21.6.06

Condonación de deuda

Máximo estaba sentado en su escritorio cuando sonó el timbre del portero eléctrico. Eso es lo primero que hay que decir. Lo segundo es que estaba concentrado en una tarea bastante especial: había encontrado el momento para hacer la lista, un sábado cualquiera, sin sacarse el pijama, sin siquiera encender la radio o la computadora. Podía escribirla. A la lista. Lo tenía pensado desde meses atrás. Desde junio, o principios de julio en adelante, cada vez que terminaba una sesión de psicoterapia, empezaba a imaginar la construcción del último documento, calculaba la redacción precisa con los nombres en mayúsculas y si era posible tinta negra, para no perder ningún detalle, cada nombre pegado al margen izquierdo de la hoja hasta formar una columna vertical, cada nombre repetido con una letra posterior ―la primera del apellido, en la mayoría de los casos― para evitar confusiones y distinguir a cada persona. Sólo le faltaba recorrer todos los ejemplos, como hacía en las caminatas, evaluarlos, y ejecutar. Estaba en el escritorio, justamente, detallando los nombres, cuando sonó el timbre.
Algunas decisiones siempre fueron, para él, mucho más complicadas que otras. Todavía no podía acostumbrarse a enfrentar todo con un mismo nivel de dramatismo. Es decir, el más bajo posible. Esa era la clave de su tratamiento. Aprovechar el final del año. Eliminar de un tirón parejo toda la angustia acumulada, y despejar el camino. Anotar en un papel (esto lo pensaba él, no la psicóloga, mientras caminaba de la terapia hasta su casa) los nombres de las personas prescindibles en su vida. Los nombres de todos los que ya no servían, o que en realidad nunca habían servido. Todos aquellos que, aún forjando el máximo esfuerzo posible, podían confundir su intervención con la de cualquier mueble hogareño. Todas las personas a las que, en el supuesto caso de que se produjera una catástrofe natural y la consecuente evacuación del mundo, podría saludar desde la ventanilla de turno, con una combinación lenta de sonrisa y movimiento de dedos.
Anotó, en los últimos renglones:
EDUARDO
PABLO P.
JAZMÍN
GRACIELA
MIGUEL y MICAELA (V)
PABLO F.
LULA
CRISTIAN
GABI, GABI, GABI
Y segundos después de mirar por la ventana, acomodar la lapicera, golpear tres veces la madera del escritorio y enfrentar nuevamente el papel, sonó el timbre. Tenía el impulso justo y los dos nombres que seguían. Los mejores. Antes de anotar, con la mejor tinta posible, PAPÁ Y MAMÁ, lo interrumpió el chillido.
Tardó un instante en asimilar el ruido y levantarse. Se demoró porque no pudo entender esa sincronización estúpida, innecesaria, de los hechos.
Corrió la silla hacia un costado y caminó unos pasos, hasta el aparato. Levantó el tubo y con la vista clavada en la pared hizo la pregunta.
―Quién es.
―Sí buenos días, el afilador de cuchillos y tijeras…
―¿Cómo?
―El afilador de cuchillos, y tijeras…
―No, está bien, le agradezco ―dijo.
―Pero vamos, un cuchillo, tijera, ¡le afilo lo que usted quiera!
Pensó en acercarse hasta la lista del escritorio y escribir la palabra AFILADOR, debajo de los nombres. Pero no lo hizo porque también tendría que anotar al resto de los practicantes de oficios. Podían llenar la lista, y hasta quitarle todo el sentido. También existía la posibilidad de escribir sólo esa palabra una vez colgado el tubo.
―Le dije que no, muchas gracias.
―Pero dale, pendejo, no seas rata, un cuchillo, algo ―dijo la voz del portero.
Hubo un instante de silencio.
―Pero por qué no me afilás ésta, pelotudo ―contestó Máximo, con acento en la letra Te.
Colgó enseguida. Y se quedó callado.


Pocos minutos después, desde su posición en el escritorio, escuchó el sonido de uno de los ascensores llegando al piso, el áspero abrir y cerrar de la reja corrediza, un golpe violento en la puerta de entrada. Golpes de patadas.
Escuchó gritos en el palier y sintió las sacudidas en la madera. Las patadas se sucedieron cada vez con más fuerza. “La puta madre”, pensó. “Justo ahora. Alguno lo dejó entrar sin preguntarle nada”.
―Abrí la puerta, puto de mierda ―se escuchó desde afuera.
Despegó rápido la espalda de la silla. Dejó la lista sobre el escritorio sin haber anotado los nombres que necesitaba y miró el teléfono, apoyado sobre un estante de la biblioteca. Pensó en llamar. Levantó el tubo pero no supo qué hacer, nunca pudo memorizar los números de emergencias. Las calcomanías se habían gastado, se leía “bomberos policía ambulancias” pero los números estaban borrosos.
Marcó 110.
Después se acercó hasta el portero eléctrico y probó con el botón que suena en la sala del encargado. No contestó nadie.
―Abrí, puto, que te voy a afilar la cara a trompadas.
―Cómo entraste ―le preguntó―. Quién te dejó subir.
―Que te importa, puto, abrí que te mato ―dijo el afilador.
Recién entonces comenzó a repasar lo importante, todos los datos que había resumido y sacado en limpio durante el año entero de tratamiento psicológico. Se situó en el tiempo: viernes 28 de diciembre, tres de la tarde. Lugar: su casa. Sintió que era un momento señalado para enfrentar la lucha contra las preocupaciones. Y que tampoco podía hacer mucho para evitarlo.
Caminó hasta la cocina y de un cajón sacó un cuchillo grande, de hoja bien ancha y pulida. En una lata sobre la alacena buscó una tijera costurera. Después volvió hasta su lugar, con las manos armadas, y recorrió ­con detalle cada una de las paredes del departamento. Decidió abrir la puerta. “Voy a abrir la puerta”, se dijo.
Giró la llave con un solo movimiento y tiró del picaporte.

El afilador estaba demasiado compenetrado en las patadas como para calcular esa agilidad en la respuesta. Se sorprendió al verlo. Retrocedió unos pasos hasta la puerta del ascensor, pero siguió gritando. Nunca dejó de decir “puto de mierda”.

―Ahora vení vos, forro, vas a ver cómo te ensarto y cagás fuego acá mismo ―dijo Máximo inflando el pecho, con los metales de punta.
El afilador retrocedió aún más, hasta el centro del palier. Bajó los brazos e insinuó hacer una pausa para pedir calma, pero fue sólo una táctica de despiste. Sorpresivamente se lanzó hacia delante y le pegó una trompada en la boca. Estuvo a punto de dormirlo. El golpe fue directo, con ruido seco incluido. Máximo aflojó las rodillas y dejó caer el cuchillo y la tijera. Se le disolvió la tensión de las manos. Perdió el equilibrio contra una maceta pero nunca tocó el suelo, lo que le permitió incorporarse y volver a la carga. Se trenzaron en un forcejeo a través del pasillo: rebotaron contra las paredes, alternaron gritos con mordidas en las orejas, hasta que los detuvo la puerta de otro departamento al final del palier. El departamento B, del catamarqueño Miguel y su novia Micaela.

Miguel, que siempre fue simpático, corpulento y macizo, estaba en la lista.

Miguel abrió la puerta después de escuchar el estruendo y se encontró con la riña que se le venía encima.
―Qué pasa, mierda ―dijo.
Empujó sin dificultad los cuerpos enmarañados, hacia la otra punta del pasillo, y pudo ver cómo el afilador ahorcaba a su vecino, con las manos haciendo de tenazas sobre el cuello angosto. Máximo estuvo a punto de caer desplomado.
―Así que sos vos, pedazo de hijo de una gran puta ―dijo Miguel, y caminó hasta donde forcejeaban para separarlos―. Ahora sí que te agarro ―dijo.
Separó a Máximo con un cachetazo paternal y se ocupó del afilador, que ni siquiera alcanzó a inhalar un soplo de aire para emitir un último quejido de defensa. Lo sostuvo del cuello con una mano y con la otra le desfiguró la cara, contra la puerta placa del ascensor.
―Pará, Miguel, pará ―dijo Máximo.
El afilador perdió la conciencia pero nunca dejó de recibir golpes. Los ojos se le desorbitaron y se tiñeron completamente de blanco.

Máximo estuvo admirando en silencio el recorrido y la explosión de cada golpe como si transcurrieran detrás de un vidrio y en cámara lenta. Pensó en agradecerle a Miguel: pensó en confesarle que sin su ayuda hubiese perdido la vida. Tuvo ganas de llorar. También se imaginó sonriendo desde el suelo con la boca llena de sangre y diciendo “Dejálo, Miguelito, ni este tipo ni nosotros, en definitiva, servimos para nada. Somos absolutamente prescindibles”. Pero no lo dijo, por dos motivos. En parte porque la frase era demasiado complicada como para interrumpir el salvajismo de un vecino. Y de esa interrupción se desprende la consecuencia: el miedo inevitable de que Miguel no la entienda.

―Pará querido, por favor, lo vas a matar ―dijo Máximo con la voz tomada.
Miguel lo miró de reojo, respiró unos segundos, y aflojó la mano del cuello. El afilador cayó a sus pies, desvanecido. Como un pájaro muerto.
Lo miraron desde arriba, abandonado sobre los mosaicos ocres y opacos, mientras uno recuperaba el aire de la embestida y el otro lo necesario para respirar con normalidad. También miraron las esquinas del palier, el rectángulo del ascensor, las bolsas acumuladas de la basura, las puertas abiertas de los departamentos.
Se miraron entre ellos sabiendo que alguno tendría que sacar el cuerpo inmóvil a la calle y dejarlo junto a la tradicional bicicleta, sin ningún tipo de ayuda.
Se miraron a los ojos.
―Te tengo que decir algo ―le dijo Máximo. Apretó bien fuerte los párpados y con las palmas todavía húmedas quiso hablar. Pero no pudo. Antes de que lo haga, Miguel le hizo una seña con su dedo para que se calle; apoyó el dedo sobre sus labios carnosos, y le dijo que no se preocupara.
―No te preocupes ―le dijo.
Tenía el dedo índice bañado en sangre, al igual que toda la mano derecha. Sin querer se ensució la boca. Después soltó una pregunta:
―¿Vos tampoco le pagaste, no?

Máximo ni siquiera pudo contestarle eso, sencillamente se dio cuenta de que no podía hablar. No le vibraban las cuerdas vocales. Sólo emitía algo así como un soplido hueco: una brisa que se interna o escapa de un tubo plástico.
Se imaginó una puesta en escena de lo que sería el fin del mundo. Una tormenta letal en el centro de la ciudad, un colectivo parado sobre la vereda de la Plaza de la Intendencia, frente a la Municipalidad. El colectivo cargando a los futuros sobrevivientes, o mejor dicho, cargando a quienes por una decisión arbitraria y anónima se podrían salvar. Se imaginó en un asiento junto a la ventanilla, con su terapeuta a la izquierda, cerca del pasillo. Con Luciana.
―¡Enano! ¡Tampoco le pagaste! Quién lo hubiera dicho, Enano cagador ―gritó Miguel, con los dientes un tanto amarillentos y los labios sucios de sangre―. Mirá cómo te dejó el cuchillo de lindo ―saltó las piernas flojas del afilador y levantó el cuchillo del suelo― brilloso, lo dejó, y tampoco le pagaste. Hiciste bien. A mí me venía reclamando por un Tramontina de mierda. Y encima te toca el timbre justo a la siesta, no te da tiempo ni para ponerte los…
Máximo se imaginó, por último, sentado junto a Luciana, la terapeuta, el colectivo arrancando, hordas de gente corriendo tras el ruido del motor, y Miguel colgado de la ventanilla, intentando romper el vidrio con su puño derecho y diciendo “Yo me voy con vos, yo te saqué de ésta y ahora nos vamos juntos”. Luciana abandonando toda su mesura profesional y avisando a grito pelado “¡Chofer, hay un tipo colgado que quiere entrar!”. Se imaginó en medio de esos gritos, mirando a Miguel del otro lado de la ventanilla, con el ómnibus en movimiento, y rogándole, a centímetros, “Bajáte, por el amor de dios, dejános tranquilos y te saco de la lista”. Después sintió una mano pesada apoyándose sobre su hombro, y cerró los ojos.
―En serio te digo, hiciste bien. Éste no te da tiempo ni para ponerte los pantalones ―repitió Miguel―. Lo único que te pido es que me prestes un poco de azúcar porque allá tengo unas frutas y no me queda nada ―dijo, y caminó sin pedir permiso hasta el departamento de Máximo. Cruzó la puerta de entrada y se internó en la cocina para explorar la despensa.

Máximo lo acompañó en silencio. Una vez adentro volvió a sentarse en la silla del escritorio, frente a la lista. Miguel siguió hablando de las frutas mientras revisaba las cosas.

Sostuvo la lista, el papel con los “extras de la vida”, y buscó el lugar que hasta ese momento había ocupado Miguel, junto a Micaela. Repasó en los últimos renglones la letra ve entre paréntesis, y tachó el nombre completo. Tachó con fuerza.
Miguel encontró un paquete de azúcar y al cruzar el living lo sorprendió tachando.
―¿Qué estás haciendo, Enano?
―Nada ―contestó Máximo.
―Bueno, gracias igual por la gauchada ―dijo Miguel desde la puerta―. Después sacá esta bolsa de huesos para que no joda en el pasillo ―dijo.
Y se fue a su casa.
Ya tenía el cuchillo grande, ancho y pulido, escondido bajo el brazo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Ta bueno el forracion de deuda.... me imagino un corto, el reparto seria:
afilador: mariano clos
miguel: nalbandian
maximo: titi vigna
firma: ROLOU