16.5.08

"Papá cobra en dólares", primer cuento del libro Grises, verdes (2004)

Así como mi papá es petrolero y mi hermana se toca los pezones en la pieza y mi mamá no mira la televisión de Venezuela, yo me subo al árbol. Así de simple. Me gusta estar lejos. Tendría que empezar a contar cómo es el árbol y por qué me subo, pero no tengo ganas. Lo lamento. Tendría que empezar a contar cómo fue que mi papá nos trajo a vivir acá, a la ciudad de Caracas, pero no tengo ganas. Tendría que explicar las recetas de buñuelos sin grasa y sin color que cocina mi mamá pero no. No me dan ganas. Estoy sobre mi rama preferida. Me gusta estar lejos. Me gusta la distancia. Pero ojo: altura no es distancia. Distancia es distancia, figuras más chiquitas, volumen más bajo, panorámica, mezcla de cosas, desorden de las cosas. Altura sin distancia es un pecado. Tendría que explicar lo que ahora está haciendo mi mamá, acá abajo, y lo que yo tengo que hacer, desde arriba, pero lo voy a explicar despacio. Cuando quiera y despacio.

En la casa hay un parque con forma de rectángulo y muchas plantas de distintos colores, pero árbol hay uno solo, y es mío desde que llegamos. Al principio mamá se asustaba, y golpeaba las puertas de los vecinos para saber si me habían visto por algún lugar, y lloraba pensando que alguien me había secuestrado. Después se dio cuenta que me subía solo, sin decirle nada a nadie. Ahora controlo mi reino. Soy amigo de las hormigas venezolanas, puedo comer la corteza áspera sin descomponerme, cuento las ramas, las ramitas, los tallos verdes, las hojas más claras, me dejo picar por los bichos, y paso la noche. Sentado. Mirando. Chiflando.

Mamá salió al parque hace unas horas y está sentada contra mi árbol con las piernas abiertas y algunas cosas a los costados. Está llorando. A esta hora de la tarde no se sienten muchos ruidos de la calle, y ella está llorando. Le veo la cabeza peinada. Los hombros. El vestido levantado. Las piernas enteras. La parte fina de la bombacha que le tapa la concha. El hueco entre las tetas. El borde del corpiño. Los pañuelos.

A los costados tiene frutas, pinturas para maquillarse, la cajita con ahorros de papá, una escopeta y una foto del abuelo. Yo debo estar a tres o cuatro metros. Ella está llorando, y de a ratos se suena los mocos. Resopla. Debe ser por la foto, por el abuelo. Antes de venir a Venezuela le había pedido que nos acompañara, que viviera con nosotros. Papá había dicho que la casa era grande y que sobraba lugar para todos los que quisieran venir, pero quién carajo tiene ganas de vivir en Venezuela. Ni el abuelo tuvo ganas y se vino igual, para morirse como se murió, usando cosas sin pedirle permiso a los dueños. Pobre viejo. Mi papá, con esa cara que tiene, va a llegar antes de que anochezca, en su hermosa camioneta embarrada por los caminos maltratados. Se va a bajar con una sonrisa, acariciando la chapa, va a controlar los neumáticos y las llantas, los vidrios, las ópticas, va a entrar a la casa y a darle un beso en la frente, a mamá. Un beso en la frente.

Pero ella está por hacer algo y yo también. Ella está por hacer algo para ella y yo también hago lo que quiero. Hoy para ella. Todos, menos papá, hacen cosas en el árbol. Esta es la segunda vez que mamá se sienta, en pocos días. Y me preocupa.

Tres o cuatro meses después de haber llegado a Caracas el abuelo se acercó al árbol con una soga y un banquito de madera. En esa época nadie sabía de mi escondite. Se sentó en el mismo lugar donde ahora está mamá, abrió un chocolate bien grande y se lo comió entero. Era diabético. Lamió el papel metalizado y se fue hasta el fondo, contra el alambre, para buscar una escalera. Me acuerdo esto: cerca del alambre había un gato caminando y él le pegó una patada en la cabeza. Después acercó la escalera y la apoyó contra el tronco. Empezó a subir, despacio, hasta la segunda rama, que también es gruesa, y ató la soga con fuerza. Hizo un nudo doble. Estuvo un rato largo haciendo el nudo. Tuvo que bajar hasta el pasto para medir la altura, y volvió a subir, y volvió a bajar. Cuando terminó con la soga despegó la escalera del árbol y la puso en su lugar. Cerca del alambre. Yo aproveché ese tiempo para bajar hasta la segunda rama y controlar el nudo. Traté de no hacer ni un solo ruido. El abuelo se acercó al árbol, cansado, y acomodó las patas del banquito. Las enterró para que no se movieran. Después se subió. Metió la cabeza por el círculo de la soga y se quedó quieto, mirando el pasto. Los manchones oscuros.

Antes de llamarlo y decirle “abuelo” se me ocurrió que podía tocar el nudo. Apoyé los dedos sobre la soga, muy pero muy despacio, rozando, hasta que él pateó el banco, y el peso hizo tensar la cuerda y la tensión se comunicó con mis dedos y me llegó hasta el hombro. Yo sentí cada vibración de la soga en las yemas, en todo el brazo, la fuerza, los movimientos bruscos. La tensión. Perfecta.

Abuelo, le dije bajito, acá estoy abuelo.
Soy yo, abuelo, le dije, mientras se movía la rama.
Al otro día, bien temprano, mi mamá salió al parque para apagar las luces.

Ahora que le veo la bombacha a mi mamá se me aparece el novio de mi hermana, que es venezolano y una noche se sentó desnudo contra la base del árbol. Eso fue el verano pasado. El negrito Stanley se tiró arriba de una manta y la pelotuda de Natalia también se sacó la ropa, y le lamió el cuello. Él le lamió las tetas y después le preguntó si quería hacerlo, y ella dijo que sí, y se sentó encima de él. Fue su primera vez. Tenía miedo. Empezaron a coger con un forro y el negrito le decía a Natalia que lo hiciera más despacio porque se raspaba la espalda contra la madera, y mi hermana se quejaba por el dolor, y así hasta que aceleraron y los dos dejaron de quejarse. Cogéme, Stanley, decía Natalia, y el otro la agarraba de los hombros y hacía fuerza hacia abajo.

Estuvieron un ratito así y después Natalia se acostó sobre la manta para descansar. El negrito le dijo que la amaba, y ella le pidió que la siguiera lamiendo. Cuando se acostó boca arriba y abrió las piernas de nuevo, se cayó un pedazo de corteza y me descubrieron. Natalia cerró las piernas y se tapó con la manta, y Stanley empezó a vestirse y a hablar en inglés.

Bajá de ahí puto de mierda, me dijo mi hermana.
Sos una puta, le dije, una puta rubia y bien puta.
Ojalá te caigas, pendejo puto, puto de mierda, adoptado, me dijo.

El negro agarró el forro que estaba abandonado en el pasto y lo tiró hacia arriba, y se colgó justo en mi rama. Justo. Quedó colgado como una media, con la puntita llena y del otro lado el nudo. Lo alcancé con una mano y le dije a mi hermana:

Está tibio, putita, le dije.
Y todavía lo tengo. Apoyado en otro lugar, todo seco. Pero lo tengo.

Abajo está mi mamá llorando con un montón de cosas, sin ver la televisión venezolana de la tarde porque no le gusta. Está unos cuatro metros debajo del forro seco. Tiene unas bananas y unas manzanas cerca y un espejo para pintarse, con polvitos y pinceles. Tiene la cajita de ahorros abierta con los fajos de dólares desparramados, porque papá cobra en dólares, y tiene una escopeta de juguete y una foto del abuelo. La escopeta es mía. Es uno de los juguetes que llevo a todos los viajes conmigo. Desde los cinco años hasta ahora, que tengo doce. La escopeta es de plástico y está toda rota, antes lanzaba balines. Mamá se limpia con los pañuelos y acaricia la culata, toca la foto de mi abuelo y las frutas. Separa los fajos de plata y se los pasa por la bombacha, muchas veces, y con las frutas hace lo mismo. Limpia las frutas con la telita blanca, finita, y después las muerde y las tira hacia el pasto, y agarra más plata y se la mete adentro de la bombacha.

Mi mamá es una mujer linda pero está desaprovechada, desde hace mucho tiempo. Siempre fue linda, y todavía se le nota en el hueco que tiene entre las tetas y en las piernas duras. Tiene las tetas redondas. Tiene el pelo más corto que Natalia y con el mismo color, bien rubio y lacio y brilloso. Me preocupa porque sigue llorando, es linda y sigue llorando, y ahora se maquilla con el espejo y los polvitos que tiene al otro lado del vestido, pero lo hace con desgano, y ella siempre tuvo ganas de moverse. Tengo miedo de que haga algo. Con el montón de cosas tiradas puede hacer algo y a mí me cuesta descubrirlo, necesito alguna pista para saber cómo ayudarla.

El vecino venezolano que corta el pasto siempre se acerca a preguntar sobre la comida, y habla con mi papá en voz baja y dicen que hablan cosas de hombres. También es petrolero. Ahora mamá está llorando al pie de mi árbol y desde el frente de la casa se escucha el motor de la camioneta, que no tendría que estar acá, y el ruido seco de la puerta que se cierra. Llega papá en su aparato gigante de ruedas macizas con los carteles de Halliburton, y seguro revisa las ópticas, las llantas y la chapa, y el vecino venezolano apaga la máquina de cortar el pasto y empieza a caminar hacia el alambre para saludarlo. Intenta saltar de una vez pero le cuesta, y la saluda a Natalia porque ella también llega desde la casa de un amigo.

Papá rodea la casa caminando y saluda a Natalia con un beso en el cachete, y el venezolano logra pisar nuestro jardín y también saluda a Natalia, con un beso en el otro cachete. Natalia le pregunta a papá por qué llegó antes, y le hace una sonrisita, y el venezolano la mira a mamá que sigue llorando, con todas sus cosas, sin levantar la cabeza. Mamá está llorando con las piernas abiertas y se pasa los dólares por la concha, y papá y Natalia y el vecino se acercan hasta el árbol y le preguntan qué le pasa, y la miran acá abajo, en la sombra.

Mamá no responde y papá está parado frente a ella, muy cerca del venezolano, y Natalia está entre ellos dos, también mirando. Papá le pregunta por qué hace eso con los dólares, ahí tirados, afuera de la caja, y la abraza a Natalia, y el vecino también la abraza, y ella los rodea con sus brazos finitos. Papá levanta el tono de la voz y dice Victoria, qué carajo te pasa, te volviste loca, y el venezolano le levanta la pollera a Natalia disimuladamente y le toca el culo con la mano escondida, y la muy puta lo mira y se deja, la muy puta, se está dejando tocar el culo por el vecino. Papá se agacha un poco y dice Victoria, Victoria, los dólares, y mi mamá no hace nada, se sigue frotando, y papá se acerca de nuevo a Natalia y cuando la acaricia por detrás siente la mano del venezolano, le toca la mano al venezolano, y lo mira.

Natalia le dice mamá no te pongas así mientras papá y el vecino le tocan el culo, papá le mete los dedos por adentro de la bombacha, casi entre las piernas, y el vecino le acaricia un cachete despacio, y ella se sostiene la pollera para que no se le suba la parte de adelante. Mamá acaricia la foto del abuelo llorando y a la muy putita se le vencen las rodillas, un poco, y sonríe, y el vecino lo mira a papá en silencio, y le estiran la bombacha, y papá le recorre todo el culo, desde bien abajo hasta la cintura, con un dedo, y se tocan las manos entre ellos porque Natalia es flaquita pero bien puta. El vecino y papá se reparten el culo de Natalia y mamá se sigue metiendo los billetes adentro de la bombacha, y desde acá me puedo tirar para matarlos a esos tres hijos de puta, pero yo hago lo que quiero y hoy por ella, así la salvo. Arriba de ella, y la salvo.

1 comentario:

toto scurraby dijo...

muy pero muy bueno