En
2013 visité un par de veces la sala del pintor Miguel Ocampo en La
Cumbre, y tuve la increíble suerte de charlar con él en esas dos
oportunidades. La sala, sobria y hermosa, es parte de su casa: la
rutina diaria de Ocampo incluye caminatas y cuestiones
doméstico-artísticas en el almacén de sus cientos de cuadros, en
las muestras de turno y en la oficina de catálogos y ventas, donde
controla, reordena, charla con los cercanos y con los visitantes y,
sobre todo, toma pausas de trabajo, porque me dijo que seguía
pintando cada día, un poco más lento pero con la misma constancia
de siempre. La primera vez que fui estaba en exposición una
retrospectiva-homenaje por su cumpleaños que daba cuenta de todo su
recorrido en la pintura, con sus distintos momentos, intereses y
resultados (no tanto materiales, porque hace muchísimos años, creo,
trabaja sólo el acrílico). Esa vez pude hablar bastante con él y
recorrer el salón a su lado.
Tiempo
antes, y gracias al pintor Marcelo Barchi, había podido enfocar mi
atención en algunos de sus cuadros perturbadores por la potencia y
el dinamismo del color. Marcelo había visitado a Ocampo para
mostrarle su trabajo y al regreso me aconsejó, o mejor dicho me
ordenó, que fuera a ver “una tela” en particular. “Andá a ver
en vivo y en directo Vacío germinal”, había dicho Marcelo.
Vacío
germinal no tiene nada que ver con la imagen que puse acá. Es
casi una falta de respeto mirar esa mancha plana de un azul casi
tonto que pude encontrar en Internet, pero quería ilustrar de algún
modo de qué va la cosa. Vacío germinal tiene sobre todo
azules pero va más allá de eso: es vibrante casi hasta la
alucinación por el centro magnético del cuadro, que provoca, frente
a la percepción sostenida, el nacimiento de nuevos e indefinidos
colores que a su vez van mutando si uno sigue ahí, atento: los
azules viran a los violetas y luego al granate, a los marrones y a
partir de ahí ya puede pasar cualquier cosa. O por lo menos eso me
pasó a mí.
Cuando
caminé junto a Ocampo por la sala, en aquella primera visita, él
avanzaba respondiendo a mis preguntas y se detenía en algunos
cuadros precisos para dar ejemplos de sus respuestas. Recuerdo que
frente a un cuadro ocre, que salía, según la chica de ventas,
treinta mil dólares, se detuvo para refutar mi percepción sobre la
cantidad de material en la tela. Pareciera que hay mucho pintura en
las telas, que son todas bastante pesadas, dije en un momento, y el
viejo dijo ¡claro que no! y se detuvo frente al cuadro ocre. Mirá
éste, por ejemplo, dijo, y lo golpeó con un nudillo como llamando a
una puerta de tela, como suelen hace los pintores: mirá cómo
reacciona al contacto, éste es liviano, dijo.
Después
le pregunté cuándo consideraba que un cuadro estaba terminado.
Dijo, categóricamente, una palabra: nunca. Nunca un cuadro está
terminado. ¿Nunca nunca?, insistí. Nunca, dijo. Fijate que en estos
días, por ejemplo, estuve trabajando unas telas que tienen cerca de
quince años. Y hasta lo he hecho con otras telas mucho más viejas.
Nunca voy a decir que un cuadro está terminado porque es mentira,
dijo.
En
ese momento pasábamos frente a Vacío germinal, que estaba
cerca de una esquina, y me detuve a propósito mientras escuchaba sus
sentencias. ¿Y éste?, le pregunté. El viejo quedó inmóvil frente
al núcleo perturbador. Lo miró por vaya a saber uno qué vez, y
respiró hondo.
Éste
es mi preferido de todos, dijo.
Pero
puede ser retocado en algún momento, según lo que usted dice, ¿no?,
se me ocurrió decir, e inmediatamente me tiró rayos con los ojos.
A
éste no lo toco, dijo.
Tuve
la suerte de haber vivido ese momento como una revelación del
paraíso sensible, un recorte de la experiencia que concentró la
intensidad y la unicidad suficiente como para generar un recuerdo
imborrable. Ayer por la noche, en la casa de Martín Cristal, creo
haber estado cerca de un momento parecido, de ésos que llevan a
ignorar la vergüenza pura e infantil del entusiasmo.
La
fotografía que aparece junto a Vacío germinal es de un
fotógrafo mexicano llamado Rogelio Cuellar, con el que Martín
trabajó y tuvo contacto. Yo no conocía la foto, y ayer por la noche
la vi colgada en su estudio-biblioteca y quedé culo para arriba, o
boquiabierto, para los formales. Qué es esto, dije, mientras él
buscaba unos libros; qué es qué, dijo desde allá. Esta foto, ¿es
real?, se me ocurrió decir, mientras leía la letra manuscrita de
Cuellar en la que dedicaba a Cristal la copia-autor ahí presente,
con fecha, enmarcado, confirmándolo todo. No lo puedo creer, dije.
Hablando de formalidades, alguien fotografió a Borges ciego y meando
en una larga fila de mingitorios, sosteniendo el bastón con el
sobaco como si fuera un diario o una flauta de pan.
Entonces
Martín me contó la historia de la foto: cómo la conoció, cómo
llegó al autor, cómo trajo una copia original y firmada desde
México. Es una toma difundida (está en Internet) pero a la vez no
tanto; supongo que habrá sido publicada en Argentina hace ya varios
años. Pero a mí me tocó ahora, en medio, además, de la
preparación de un libro de fotos de Daniel Moyano. Por supuesto que
no voy a contar la historia de cómo un fotoperiodista le disparó a
Borges en ese lugar; no es mía, no me corresponde y no tengo
autorización. Lo que sí voy a repetir, en este final, es que ayer
por la noche volví a quedar boqueando como un nene, contra una
pared, mirando un rectángulo sorprendente, mientras alguien, a mi
lado, hablaba sobre el milagro de estar ahí, en el momento justo,
mientras las cosas pasan.
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Rotundo.
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