Cada vez que decimos algo, nos reímos. Y cuando nos reímos, María me da un beso. Un piquito. Yo estoy del lado de la ventanilla. En ese instante en que ella me besa, veo a la señora, del otro lado del pasillo, que me mira y se lame los labios.
La señora es asquerosa.
María después mira La Aldea. La película. Yo, en la ventana, paso frente a una casa donde un hombre sin piernas mira caer el sol sobre una silla de madera. Alguien allí lo puso; es evidente que no se subió solo. Por lo tanto, alguien, probablemente su señora, lo apoyó sobre esa silla para que mire una vez más –estoy seguro, por la ciudad y por la casa, que hace muchos años de todo esto– el sol oblicuo.
Ese hombre con torso, brazos y cabeza, que alguien colocó una tarde más en esa silla, o que quizás fue plantado hace años en ese rectángulo de madera y hoy sólo cumple el papel de fruto, también me miró, un segundo, como quien mira al sol. Igual que la señora del otro lado del pasillo, pero sin lamerse y desde afuera.
Capaz que tampoco tenía lengua.
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