31.5.08

Fin de semana en Monte Buey. Primera entrega

Han pasado ya varios fines de semana desde que fui por primera vez a Monte Buey, pero esto es algo que me debo y le debo a algunos amigos que viven allá, especialmente a Alejandro Boglione, hermano de mi, a su vez, hermano Sebita Boglione. Supongo que ellos tendrán un espacio propio en esta crónica pastoril sobre un sitio único de la pampa cordobesa, más adelante, en los próximos capítulos, por lo tanto aquí me limito a describir el viaje de ida y el pueblo, su naturaleza bífida, sus contradicciones, su… sí debo decirlo: sí, lo voy a decir con firmeza: su belleza, carajo, su belleza.

Enderezamos la nave y zarpamos en el golcito blanco de otro hermano, Giacomo, un viernes por la noche. Los tripulantes: Santiago T. al volante, dueño del auto, ingeniero civil y socio de un ingeniero civil coreano, al que cariñosamente aquí, en Córdoba, apodan “Miguel”, mil seiscientos ochenta milímetros de estatura, según él mismo, “nacido para mandar”; Sebastián B., 29 años, mil novecientos setenta milímetros de estatura, nueve de área, consumidor compulsivo de novedades, gigante sabio, de humor indestructible y de profesión productor audiovisual; José Luis C., porteñense, 26 años dentro de un mes, no pasa los mil setecientos cincuenta milímetros, cabello llamativamente enrulado, abdomen llamativamente abandonado, pero entero, productor audiovisual y cinéfilo, hombre de ideas permanentes; y quien les habla, un pastor cualquiera en la pradera del mal, mil setecientos sesenta es mi altura, nulas son mis creencias, yo iba en el asiento de atrás.

Nos chocó una tormenta furibunda, sobre la autopista que comunica Córdoba con Villa María. Al principio se opacó el cielo. Nos cagamos de risa del cielo. Luego, a medida que pasaban los kilómetros y los puentes que cruzan la autopista, donde se guarecían autos y camiones, con el suelo seco, es decir, allí donde los otros protegían sus vehículos porque sabían lo que estaba llegando, allí, entonces, en los puentes, nos cagamos de risa de los autos: cagones de mierda, les decíamos cuando pasaba el golcito, fugaz como un malvavisco fuera de sí, achatado en el asfalto como una falsa cupé importada. Pero (no lo crean: no siempre hay un pero) todo iba a empeorar, y lo sabíamos, y sucedió después de Oncativo. No cayó piedra, cayó solamente agua, pero cómo. Hay una anécdota que yo amo (me estoy llevando una mano al pecho, justo ahora, y pongo los ojos blancos) que cuenta lo que dijeron los buscadores de modelos que descubrieron a Kate Moss (supongo que todos saben de quién hablo: hermosa mujer, cara de “vivir es la segunda cosa que hago”, merquera insufrible, “ecuánime”, según Pancho Dotto). Los responsables de conseguir chicas la vieron desfilar en bikini (¿puede, un proyecto de modelo, desfilar por primera vez vestida?) y gritaron: ¡Empezás el lunes, linda! Pero la prensa la vio fea, flaca, y saltó la bronca: los medios dedicados a la moda le preguntaron a los hombres de agencia por qué tomaban una nena que era pura piel y huesos. Y ellos respondieron: “Es verdad, es pura piel y huesos. ¡Pero qué piel, y qué huesos!”. Perdónenme, en serio. Pero con esto quiero decir que pasando Oncativo cayó agua. Pero qué agua. Sé que es una contradicción lo que voy a decir, pero cayó horizontal: nos atacó como una bandada de insectos líquidos, no como una lluvia. El agua pegaba de frente en el parabrisas y otra fracción pasaba por debajo del auto, y salía (sin tocar la autopista) por la parte de atrás: uno, si la mira bien, puede seguir el recorrido de un agua en particular. Yo, que iba a atrás, vi un agua que venía de frente y rápido me asomé por la luneta; esa misma agua pasó por debajo del auto. Horizontal.

En Villa María no había luz. Cargamos gas en una Shell que sí tenía. Cambiamos de ruta. Seguimos viaje. Pasamos nombres de pueblos: no entramos a Ballesteros, creo que tampoco a Ramona; volvimos a cambiar de ruta y fuimos hacia el lado de Ordoñez. En Ordoñez hay un boliche. El frente del boliche es una réplica exacta (no exagero, ustedes dirán en esta seguidilla que estoy retardando, dentro de este paréntesis, ustedes me dirán si exagero al decir que el frente del boliche es una réplica exacta…) del Partenón. Exacta. Rocas en la parte inicial del terreno, frente a la ruta; columnas moldeadas, majestuosidad, fueguitos en las paredes. Pero no se llama Partenón, ni El Olimpo, ni Zeus, ni Afrodita, ni Delfos, ni Helena, ni Grecia. Se llama Matilda. Fuimos el sábado a bailar.

Después de Ordoñez llegó Idiazábal. Un pueblo de no más de mil habitantes. Tengo una sola cosa que decir de Idiazábal. En un silo que da a la ruta, creo que abandonado, se lee un graffiti-denuncia: “no al horno crematorio”. Después es todo soja, dinero, cilindros que no se oxidan (a primera vista). Después de Idiazábal viene Posse, pueblo del que no voy a hablar porque son todos, absolutamente todos putos (incluido Martín Demichelis, que es oriundo de allí y aunque se coge a Evangelina Anderson es puto, por algunas razones: tiene el pelo como Redondo, juega en el Bayern Munich, es de Posse), y después adivinen qué: Monte Buey.

Dije que en esta primera entrega me iba a limitar a las características que hacen de Monte Buey, Monte Buey. Mentira. Viene ahora.

Para vos, Luis Ernesto Zegarra

Dos artistas compraron las acuarelas de Hitler anónimamente y las alteraron con símbolos hippies

Fueron los controvertidos hermanos Chapman, quienes ya exponen las pinturas en el White Cube de Londres. La "obra" vale 1,3 millón de dólares y se titula: "Si Hitler hubiera sido hippie, qué felices seríamos todos".

Jake y Dinos Chapman compraron las pinturas de Adolfo Hitler de forma anónima a coleccionistas de todo el mundo por 226.550 dólares. Las acuarelas, autentificadas como obras del frustrado pintor que fue el "Führer" de Alemania, reflejan paisajes naturales y urbanos.

Los controvertidos artistas han transformado -la galería usa el término "aniquilado"- las pinturas con arcos iris, cielos psicodélicos, corazones flotantes y caras sonrientes que decoran los fondos.
Las obras resultantes valen ahora 1,3 millón de dólares y pueden verse en una muestra titulada jocosamente "Si Hitler hubiese sido hippie, qué felices seríamos todos", que puede visitarse hasta el próximo 12 de julio en la galería White Cube de Londres. [...]

(Clarín.com, hoy día)

20.5.08

Programa aniversario de Sin Casé, protagonizado por este Pastor que los alumbra

Aunque a muchos les duela lo que voy a decir, no por tratarse de una mentira sino, justamente, por reflejar una verdad evidente, elocuente, emergente, la persona que les habla tiene, de algún modo, una serie de características distintivas: le gusta el fútbol; le gusta el juego exquisito; le gusta patear al arco.
Por toda esa concatenación de afirmaciones, he pasado mi infancia y mi adolescencia enteras practicando y desarrollando mi toque y mi pegada. Al llegar a Córdoba, mis habilidades ya no eran las mismas que cuando chico. Pero lo único que me interesó, y aún me interesa, es mantener esa marcam, ese sello personal, aquel que permite cambiar el devenir de un partido con sólo un toque magistral, o un remate preciso.
Todo esto para mostrarles una nueva edición del clásico programa Sin Casé, dedicado a compartir con los televidentes ciertas jugadas o secretos de las estrellas del balonpié. Esta edición especial se transmitió por TyC Córdoba, canal setenta y nueve mil catorce en Cablevisión, canal dos en Multicanal.
En la videoteca pueden repasar los mejores momentos. Espero que lo disfruten.

16.5.08

"Papá cobra en dólares", primer cuento del libro Grises, verdes (2004)

Así como mi papá es petrolero y mi hermana se toca los pezones en la pieza y mi mamá no mira la televisión de Venezuela, yo me subo al árbol. Así de simple. Me gusta estar lejos. Tendría que empezar a contar cómo es el árbol y por qué me subo, pero no tengo ganas. Lo lamento. Tendría que empezar a contar cómo fue que mi papá nos trajo a vivir acá, a la ciudad de Caracas, pero no tengo ganas. Tendría que explicar las recetas de buñuelos sin grasa y sin color que cocina mi mamá pero no. No me dan ganas. Estoy sobre mi rama preferida. Me gusta estar lejos. Me gusta la distancia. Pero ojo: altura no es distancia. Distancia es distancia, figuras más chiquitas, volumen más bajo, panorámica, mezcla de cosas, desorden de las cosas. Altura sin distancia es un pecado. Tendría que explicar lo que ahora está haciendo mi mamá, acá abajo, y lo que yo tengo que hacer, desde arriba, pero lo voy a explicar despacio. Cuando quiera y despacio.

En la casa hay un parque con forma de rectángulo y muchas plantas de distintos colores, pero árbol hay uno solo, y es mío desde que llegamos. Al principio mamá se asustaba, y golpeaba las puertas de los vecinos para saber si me habían visto por algún lugar, y lloraba pensando que alguien me había secuestrado. Después se dio cuenta que me subía solo, sin decirle nada a nadie. Ahora controlo mi reino. Soy amigo de las hormigas venezolanas, puedo comer la corteza áspera sin descomponerme, cuento las ramas, las ramitas, los tallos verdes, las hojas más claras, me dejo picar por los bichos, y paso la noche. Sentado. Mirando. Chiflando.

Mamá salió al parque hace unas horas y está sentada contra mi árbol con las piernas abiertas y algunas cosas a los costados. Está llorando. A esta hora de la tarde no se sienten muchos ruidos de la calle, y ella está llorando. Le veo la cabeza peinada. Los hombros. El vestido levantado. Las piernas enteras. La parte fina de la bombacha que le tapa la concha. El hueco entre las tetas. El borde del corpiño. Los pañuelos.

A los costados tiene frutas, pinturas para maquillarse, la cajita con ahorros de papá, una escopeta y una foto del abuelo. Yo debo estar a tres o cuatro metros. Ella está llorando, y de a ratos se suena los mocos. Resopla. Debe ser por la foto, por el abuelo. Antes de venir a Venezuela le había pedido que nos acompañara, que viviera con nosotros. Papá había dicho que la casa era grande y que sobraba lugar para todos los que quisieran venir, pero quién carajo tiene ganas de vivir en Venezuela. Ni el abuelo tuvo ganas y se vino igual, para morirse como se murió, usando cosas sin pedirle permiso a los dueños. Pobre viejo. Mi papá, con esa cara que tiene, va a llegar antes de que anochezca, en su hermosa camioneta embarrada por los caminos maltratados. Se va a bajar con una sonrisa, acariciando la chapa, va a controlar los neumáticos y las llantas, los vidrios, las ópticas, va a entrar a la casa y a darle un beso en la frente, a mamá. Un beso en la frente.

Pero ella está por hacer algo y yo también. Ella está por hacer algo para ella y yo también hago lo que quiero. Hoy para ella. Todos, menos papá, hacen cosas en el árbol. Esta es la segunda vez que mamá se sienta, en pocos días. Y me preocupa.

Tres o cuatro meses después de haber llegado a Caracas el abuelo se acercó al árbol con una soga y un banquito de madera. En esa época nadie sabía de mi escondite. Se sentó en el mismo lugar donde ahora está mamá, abrió un chocolate bien grande y se lo comió entero. Era diabético. Lamió el papel metalizado y se fue hasta el fondo, contra el alambre, para buscar una escalera. Me acuerdo esto: cerca del alambre había un gato caminando y él le pegó una patada en la cabeza. Después acercó la escalera y la apoyó contra el tronco. Empezó a subir, despacio, hasta la segunda rama, que también es gruesa, y ató la soga con fuerza. Hizo un nudo doble. Estuvo un rato largo haciendo el nudo. Tuvo que bajar hasta el pasto para medir la altura, y volvió a subir, y volvió a bajar. Cuando terminó con la soga despegó la escalera del árbol y la puso en su lugar. Cerca del alambre. Yo aproveché ese tiempo para bajar hasta la segunda rama y controlar el nudo. Traté de no hacer ni un solo ruido. El abuelo se acercó al árbol, cansado, y acomodó las patas del banquito. Las enterró para que no se movieran. Después se subió. Metió la cabeza por el círculo de la soga y se quedó quieto, mirando el pasto. Los manchones oscuros.

Antes de llamarlo y decirle “abuelo” se me ocurrió que podía tocar el nudo. Apoyé los dedos sobre la soga, muy pero muy despacio, rozando, hasta que él pateó el banco, y el peso hizo tensar la cuerda y la tensión se comunicó con mis dedos y me llegó hasta el hombro. Yo sentí cada vibración de la soga en las yemas, en todo el brazo, la fuerza, los movimientos bruscos. La tensión. Perfecta.

Abuelo, le dije bajito, acá estoy abuelo.
Soy yo, abuelo, le dije, mientras se movía la rama.
Al otro día, bien temprano, mi mamá salió al parque para apagar las luces.

Ahora que le veo la bombacha a mi mamá se me aparece el novio de mi hermana, que es venezolano y una noche se sentó desnudo contra la base del árbol. Eso fue el verano pasado. El negrito Stanley se tiró arriba de una manta y la pelotuda de Natalia también se sacó la ropa, y le lamió el cuello. Él le lamió las tetas y después le preguntó si quería hacerlo, y ella dijo que sí, y se sentó encima de él. Fue su primera vez. Tenía miedo. Empezaron a coger con un forro y el negrito le decía a Natalia que lo hiciera más despacio porque se raspaba la espalda contra la madera, y mi hermana se quejaba por el dolor, y así hasta que aceleraron y los dos dejaron de quejarse. Cogéme, Stanley, decía Natalia, y el otro la agarraba de los hombros y hacía fuerza hacia abajo.

Estuvieron un ratito así y después Natalia se acostó sobre la manta para descansar. El negrito le dijo que la amaba, y ella le pidió que la siguiera lamiendo. Cuando se acostó boca arriba y abrió las piernas de nuevo, se cayó un pedazo de corteza y me descubrieron. Natalia cerró las piernas y se tapó con la manta, y Stanley empezó a vestirse y a hablar en inglés.

Bajá de ahí puto de mierda, me dijo mi hermana.
Sos una puta, le dije, una puta rubia y bien puta.
Ojalá te caigas, pendejo puto, puto de mierda, adoptado, me dijo.

El negro agarró el forro que estaba abandonado en el pasto y lo tiró hacia arriba, y se colgó justo en mi rama. Justo. Quedó colgado como una media, con la puntita llena y del otro lado el nudo. Lo alcancé con una mano y le dije a mi hermana:

Está tibio, putita, le dije.
Y todavía lo tengo. Apoyado en otro lugar, todo seco. Pero lo tengo.

Abajo está mi mamá llorando con un montón de cosas, sin ver la televisión venezolana de la tarde porque no le gusta. Está unos cuatro metros debajo del forro seco. Tiene unas bananas y unas manzanas cerca y un espejo para pintarse, con polvitos y pinceles. Tiene la cajita de ahorros abierta con los fajos de dólares desparramados, porque papá cobra en dólares, y tiene una escopeta de juguete y una foto del abuelo. La escopeta es mía. Es uno de los juguetes que llevo a todos los viajes conmigo. Desde los cinco años hasta ahora, que tengo doce. La escopeta es de plástico y está toda rota, antes lanzaba balines. Mamá se limpia con los pañuelos y acaricia la culata, toca la foto de mi abuelo y las frutas. Separa los fajos de plata y se los pasa por la bombacha, muchas veces, y con las frutas hace lo mismo. Limpia las frutas con la telita blanca, finita, y después las muerde y las tira hacia el pasto, y agarra más plata y se la mete adentro de la bombacha.

Mi mamá es una mujer linda pero está desaprovechada, desde hace mucho tiempo. Siempre fue linda, y todavía se le nota en el hueco que tiene entre las tetas y en las piernas duras. Tiene las tetas redondas. Tiene el pelo más corto que Natalia y con el mismo color, bien rubio y lacio y brilloso. Me preocupa porque sigue llorando, es linda y sigue llorando, y ahora se maquilla con el espejo y los polvitos que tiene al otro lado del vestido, pero lo hace con desgano, y ella siempre tuvo ganas de moverse. Tengo miedo de que haga algo. Con el montón de cosas tiradas puede hacer algo y a mí me cuesta descubrirlo, necesito alguna pista para saber cómo ayudarla.

El vecino venezolano que corta el pasto siempre se acerca a preguntar sobre la comida, y habla con mi papá en voz baja y dicen que hablan cosas de hombres. También es petrolero. Ahora mamá está llorando al pie de mi árbol y desde el frente de la casa se escucha el motor de la camioneta, que no tendría que estar acá, y el ruido seco de la puerta que se cierra. Llega papá en su aparato gigante de ruedas macizas con los carteles de Halliburton, y seguro revisa las ópticas, las llantas y la chapa, y el vecino venezolano apaga la máquina de cortar el pasto y empieza a caminar hacia el alambre para saludarlo. Intenta saltar de una vez pero le cuesta, y la saluda a Natalia porque ella también llega desde la casa de un amigo.

Papá rodea la casa caminando y saluda a Natalia con un beso en el cachete, y el venezolano logra pisar nuestro jardín y también saluda a Natalia, con un beso en el otro cachete. Natalia le pregunta a papá por qué llegó antes, y le hace una sonrisita, y el venezolano la mira a mamá que sigue llorando, con todas sus cosas, sin levantar la cabeza. Mamá está llorando con las piernas abiertas y se pasa los dólares por la concha, y papá y Natalia y el vecino se acercan hasta el árbol y le preguntan qué le pasa, y la miran acá abajo, en la sombra.

Mamá no responde y papá está parado frente a ella, muy cerca del venezolano, y Natalia está entre ellos dos, también mirando. Papá le pregunta por qué hace eso con los dólares, ahí tirados, afuera de la caja, y la abraza a Natalia, y el vecino también la abraza, y ella los rodea con sus brazos finitos. Papá levanta el tono de la voz y dice Victoria, qué carajo te pasa, te volviste loca, y el venezolano le levanta la pollera a Natalia disimuladamente y le toca el culo con la mano escondida, y la muy puta lo mira y se deja, la muy puta, se está dejando tocar el culo por el vecino. Papá se agacha un poco y dice Victoria, Victoria, los dólares, y mi mamá no hace nada, se sigue frotando, y papá se acerca de nuevo a Natalia y cuando la acaricia por detrás siente la mano del venezolano, le toca la mano al venezolano, y lo mira.

Natalia le dice mamá no te pongas así mientras papá y el vecino le tocan el culo, papá le mete los dedos por adentro de la bombacha, casi entre las piernas, y el vecino le acaricia un cachete despacio, y ella se sostiene la pollera para que no se le suba la parte de adelante. Mamá acaricia la foto del abuelo llorando y a la muy putita se le vencen las rodillas, un poco, y sonríe, y el vecino lo mira a papá en silencio, y le estiran la bombacha, y papá le recorre todo el culo, desde bien abajo hasta la cintura, con un dedo, y se tocan las manos entre ellos porque Natalia es flaquita pero bien puta. El vecino y papá se reparten el culo de Natalia y mamá se sigue metiendo los billetes adentro de la bombacha, y desde acá me puedo tirar para matarlos a esos tres hijos de puta, pero yo hago lo que quiero y hoy por ella, así la salvo. Arriba de ella, y la salvo.

11.5.08

"Cuatro Lunas", publicado en 2004

(Onda retro, muestro acá un cuento del libro Grises, verdes que salió en 2004. Le tengo mucho cariño al libro aunque ahora lo hiciera completamente distinto, y por eso voy a empezar a mostrar su contenido. Salute.)

Esto sucedió en Chos Malal, provincia del Neuquén, una tarde de invierno. En una de las calles que baja hasta la plaza principal del pueblo, hasta la plaza del Fuerte, hay un bar con las persianas siempre bajas que se llama Cuatro Lunas. Adentro del bar había un gaucho con bombachas, poncho y sombrero que se quería suicidar. Un gaucho suicida. Tenía una soga anudada a un gancho en el cielorraso, cerca de una lámpara encendida. Tenía los pies apoyados en una silla de cuero cuarteado y le costaba pasar la cabeza por el círculo de la soga sin que se le cayera el sombrero.
Yo pasaba caminando por la vereda angosta, con la cámara de fotos, un bolso y los anteojos para ver de lejos. Abrí la puerta y me quedé parado a unos metros del gaucho, frente a la barra. En una mesa contra la pared había un vaso usado y un sifón de soda.
–Qué está haciendo, gaucho –le dije.
Pero no me contestó.
–Qué hace, gaucho.
–Me quiero matar.
–Pero cómo se va a matar. No tiene que matarse –le dije–. Tiene que vivir.
–Acá no se puede vivir –dijo.
–Entonces busque otra forma, pero no se mate. Hace frío.
–Me voy a matar igual. Y usted es de afuera, así que no me hable.
–Está por nevar, gaucho –le dije.
–No me importa la nieve. Soy nacido y criado. No moleste.
–Se mata porque es puto, entonces.
–¿Qué dice?
–Que usted se mata por puto –le dije–. Es un gaucho puto.

Me miró desde arriba, se hizo un silencio y después no dijo nada. Dejó caer el sombrero y se acomodó el poncho sobre los hombros.

–¿Me deja sacarle una foto cuando ya esté muerto?
–Para qué –preguntó.
–Y para qué va a ser. Para la cultura, para el pueblo.
–Bueno –me dijo.

E intentó patear la silla y no pudo. Levantó las botas y no pudo moverla.