Mi relación directa con el Senda comenzó en otra casa, y en otro barrio con calles de tierra, y en un club de golf que se llama Arroyito. En todos esos lugares. La paciencia que me tuvo mi viejo para enseñarme a manejar fue la misma paciencia que le tuvo mi viejo, toda su vida, al cine. Nula. Entonces aprendí con culpa, siendo más que consciente de mi inutilidad, y de mi miedo, y de mi incapacidad de controlar el auto, o perdón: esa no era la palabra, era otra. Él decía que lo fundamental era dominar el auto.
Yo no lo podía dominar.
Y hoy no recuerdo bien cómo fue la transición desde mi imposibilidad de dominarlo a mi cotidianeidad como dominador del Senda, pero lo cierto es que terminé dominándolo, y comencé a salir en el auto, de día, y luego de noche, y mi vida lo tuvo siempre en el medio.
Pero vuelvo.
El Senda, originalmente, es full. No tiene nada de lo que tienen los autos de hoy, pero es full. Tiene aire acondicionado y llantas. Eso lo hace full. Y tiene, además, algo en la tapa de cilindros que generó una vorágine de pelotudeces en los dueños de cualquier VW relativamente viejo. Tiene, en la tapa de cilindros, el símbolo (el logotipo) de Audi. Cuatro círculos entrelazados. Esos círculos me obligaron, y aún me obligan, a preguntarme algo que nunca pude responder: ¿por qué cada boludo que tiene un Volkswagen le pega a su auto, aparte, el logotipo de Audi? ¿La gente realmente creerá que el Senda tiene motor Audi? ¿O acaso es porque Audi forma parte del grupo automotor Volkswagen? Y si esto es así, ¿no sería más entendible que el dueño de un Audi le pegue a su auto un símbolo de VW? En definitiva, el Senda salió, si mal no recuerdo, 17.350 pesos dólares, y su azul Bilbao luego fue noticia, porque toda la camada de Sendas que habían salido con esa pintura resultó fallada, y el azul brilloso fue lentamente dejando lugar a un azul más débil y opaco, que hoy lo domina todo. Todo. La pintura estaba, entonces, fallada, y también recuerdo que cuando alguien nos robaba las tapitas de plástico que cada llanta tiene en su centro, nosotros salíamos cagando a buscar un Senda full y le robábamos las tapitas, porque al nuestro no le podía faltar nada. El tema de la pintura al principio nos rompió las pelotas. El auto estaba bien pero se le salía el color, y el sol aceleraba ese proceso, y nos inflaba. Hasta que crecimos, y aprendí a manejar, y mi hermano dejó de temerle, y el Senda, en sí, como tipo, perdió y perdió protagonismo.
Entonces sigo adelante.
Usaba el auto para buscar a mi pequeña novia en la parada del colectivo: en esos días los recorridos ya no pertenecían a distintas empresas por separado, como si se tratara de medianas o pequeñas empresas al servicio del transporte de una ciudad (recuerdo: Gonzomar, y las otras, el Ñandú, Lanín, Cono Sur, Centenario) y en cambio estaban todos abarcados por una sola: Indalo, que aún sigue vigente, todos ómnibus aburridísimos y pintados de rojo; llegaba entonces esa chica en el bondi 9, o 10, u 11 y yo la buscaba. Salía al centro, llevaba a mi mamá, iba a la casa de mis amigos, y salía de noche, y después la cosa siguió avanzando, e íbamos a fiestas con mi hermano, al que cada vez quería más, y subíamos a muchas personas al auto, y hasta llegamos a subir a 12. Diez adentro del auto y dos viajando en el capó.
Empecé a besarme adentro del auto, y a estacionarlo en el Balcón del Valle, el mirador más importante de la ciudad de Neuquén, cogedero por antonomasia, donde el público estaba exactamente dividido en dos: los que cogían, y los que no cogían. En el Balcón del Valle algunos iba a coger, y otros iban a molestar a los que cogían con las luces, y los ruidos de sus motores, y la música. Yo comencé a ir con amigos, no a coger, sino a tomar, pero nunca molesté a nadie. Lo juro por el auto. Después comencé a ir solo, o de a dos, pero en el Senda.
En esos días descubrí una de las cosas que más me emocionó en mi vida, y que me hizo pensar, por primera vez, como en una revelación divina, que si uno le busca la vuelta, despacito, con paciencia y lucidez, todos los cuerpos materiales del universo, de una u otra forma, encajan. Entre sí. Todo encaja. Una noche, en el balcón del valle, con una amiga, descubrí que el volante tiene tal forma y está inclinado en tal ángulo respecto de una imaginaria línea vertical perfecta, es decir, perpendicular al suelo (entero) del auto, que si uno posa una botella de cerveza en la pancita inferior del volante, es decir, la de abajo, la botella se apoya con su culo en la circunferencia del volante y a su vez se apoya de costado contra el eje grueso del volante (donde está la bocina) y entonces queda perfectamente derecha, esbelta, y afirmada, porque la goma del volante hace que quede bien firme: goma contra vidrio marrón, aunque algunos no lo crean, sirve, en un Senda, para apoyar la birra. Con eso fui feliz durante un par de años. Llegaba al Balcón, abría un poquito de la puerta mía para no manchar y para que no entrara mucho viento, descorchaba, le metía un trago, y luego posaba cada nena en el volante, y así giraban las madrugadas, allí adentro, con la radio encendida.
Desde ese mirador vi pasar a Neuquén, y me vi pasar a mí, varios años, adentro del auto. Los vidrios fueron ensuciados por distintas personas, masculinas y femeninas.
Nunca, pero nunca, pude decir que estaba cansado de estar allí, porque las cosas que me sacaban de esas atmósferas de mi auto tenían más que ver con horarios incumplidos o desapariciones de ganas de estar con alguien en particular o con el sueño, pero nunca con nosotros. Mi Senda siempre fue un auto cálido, y cómodo: el inicio de algo.
El estéreo original (nótese que ya no digo pasacasete, aunque los pasaba) me lo robaron a mí, una noche en la que Boca le ganó por penales al Palmeiras para acceder a la final de la Copa Libertadores de América. Me agarraron atento, en un barrio lejano, mirando la serie de penales, y me abrieron la puerta del conductor y me sacaron el estéreo. Y los putos ni siquiera me cerraron la puerta. Y nunca pude entender por qué los chorros, después de robar, nunca cierran la puerta. Si ya ganaron. Qué les cuesta. En otra casa vieja, donde durmió el Peugeot 404, también, una vez, nos entraron a robar. Hicieron lo que quisieron. Pero no cerraron la puerta. Y todavía no entiendo por qué carajo no les aparece, ya cuando se frotan las manos para irse, aunque sea un minúsculo despojo resultante de una posible sensación contradictoria parecida a la piedad por el que ya perdió, con todas las de la ley, es decir, por el robado, y cerrar la puerta: todavía no entiendo por qué no cierran la puerta.
Apareció otra mudanza más, aparecieron problemas, llegó el cambio de país en el 2001, mi viejo perdió su trabajo, y luego consiguió otro en la cordillera norte de la provincia del Neuquén, y el Senda viajó durante cuatro años, todos los fines de semana, desde Chos Malal hasta Cipolletti, del otro lado del puente, donde hoy viven ellos, y donde yo vivo cuando vengo. Cuatro años de trabajo rural para el auto, donde atravesó tormentas de nieve, y caminos de ripio de los peorcitos de acá, y barro, y durmió afuerita, allí donde el viento (ese puto movimiento transparente del que yo iba a hablar antes de todo esto) es cacique, jefe de todos. El auto durmió cuatro años (la capa inicial del azul Bilbao ya era historia) a merced del Viento Mayor, y si tuviera que poner ejemplos para hablar de ese viento chosmalense, diría que una día el viento voló a un chico, es decir, se lo llevó: el viento se llevó un chico, y lo tiró contra una montaña de piedras y lo hizo cagar, y lo mandó al hospital derecho, y un poco grave por los traumatismos; diría que el viento, a los autos que duermen en Chos Malal desde hace muchos años (muchos más de cuatro), les sacó la pintura: hay autos, en Chos Malal, que están color gris metálico opaco como el metal de un caño de una sombrilla, como el metal de una antena de tele vieja, porque el viento, en conjunción con la arena, sopla tan fuerte y con tanta violencia que les saca, en forma pareja, y de a poco, la pintura a los autos. Como esas máquinas industriales que sirven (mezclando aire comprimido y arena) para limpiar monumentos y sacarles la pintura.
Hoy el Senda lleva la insignia de Chos Malal en el parabrisas, que está en toda su superficie esmerilado. “Esmerilado” no es una manera de decir, ni una exageración: todo el parabrisas está completamente esmerilado, como los vidrios esmerilados de las empresas, como los vidrios esmerilados de las casas. Si se lo mira desde adentro, parece que tiene tierra, muy bien desparramada, o agua, muy fina, muy bien desparramada. Y la desesperación ataca cuando uno le tira agua con el sapito y los ancianos de los limpiaparabrisas no pueden cambiar nada. Uno le tira agua, y nada. Esmerilado. Y hoy el Senda tiene problemas en: la parrilla, que está hundida; el guiño delantero izquierdo, que tiene la lamparita pero está roto; el enganche del capó, que cuesta cerrarlo porque una vez, un toque, lo abolló; la pintura original, que ya no existe; el guardabarros delantero derecho, que tiene un quiebre pequeño en la chapa y rompe la armonía de la circunferencia; en el centro mismo de las llantas, donde ya no queda ni una sola chapita; en el espejo lateral del conductor, que se rompió hace años y mi papá le pegó uno, casero; en el aplique que enciende las luces de posición y las luces bajas, que se rompió por lo menos tres veces y ahora parece que, despacito, funciona; en el aire acondicionado, que está roto; en el ventilador para la cabina, que está roto; en los botones de la consola central, que se escondieron detrás del plástico que los encuadraba, que está roto; en el asiento del conductor, porque se le abrió el tapizado y sufrió muchos kilos y se venció todo; en el tacómetro, porque no anda; en el velocímetro, porque tampoco; en algunas luces indicatorias del tablero, que se prenden cuando quieren, como por ejemplo la del freno de mano; en las paletitas de los respiraderos del tablero, porque es un clásico que se rompan; en la tercera luz de freno, que estaba colgada del vidrio de atrás y se cayó; en el embriague, porque está durísimo y corta un poco mal y hace que el auto tiemble; en el freno, porque le falta un poco de líquido y chillan las pastillas; en los bujes del tren delantero, que hace varios ruidos, y en los semiejes de adelante, también, porque cuando acelera, la trompa se mueve un poquito. Es casi imperceptible, pero para el que lo manejó se siente.
Mi mamá se compró un Gol modelo 2008 y mi papá tiene un auto que le da la gente del trabajo. A mi hermano le regalaron una moto, hace unos años, que está bastante linda, pero casi no la usa.
Mariano, el animal de Alta barda, a nuestro Senda le decía “Toro”. Ahora está tranquilo, estacionado acá afuera.
Yo no lo podía dominar.
Y hoy no recuerdo bien cómo fue la transición desde mi imposibilidad de dominarlo a mi cotidianeidad como dominador del Senda, pero lo cierto es que terminé dominándolo, y comencé a salir en el auto, de día, y luego de noche, y mi vida lo tuvo siempre en el medio.
Pero vuelvo.
El Senda, originalmente, es full. No tiene nada de lo que tienen los autos de hoy, pero es full. Tiene aire acondicionado y llantas. Eso lo hace full. Y tiene, además, algo en la tapa de cilindros que generó una vorágine de pelotudeces en los dueños de cualquier VW relativamente viejo. Tiene, en la tapa de cilindros, el símbolo (el logotipo) de Audi. Cuatro círculos entrelazados. Esos círculos me obligaron, y aún me obligan, a preguntarme algo que nunca pude responder: ¿por qué cada boludo que tiene un Volkswagen le pega a su auto, aparte, el logotipo de Audi? ¿La gente realmente creerá que el Senda tiene motor Audi? ¿O acaso es porque Audi forma parte del grupo automotor Volkswagen? Y si esto es así, ¿no sería más entendible que el dueño de un Audi le pegue a su auto un símbolo de VW? En definitiva, el Senda salió, si mal no recuerdo, 17.350 pesos dólares, y su azul Bilbao luego fue noticia, porque toda la camada de Sendas que habían salido con esa pintura resultó fallada, y el azul brilloso fue lentamente dejando lugar a un azul más débil y opaco, que hoy lo domina todo. Todo. La pintura estaba, entonces, fallada, y también recuerdo que cuando alguien nos robaba las tapitas de plástico que cada llanta tiene en su centro, nosotros salíamos cagando a buscar un Senda full y le robábamos las tapitas, porque al nuestro no le podía faltar nada. El tema de la pintura al principio nos rompió las pelotas. El auto estaba bien pero se le salía el color, y el sol aceleraba ese proceso, y nos inflaba. Hasta que crecimos, y aprendí a manejar, y mi hermano dejó de temerle, y el Senda, en sí, como tipo, perdió y perdió protagonismo.
Entonces sigo adelante.
Usaba el auto para buscar a mi pequeña novia en la parada del colectivo: en esos días los recorridos ya no pertenecían a distintas empresas por separado, como si se tratara de medianas o pequeñas empresas al servicio del transporte de una ciudad (recuerdo: Gonzomar, y las otras, el Ñandú, Lanín, Cono Sur, Centenario) y en cambio estaban todos abarcados por una sola: Indalo, que aún sigue vigente, todos ómnibus aburridísimos y pintados de rojo; llegaba entonces esa chica en el bondi 9, o 10, u 11 y yo la buscaba. Salía al centro, llevaba a mi mamá, iba a la casa de mis amigos, y salía de noche, y después la cosa siguió avanzando, e íbamos a fiestas con mi hermano, al que cada vez quería más, y subíamos a muchas personas al auto, y hasta llegamos a subir a 12. Diez adentro del auto y dos viajando en el capó.
Empecé a besarme adentro del auto, y a estacionarlo en el Balcón del Valle, el mirador más importante de la ciudad de Neuquén, cogedero por antonomasia, donde el público estaba exactamente dividido en dos: los que cogían, y los que no cogían. En el Balcón del Valle algunos iba a coger, y otros iban a molestar a los que cogían con las luces, y los ruidos de sus motores, y la música. Yo comencé a ir con amigos, no a coger, sino a tomar, pero nunca molesté a nadie. Lo juro por el auto. Después comencé a ir solo, o de a dos, pero en el Senda.
En esos días descubrí una de las cosas que más me emocionó en mi vida, y que me hizo pensar, por primera vez, como en una revelación divina, que si uno le busca la vuelta, despacito, con paciencia y lucidez, todos los cuerpos materiales del universo, de una u otra forma, encajan. Entre sí. Todo encaja. Una noche, en el balcón del valle, con una amiga, descubrí que el volante tiene tal forma y está inclinado en tal ángulo respecto de una imaginaria línea vertical perfecta, es decir, perpendicular al suelo (entero) del auto, que si uno posa una botella de cerveza en la pancita inferior del volante, es decir, la de abajo, la botella se apoya con su culo en la circunferencia del volante y a su vez se apoya de costado contra el eje grueso del volante (donde está la bocina) y entonces queda perfectamente derecha, esbelta, y afirmada, porque la goma del volante hace que quede bien firme: goma contra vidrio marrón, aunque algunos no lo crean, sirve, en un Senda, para apoyar la birra. Con eso fui feliz durante un par de años. Llegaba al Balcón, abría un poquito de la puerta mía para no manchar y para que no entrara mucho viento, descorchaba, le metía un trago, y luego posaba cada nena en el volante, y así giraban las madrugadas, allí adentro, con la radio encendida.
Desde ese mirador vi pasar a Neuquén, y me vi pasar a mí, varios años, adentro del auto. Los vidrios fueron ensuciados por distintas personas, masculinas y femeninas.
Nunca, pero nunca, pude decir que estaba cansado de estar allí, porque las cosas que me sacaban de esas atmósferas de mi auto tenían más que ver con horarios incumplidos o desapariciones de ganas de estar con alguien en particular o con el sueño, pero nunca con nosotros. Mi Senda siempre fue un auto cálido, y cómodo: el inicio de algo.
El estéreo original (nótese que ya no digo pasacasete, aunque los pasaba) me lo robaron a mí, una noche en la que Boca le ganó por penales al Palmeiras para acceder a la final de la Copa Libertadores de América. Me agarraron atento, en un barrio lejano, mirando la serie de penales, y me abrieron la puerta del conductor y me sacaron el estéreo. Y los putos ni siquiera me cerraron la puerta. Y nunca pude entender por qué los chorros, después de robar, nunca cierran la puerta. Si ya ganaron. Qué les cuesta. En otra casa vieja, donde durmió el Peugeot 404, también, una vez, nos entraron a robar. Hicieron lo que quisieron. Pero no cerraron la puerta. Y todavía no entiendo por qué carajo no les aparece, ya cuando se frotan las manos para irse, aunque sea un minúsculo despojo resultante de una posible sensación contradictoria parecida a la piedad por el que ya perdió, con todas las de la ley, es decir, por el robado, y cerrar la puerta: todavía no entiendo por qué no cierran la puerta.
Apareció otra mudanza más, aparecieron problemas, llegó el cambio de país en el 2001, mi viejo perdió su trabajo, y luego consiguió otro en la cordillera norte de la provincia del Neuquén, y el Senda viajó durante cuatro años, todos los fines de semana, desde Chos Malal hasta Cipolletti, del otro lado del puente, donde hoy viven ellos, y donde yo vivo cuando vengo. Cuatro años de trabajo rural para el auto, donde atravesó tormentas de nieve, y caminos de ripio de los peorcitos de acá, y barro, y durmió afuerita, allí donde el viento (ese puto movimiento transparente del que yo iba a hablar antes de todo esto) es cacique, jefe de todos. El auto durmió cuatro años (la capa inicial del azul Bilbao ya era historia) a merced del Viento Mayor, y si tuviera que poner ejemplos para hablar de ese viento chosmalense, diría que una día el viento voló a un chico, es decir, se lo llevó: el viento se llevó un chico, y lo tiró contra una montaña de piedras y lo hizo cagar, y lo mandó al hospital derecho, y un poco grave por los traumatismos; diría que el viento, a los autos que duermen en Chos Malal desde hace muchos años (muchos más de cuatro), les sacó la pintura: hay autos, en Chos Malal, que están color gris metálico opaco como el metal de un caño de una sombrilla, como el metal de una antena de tele vieja, porque el viento, en conjunción con la arena, sopla tan fuerte y con tanta violencia que les saca, en forma pareja, y de a poco, la pintura a los autos. Como esas máquinas industriales que sirven (mezclando aire comprimido y arena) para limpiar monumentos y sacarles la pintura.
Hoy el Senda lleva la insignia de Chos Malal en el parabrisas, que está en toda su superficie esmerilado. “Esmerilado” no es una manera de decir, ni una exageración: todo el parabrisas está completamente esmerilado, como los vidrios esmerilados de las empresas, como los vidrios esmerilados de las casas. Si se lo mira desde adentro, parece que tiene tierra, muy bien desparramada, o agua, muy fina, muy bien desparramada. Y la desesperación ataca cuando uno le tira agua con el sapito y los ancianos de los limpiaparabrisas no pueden cambiar nada. Uno le tira agua, y nada. Esmerilado. Y hoy el Senda tiene problemas en: la parrilla, que está hundida; el guiño delantero izquierdo, que tiene la lamparita pero está roto; el enganche del capó, que cuesta cerrarlo porque una vez, un toque, lo abolló; la pintura original, que ya no existe; el guardabarros delantero derecho, que tiene un quiebre pequeño en la chapa y rompe la armonía de la circunferencia; en el centro mismo de las llantas, donde ya no queda ni una sola chapita; en el espejo lateral del conductor, que se rompió hace años y mi papá le pegó uno, casero; en el aplique que enciende las luces de posición y las luces bajas, que se rompió por lo menos tres veces y ahora parece que, despacito, funciona; en el aire acondicionado, que está roto; en el ventilador para la cabina, que está roto; en los botones de la consola central, que se escondieron detrás del plástico que los encuadraba, que está roto; en el asiento del conductor, porque se le abrió el tapizado y sufrió muchos kilos y se venció todo; en el tacómetro, porque no anda; en el velocímetro, porque tampoco; en algunas luces indicatorias del tablero, que se prenden cuando quieren, como por ejemplo la del freno de mano; en las paletitas de los respiraderos del tablero, porque es un clásico que se rompan; en la tercera luz de freno, que estaba colgada del vidrio de atrás y se cayó; en el embriague, porque está durísimo y corta un poco mal y hace que el auto tiemble; en el freno, porque le falta un poco de líquido y chillan las pastillas; en los bujes del tren delantero, que hace varios ruidos, y en los semiejes de adelante, también, porque cuando acelera, la trompa se mueve un poquito. Es casi imperceptible, pero para el que lo manejó se siente.
Mi mamá se compró un Gol modelo 2008 y mi papá tiene un auto que le da la gente del trabajo. A mi hermano le regalaron una moto, hace unos años, que está bastante linda, pero casi no la usa.
Mariano, el animal de Alta barda, a nuestro Senda le decía “Toro”. Ahora está tranquilo, estacionado acá afuera.
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