22.6.12

Zielinski dijo tal y tal

Voy con más alimento balanceado para la gilada corte red social, bitácora, ilusión de sentido. Otro sueño. Hace cuestión de momento, nomás, soñé que jugaba en Belgrano. No era un partido oficial sino un entrenamiento, y no reconocí a muchos jugadores de la primera: podrán preguntarse, ¿pero era Belgrano, realmente? Y sí, era porque uno de los protagonistas del momento era Ricardo Zielinski. Mi mente emite algún tipo de conexión con Zielinski: algo de su ser me atrae, quizás su zezeo al hablar, porque parece que le sucede algo en la boca; quizás su tranquilidad al presentarse en público, una presencia ultra porteña de la familia del fulbo, con chaqueta de cuero, cuello de la camisa abierto y cadenitas; quizás es su coyuntura capilar, bastante pelado pero gringo y por tanto medianamente pelado. O quizás sea su ayudante de campo, Rubén el Bicho Flotta, que forma parte de "la historia oficial" de mi relación eterna con el fútbol porque mi padre jugó con él varios años en las inferiores de Racing, y lo he sentido nombrar muchas veces. Pero se nota que algo de la figura de Zielinski llama mi atención. Estaba, entonces, Zielinski en el sueño dirigiendo el entrenamiento, y por tanto me dirigía. Yo jugué de ocho. Mis pensamientos y certezas dentro del sueño giraron en torno a: a) la vivencia explícita de que estaba jugando en Belgrano a los 30 años, en este momento particular del tiempo de vigilia; es decir, en el momento en que me paso los días anclado frente a esta computadora. Sentí un extrañamiento exagerado respecto al campo de juego, como si nunca en mi vida hubiese ocupado una posición en una cancha de once. b) La certeza preocupante de estar jugando con unas zapatillitas tipo Converse, sin medias, y el miedo atroz a que Zielinski lo notara, porque, no sé porqué, me había olvidado de ejecutar la producción inferior del cuerpo: medias, vendas, botines. c) La certeza triste de haberme equivocado en muchos pases, casi lo único que me gusta hacer bien al jugar al fútbol: dar buenos pases, eso y pegarle bien al fulbo, hacer algún lindo gol siempre y cuando la pelota no ingrese por el medio del arco. d) Por último, el miedo hecho carne y lo de siempre, la frustración de vivir en pleno match la falta de piernas. No tenía piernas en el sueño. O sea, siendo un sueño, voy a la literalidad: tenía piernas, pero absolutamente cansadas, no las podía levantar del césped casi, aun en zapatillas livianas. Pero necesitaba que Zielinski entendiera mi deseo de despliegue, mis ganas de formar parte del plantel, cierta facilidad que en algún momento de mi vida tuve para pasar al ataque. Pero hacía un pase bien de tres. Y sobre un costado de la cancha estaba mi papá (su presencia puede comprenderse a partir de las conexiones con Flotta y Zielinski, o no) tratando de ponerle el baúl al Volkswagen Senda azul Bilbao que supo tener durante tantos años, y del que ya he emitido opinión. Como bien sabrá el lector, el baúl de un Senda es el clásico baúl de un sedán, horizontal con una leve caída, no es pequeño ni grande pero se trata de una pieza respetable. Bueno, mi papá había descubierto una forma de colocarlo al revés, es decir, primero desde el canto donde se encuentra la cerradura, donde traba, y después desde las bisagras. Esta última palabra, "bisagra", en ese momento no apareció, y lo bien que hizo: es verdaderamente imposible colocar ese baúl de ese modo. Lo cierto es que al momento de ejecutar un lateral sobre mi zona de acción (la franja derecha de la cancha) encontré a mi papá maniobrando con el baúl, distrayéndome para mostrarme eso. Le pregunté: ¿viene Damián al club después? No. ¿Vos vas y volvés? No. ¿Por qué? Los botines, le decía yo. Y seguía el juego. 
Hubo un penal. Creo que esto sucedió entre las 8:30 y las 8:50 de esta mañana, es decir, después del despertador. Ahora ya pasó un poco el tiempo de vigilia y brotan las dudas: creo que tuve que ver con la jugada, creo que lo provoqué, de hecho, y por esa razón me acerqué a mis compañeros para decirles que quería patearlo. El arco, ahora me doy cuenta, era muy muy similar al arco norte de la cancha del club santafesino de la ciudad de Neuquén: tenía el punto penal pelado y detrás canchas de tenis. Mis compañeros de equipo no me dejaban patear porque según ellos había shoteador asignado. Entonces, con lo poco de pierna que me quedaba, con lo último ya, deshice el terreno de juego y parte del club santafesino hasta la zona de parrillas y quinchos, donde Zielinski estaba jugando al truco con Flotta y otros. Me le arrimé por detrás al ruso, con sutileza, y le pregunté: ¿Quiénes patean penales, Ruso? ¿El Chiqui Pérez? ¿El que lo hizo nunca puede patearlo, ruso? ¿Hay lista, patea el Chiqui o quién? Zielinski nunca dejó de mirar las cartas. "Patean tal y tal", me dijo. ¿Y el que lo hizo? "Tal y tal", dijo. 
Volví corriendo al área, porque no quería perderme el penal a pesar de correr triste. Al pasar, sobre la izquierda esa vez, vi al Senda detenido y a mi papá jugando con el baúl, tranquilo, concentrado. Corrí sin dejar de mirar esa escena, torciendo la cabeza como un búho: finalmente estaba logrando colocarlo al revés, casi que pude sentir el click primero de la cerradura y luego un encastre final. Lo vi levantar la cabeza y una mano y saludarme en medio de un tránsito constante, como si mi trote cansado se hubiese convertido, finalmente, en un vagón de tren. 

1 comentario:

Adrián Savino dijo...

Me acuerdo una tarde, al negro Marco Pérez le hicieron penal y pidió patearlo. Rebotó como pelota de goma rayada. Al final no me acuerdo quién pateó, si tal o tal.
Abrazo!