Cuando despertó, Dinosaurio se había ido. Lo habían bautizado con ese nombre tres o cuatro noches antes, sentados en el porch de la cabaña. Se acercó a una velocidad ridícula, primero entre los árboles y luego por el césped, hasta el comienzo de la escalera. Recién allí notaron su problema en las patas.
Por algún desorden de crecimiento, quizás una mutación genética, llegó lanzándose de cara contra el suelo, a cada paso. Sólo así podía avanzar. Un paso, un golpe autoinfligido. Discutieron el nombre mirándolo, con la noche inmóvil y los grillos de fondo. Dinosaurio o Tiranosaurio. Ella se inclinaba por la designación amplia, él por rendirle homenaje a esas dos patitas delanteras inconclusas, tan cortas que no le permitían adoptar el perfil de un cuerpo convencional (hasta propuso llamarlo “Rey”). Decidió ella, desde su sillón, mirándole los ojos hambrientos y espejados.
—Dinosaurio —dijo.
Había aparecido sin explicación. Lanzándose de cara una y otra vez hasta la escalera del porch. Allí pasó los días, acompañándolos, comiendo los restos de la pareja.
Cuando él despertó (tarde y solo, como siempre) quiso sentir la frescura del aire y darle los buenos días. Lo había hecho cada mañana desde su llegada. Hizo crujir las maderas del porch con los pies desnudos. Miró el bosque, y luego el entorno inmediato a la cabaña: nada. No había ojos, ni respiración cansada, ni pasto apelmazado. La comida todavía estaba allí. Pero ni un sonido de Dinosaurio al caminar.
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