24.4.07

Algo oscuro en el centro

Bueno, voy entonces con lo que pasó el fin de semana, ahora que ya pasaron dos noches en las que pude despertarme únicamente con la alarma del reloj despertador. El viernes me escapé con mi novia a Unquillo, para quedarnos el finde en la hermosa casa de su prima (supongamos que la prima se llama Ana, o Laura), enclavada en una pequeña ladera de montaña, con vista al Pan de Azúcar. La casa está en una suerte de barrio cerrado, un poco lejos del pueblo. Un lugar demasiado lindo para todos los días.
Ese viernes por la noche fuimos a comer con la prima de María (embarazada de ocho meses y tres semanas, a punto de explotar) y su marido a lo del Gallego; fonda ubicada en Río Ceballos. Toro viejo con soda, lasagna, rabas, raxo de cerdo con papas fritas y puré, flan con crema. Volvimos, vimos películas. El sábado comimos ñoquis caseros. Por la tarde me senté en la cornisa del pasto a leer un poco: estuve un rato hasta que alguien puso a sonar las suites 1, 2 y 3 de Bach y me obligó a entrar a la casa, para escuchar de cerca.
Esa misma tarde llegó la última visita: una gran amiga de la prima embarazada que, supongamos, se llama Daniela (no sé por qué no quiero dar los verdaderos nombres). Daniela, entonces, llegó con su última joya: un bebé llamado, supongamos, Fidel, o mejor le pongo un nombre de esos que ahora las actrices les ponen a sus hijos; el bebé Benicio, entonces, una rata de veinte días, en etapa de formación intestinal, tomando la teta todo el día, llorando discretamente (la verdad que lo hizo muy poco) sólo para pedir leche de la teta libre. Benicio, Daniela, Ana la embarazada, su marido, María y yo, cenamos ese sábado unas pizzas con empanadas y cerveza; vimos unos capítulos de Angels in America y nos fuimos a dormir.
En la madrugada del sábado sentí ruidos en el pasillo, voces que sonaban fuerte, y lo primero que se me cruzó por la cabeza fue que Ana estaba por dar a luz. Abrieron la puerta de la pieza en la que dormía junto a mi novia y la primera imagen que pude distinguir fue la de un orificio de pistola, plateado en su contorno, oscuro en el centro.
Nos asaltaron.
El marido de Ana estaba con muy poca ropa; yo también. Las chicas estaban en pijamas. Los dos tipos que habían entrado nos juntaron a todos en la pieza donde yo dormía. Daniela, llorando despacito, con Benicio en brazos, Ana tratando de mantener su panza a salvo, María acostada a mi lado, congelada, yo completamente cagado en las patas. Los perros también, adentro de la pieza.
La metodología de la pareja delincuencial fue la corriente: agitaron buscando una caja fuerte, joyas, la guita que supuestamente les habían “marcado”, amagaron con llevarse al dueño de casa a un cajero automático. Dijeron que ese era el laburo que les tocaba ejecutar. Que tranquilamente podrían hacerlo mal, y matar a la gente, pero que lo hacían bien, y por eso sólo gritaban y amenazaban. Uno de los pibes se la agarró con María, en un momento, por una supuesta cadenita de oro que no existía; después se la agarró con mis zapatillas, y hasta creo que se burló de ellas.
Juntaron todo lo que podían llevarse de a pie; estuvieron cerca de cuarenta minutos. Un minuto más largo que otro. Uno de ellos guardó todos los celulares en un bolsillo: sacaba de a uno, mientras lo mirábamos, y decía “éste es feo, éste es feo, éste es feo…”. Se llevaron mi bolso, todos los celulares, cinco o seis objetos electrónicos de valor, cámaras de fotos, un cepillo de dientes eléctrico, una Match 3, dos MP3, un poco de plata que había en la casa, la plata de todas las billeteras. Cerraron la puerta de la pieza con una llave de mi llavero: la llave con la que todas las mañanas abro la oficina. La llave con la que, hace minutos, abrí la oficina y me senté a escribir esto.
Ahora estamos bien, un poco más tranquilos. A María, hasta ayer, le costaba conciliar el sueño. Yo lo hice sin demasiados problemas. Me puse feliz cuando escuché el despertador: lo único que me obligó a madrugar fue un ruidito, sencillo, inofensivo. Sin contornos plateados. Sin algo oscuro en el centro.
Me retiro del texto porque me acaban de pedir la llave en cuestión, de la oficina, para abrir otra puerta. Me pregunto cuántas puertas se podrán abrir con esta llavecita; una llave doradita por la que nadie hubiera dado ni un solo mango, llavecita que acaricio, amaso, masajeo con las yemas de los dedos, como si algo pudiera reconocer en ella. Como si pudiera darme alguna respuesta.

1 comentario:

Jaramillion dijo...

"Bueno, voy entonces con lo que pasó el fin de semana"...

¡Papá! ¿Qué me vas a contar? ¿El pic-nic de la delincuencia?

A ver si le ponemos más amarillismo a la cosa, viejo.

"El fin de semana pasado me pusieron un caño plateado en la frente". De eso estoy hablando.

Te lo digo por tu bien, Vigna. La literatura no vende. Vamos a escribir policiales.