Dos noches antes había escrito unas últimas palabras en mi cuaderno, antes de salir para Córdoba. Después de haber escrito durante cuarenta días en ese cuaderno, poemitas, pensamientos, tonteras, me salió un último párrafo, poco tiempo antes de irme. Decía: “En unas 18 horas me vuelvo a ir de casa. Mañana a la noche mi madre pasará por esta puerta y su manito hará fuerza contra el marco. Mi hermano se quedará dormido en el sillón del living, con alguna película clase Z de fondo. Mi perro se rascará en la cocina y golpeará sin querer la madera de la puerta, pero no me despertará, porque ya no voy a estar acá, porque voy a estar en la otra pieza en la que me toca dormir, pensando en ésta, y esos cardos que voy a ver rodando”.
18 horas después subí al colectivo, en medio de un atardecer fucsia que siempre me despide del sur. Abracé a mi familia y de nuevo tuve que repasar los álamos y el rocío como si fuera un visitante, como si después de cuarenta días allá todo volviera a ser un sueño, a veces mal soñado, a veces parecido a lo real.
Cuando llegué a Córdoba no dejé de estar adormecido. Me junté con los míos pero todo el día evité el departamento, y también el centro, para no tener que darme la razón por lo que había escrito en la pieza de Cipolletti. Aguanté hasta las dos de la mañana, borracho, pero a la hora de entrar, de poner la llavecita en la primera puerta del edificio, recibí el llamado. Vibró el celular y hablé: hablé con cada uno y con todos, como si hubiesen sabido que, sobre la hora, yo tenía que ser rescatado de algo que no tenía forma: hablé con Levín, el Tigre, Loyds, Richard y Funes; todos me saludaron a los gritos, también borrachos. De fondo escuché el trote de los colectivos y otras risas, repetidas hasta el cansancio. Cada uno me hizo saber que los cuarenta días en mi casa, en la estepa, que casualmente comenzaron junto a ellos, no fueron de mentira, sino que fueron palpables, que entre todos funcionamos como una maquinaria letal y perfecta, junto al sol, al calor, a las noches frescas. Levín Oyola Loyds Richard y Funes se reunieron el 30 de enero para recordar el 30 del diciembre pasado; recordar lo que hicimos con los Villancicos. Los chicos se reunieron, paradójicamente, un 30 de diciembre para festejar lo que fue ese rocanrol divino, entre todos, y yo recibí el llamado en la puerta del edificio, a las dos de la mañana, si entender qué hacía ahí, qué me había arrancado del sur, sin entender lo que nunca entendí cada vez que dejé mi lugar por otro.
La noche que llegué a Córdoba fueron los porteños los que me agarraron de las mechas y me llevaron, un ratito, a mi tierra. Con sus voces, cagándose de risa, diciendo todo lo que nos queremos, como amigos bien nuevos que somos pero con todo un pasado en común, que llevamos dentro, y que pusimos arriba de la mesa en una sola noche. Ahora sí les voy a decir gracias, a todos, por ese llamado. Por llevarme al sur con el saludo. Ese sur en donde tuve la innegociable suerte de crecer, y donde ellos compartieron el milagro de sentir la desolación de la chatura en el centro del pecho.
Desde aquí voy a brindar por todos ustedes. Cuanto sea necesario.
5 comentarios:
Un poco más tarde llegamos las chicas y volvimos a brindar por ser 30, por ser un mes, por ser Neuquén.
Quedé lagrimeando...
Eh, loco, a mí no me llamó nadie y me siento como el chico de melodrama juvenil norteamericano, sin compañera de baile y con cara de gil.
Pero tendré mi revancha a lo "Carrie" y todos ustedes quedarán bañados en sangre.
He dicho.
Chimango: a vos te llaman con el corazón. Igual chupamelá.
Eso.
A mí también.
Digo, si te sobra un minuto.
buena vigna, el post prometido
un abrazo desde madrí !!
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