Elijo hablar primero de los dueños de casa, los padres del gran Sebita. No voy a detallar más que sus nombres, porque con eso basta (por lo menos para las personas con códigos, que son las mejores porque entienden todo antes y con mucha más facilidad). Miriam, mamá Boglione, se llama Miriam, como podrán ver, pero a la vez no: su Documento Nacional de Identidad dice otra cosa. En realidad se llama María del Luján, pero le dicen Miriam. A mí, Diego Germán Vigna, me dicen Titi. A ella, María del Luján, le dicen Miriam. Si alguien tiene algo malo para decir, o considera ridículo esto, que se vaya a la concha de su madre. Quién no quiso tener un apodo que no lo fuera: un apodo-nombre, un seudónimo con más cuerpo que el nombre real, un Sello de Calidad. Mirtha Legrand se llama Rosa. Andrés Rivera, que en este preciso momento de la mañana se debe estar quejando, se llama Marcos Ribak. Y Miriam se llama María del Luján. Una celebridad en Monte Buey. Una verdadera genia.
Papá Boglione, por su parte, tiene otro nombre que ha marcado a nuestra generación. Es más, me arriesgo a decir algo: por fin conocemos a alguien que lleve puesto este nombre, poseedor de una potencia arrolladora, de una capacidad goleadora sin límites, una locomotora del fútbol. Estoy hablando de Ronaldo Boglione, papá de Sebastián. Ronaldo nos hizo el asado ese sábado al mediodía: Ronaldo es mucho más alto que Ronaldo el brasileño; sabe muchas más anécdotas que él (el brasuca, pelotudísimo, se pasó toda la vida adentro de un vestuario), es muchísimo más inteligente, sencillamente porque no es jugador de fútbol y, además, como si fuera poco, lo distingue algo fundamental, algo que Ronaldo el brasileño hubiese querido tener y no-lo-tuvo-ni-lo-va-a-tener, y se caga por pajero: Ronaldo Boglione está asegurado. Administra una empresa aseguradora, y si el Ronaldo brasileño llegara a visitar, algún día, Monte Buey, y le pidiera cobertura a su tocayo Boglione, esto es, una buena cobertura contra granizo y contra rotura parcial y/o total de ligamentos cruzados, anteriores, posteriores y laterales de rodilla, ya sabemos qué es lo que respondería el dueño de casa:
“Cagate, gordo. Ni en pedo.”
Alejandro B. nos llevó después de comer a conocer el Club Matienzo. Con él comparto algo que no comparto con muchos (podría decir, de hecho, que sólo comparto con él lo mismo que comparto con Luis Zegarra: compartimos los tres lo mismo): el diálogo no-verbal. Nos miramos y dialogamos: uno hace la pregunta y el otro responde, pero ninguno mueve la boca, ni las cejas, nada. Sólo intercambio de miradas. Camino al club, por ejemplo, fuimos uno al lado del otro, dialogando. Ni siquiera nos mirábamos: así y todo yo le pregunté con mi mente si el Bambino Veira había jugado en Huracán, y él, sonriendo, me dijo con su mente: “por supuesto”. Después, mientras Sebastián hablaba, Alejandro me hizo una pregunta con su mente: “¿Conocés a alguien que haya jugado en los cinco clubes grandes del país?”. Yo entonces sonreí, y lo miré con cara de verga: “a mí no me vengas a engañar”, le dije, “nunca nadie jugó en los cinco grandes”. Entonces sí me miró, y sin mover la boca ni emitir sonidos me dijo: “decime entonces alguno que haya jugado en cuatro equipos grandes”. Me froté la nariz, me saqué un moco, y le respondí: “el Betito Carranza”. “Y decime vos algún futbolista que se haya puesto tres camisetas de tres selecciones nacionales diferentes”, le solté. Alejandro se puso serio. “Alfredo Di Stéfano”, me respondió.
“Perfecto”, dije con la mente.
En el Club encontré lo más lindo de Monte Buey. De esto me hago cargo. Aclaro desde ya que los otros no tuvieron nada que ver. No hablo ni del micro estadio de fútbol (salimos a la cancha por el túnel, como se debe), ni del quincho, ni de las parrillas, ni de la pileta climatizada que están por inaugurar, ni de la pileta sin climatizar que ahora está vacía, ni de las canchas de tenis, ni del gimnasio mismo, hermoso. Hablo de lo que había adentro del gimnasio. Lo más bello que hoy en día ostenta el pueblo de Monte Buey.
La profesora de patín.
Sé que esto puede leerlo mi amada novia, y todas las novias monteboyenses, y todas las mujeres del mundo occidental, porque este blog tiene un promedio diario de seis millones y medio de visitas (ustedes saben que la gente no apuesta nunca al diálogo, por eso la cifra no se refleja en los guarismos de los comentarios), pero si me estás leyendo, profesora de patín del Club Matienzo, quiero que sepas que nos envuelve el mismo universo, el mismo caos interestelar que todo lo mancha, y que por lo tanto vos y yo tenemos algo en común. Si me estás leyendo, profesora de Patín del Club Matienzo, quiero decirte que hasta hoy recuerdo cada una de las prendas que vestías, recuerdo las caras alegres de todas las chiquitas que te seguían los pasos en el medio del salón, dibujando círculos concéntricos sobre el parquet flotante, los mismos círculos que desde tu espalda blanca nacían para cerrarse en esa pequeña porción de piel de mi cara donde confluyen, al mismo tiempo, mi ceja derecha y mi ceja izquierda. Si me estás leyendo, o si alguien te muestra esto, profesora de patín del Club Matienzo de Monte Buey, quiero que sepas que vos sos, para mí, ese tipo de mujer que me hace pensar, justamente, que nunca, pero nunca, podría hacerme mujer, y quiero que sepas que yo sé que el pelotudo del profesor de básquet es tu novio, y que me importa un carajo que así sea, porque yo te prefiero así: livianita, etérea, flotante, con tu disfraz negro, sonriéndole a los chicos, en medio de un salón que podría haberse construido en cualquier lugar del mundo para fabricar y luego esconder una inmensa ojiva nuclear, asesina, demoledora, pero que se hizo en Monte Buey para que vos llegues al pueblo y te cobijes allí adentro, en el centro mismo de este maldito universo.
Perdón. Continúo. Después del gimnasio buscamos el auto y nos fuimos para las afueras del pueblo. Lo que viene en la próxima entrega es la visita a Saladillo, un pueblo de 200 habitantes que un día en el año, el 24 de septiembre, recibe la visita de 50 mil personas. Usted, lector ya aburrido, se preguntará qué evento produce que un pueblo de 200 sea ocupado por 50 mil. ¿Fútbol? No. ¿Negocios? Tampoco. ¿Soja? Ni. ¿Muerte? Puede ser, algo así. ¿Enfermedades? En parte. ¿Milagros? Eso. Religión. La vida de Saladillo, que tiene algo así como 400 años, es la vida de los milagros y la religión. Y también la vida de la muerte, porque lo más lindo del pueblo es, sin duda, el cementerio.