ostenta una formación en artes superior a la de sus hermanos latinoamericanos, y que por la excelencia de su educación formal alcanza semejante grado de exigencia estética para con los artistas contratados? Por supuesto que no. Los chilenos son iguales en ese sentido a cualquier otro habitante del cono sur, e incluso podría decirse que el “volumen” de artistas que de allí surgieron, sobre todo en la música, no descolla demasiado (un sensato podría responder más simple a la pregunta: paladar negro no, sino no hubieran contratado a José Luis Gioia ni después a Juan Gabriel). ¿Podemos hablar, entonces, de una acción que nace en el público como respuesta a una agresión previa por parte del artista? Creo que tampoco: el artista puede agredirlos con una mala performance, pero ese nivel de agresión estética es ridículo en relación al nivel de agresión que el público ejerce sobre el artista, a pesar de que haya sido contratado para eso (agresión, esta última, que excede al artificio y es manifiesta, palpable al margen de una consideración, directa). ¿Podemos, entonces, hablar de que el público chileno aficionado a los espectáculos de luz y sonido sólo reclama por lo que paga? Bueno, esto, en todo caso, puede ser dudoso, acá no hay un No rotundo. Pensar en un público que toma la voz oficial para pedir por lo que es suyo, un público que reacciona inmediatamente ante la posibilidad de una estafa: esto no sorprende si lo pensamos desde la política y la economía, porque sabemos qué acciones apoyó el pueblo chileno durante más de cuarenta años y cuál es su “horizonte de bienestar”, social y económico, con tantas contradicciones a cuestas, como nosotros, pero con un grado de sumisión, en algunos aspectos, alarmante. Si esto fuera así, sin embargo, y todo fuera una reacción de clase, una reivindicación de cliente, por lo menos le permitirían al artista la posibilidad de mejorar, de autosuperarse en el escenario, de forzar su propio límite: incluso siendo esto un indicio de violencia. 
Pero no. Todo lo que hicieron y dijeron los presentadores cuando Gioia abandonó finalmente el escenario, después de cantar un aborto de bolero con un tono emotivo que nunca existió, intentando “hablar” a partir de la letra, como un típico cansautor argentino, fue lo que define el ethos de lo sucedido. La chica presentadora y el flaquito presentador le pusieron el moño a la situación, ostentando el nuevo nacimiento, es decir, un hermanito menor del monstruo de Viña del Mar. “Se las traen ustedes chiquillos, se las traen ah”, dijo la chica festejando. "Ha nacido el dragón", dijo, mientras el flaquito de traje hasta se permitió la burla sobre el mismo escenario, girando y diciendo “gracias José Luis”, y haciendo luego caritas y chistes de los que, parece, sí querían escuchar. 
Así como en los últimos días se viene hablando de la autodeterminación de los isleños, es una verdadera pena que me surja esta asociación ridícula, triste. Es una verdadera pena que parte del pueblo chileno, la parte que tiene la posibilidad de pagar una entrada para ver un espectáculo y que probablemente (esto no lo sé, es parte de mi enojo, de mi malicia) tenga un crédito eterno recién comenzado a pagar debajo de la almohada (es decir, la parte visible del modelo chileno, lo que ellos eligen mostrar) ostente su cualidad de monstruo, de dragón, y que eso sea, en algún punto, algo que los determina como chilenos, algo que los distingue de un resto: es decir, una virtud accesoria y patética, vivida como un triunfo del carácter, una actitud que nacería de su misma idiosincrasia. 
Como de este lado de la cordillera, casi todo allá parece contradictorio. Desde los medios, se trata de un país-ejemplo: de “socialidad”, de orden, de estabilidad económica, mientras los estudiantes ponen el cuerpo a los palos para desnudar un sistema sumiso ante ajenos y desigual como la gran puta, castrador, limitante. Desde mi experiencia, todos los chilenos y chilenas que pude conocer en profundidad me parecieron personas sensatas y sensibles. Y después entro a sacar mierda con estas cosas. Lo mismo debe suceder desde allá para acá: el impulso de autodeterminarse con maniobras irrelevantes, con bijouterie, nace de una inseguridad intrínseca, de un dolor: como dice Nico, es un pueblo que fue apaleado durante muchos años y, por tanto, es difícil quitar de un saque tanto veneno acumulado. 
No hay nada nuevo en esto, pero bueno, no deja de actualizarse la lástima. Desde los presentadores de un video cualquiera, festejándole a una ciudad desértica del norte chileno la gran performance que ejecutó violentando y echando a un tipo que ellos mismos contrataron. Desde el público mismo, que probablemente tuvo el reflejo de reaccionar así para copiar a sus compatriotas de Viña del Mar, demostrando que el país es uno solo, aunque la realidad lo ponga en duda porque en Chile, según hablé con los chilenos que conozco, no son muchos los que miran para arriba, salvo cuando hay que negociar los recursos naturales que allí extraen. Qué cagada no poder transmutar el recelo mutuo en algo constructivo, algo que reubique la falta: desde acá, definimos el color del futuro tratándolos de castrados, mientras discutimos si es mejor o peor una minera extranjera o una nacional. Desde allá, el color del futuro oscila entre las pinceladas de los estudiantes cagados a palos, modelados como el desorden nacional, y los trazos simpáticos, supuestamente dominantes de los que pagan para abuchear y agredir cuando un show no les mueve la aguja.


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