1. Ninguna siesta
Según el servicio meteorológico nacional, 39 grados a esta hora en el Alto Valle del Río Negro. Hace ya unos días que pienso en volver a escribir acá y en hacerlo a partir de un tratado personal sobre las vicisitudes cotidianas, algo dentro de todo idéntico a lo que hago siempre, o por lo menos cada vez que me siento a escribir. El interrogante repetido fue, a lo largo de estos días, cómo comenzar y cómo ordenar las ideas de un tratado sobre la cotidianeidad de un verano de enero en este planeta, y la respuesta a ese interrogante, aún, no aparece. Por lo tanto el comienzo de una descripción minuciosa sobre pelotudeces que no le interesan a nadie salvo a mí no puede comenzar por otro sitio que no sea el baño. En estos días de enero, como casi todos los eneros, aprovecho el tiempo para leer, y recién, a eso de las cinco y cuarenta de esta tarde, terminé en el baño una novela que se titula Aráoz y la verdad, de un escritor porteño que se llama Eduardo Sacheri. Sacheri es un escritor mediocre que propone historias divertidas. Escribe de mediocre para abajo, y recrea (y sostiene) sus historias de un modo casi jolivudense. Pero la leí toda, a la novela, con un cierto aire de ingenuidad, y también con un cierto cariño por la trama, una especie de empatía de un verano en enero en esta parte de la tierra. En definitiva, lo que quiero decir es algo quizás común para algunos, pero evidentemente cierto: todos los libros deberían terminarse cagando. Es una verdadera satisfacción terminar un libro sobre la tabla del inodoro, no importa si antes o después de limpiarse, ni tampoco si el olor es nauseabundo o si el baño se respira un poco viciado pero habitable.
Entrar de madrugada a la casa en la que viven los padres, previo paso por una reja chillona en medio de un barrio mudo, el retumbe de la puerta, un gato gris durmiendo sobre un sillón de un living, la penumbra natural que allí persiste. Tocar al gato: creo que allí comienza un capítulo de las cosas que no se piensan, un automatismo digno de ocupar este tratado. El gato duerme pero no responde como siempre; está pesado, respira bruscamente siguiendo el ritmo entrecortado de un fuelle, y no puede echarse sino es de costado. Eso es un problema. Allí, de madrugada, hay un problema. Dormir hasta la mañana, y al despertar, un ruido a tos, o mejor dicho a carraspera de gato, el mismo gato gris ensaya distintas carrasperas y no puede ni contraer las pupilas.
Llevar un gato al veterinario en un canil pequeño: primero meterlo a la fuerza (no tanta porque el gato no puede oponerse demasiado), subirlo al auto, escuchar luego su maullido apagado, afónico, su queja, su resignación, su ansiedad. Manejar con un gato encerrado al lado. Hablarle al gato, como se le habla a un bebé. No importa, Grisi, ya llegamos. Te vamos a hacer ver, mamita, por la carrasperita esa. No, mi amor, no llores, ya volvemos a casa. Ya pasa.
Un gato, entonces, que intenta no-salir del canil hasta que se ubica éste último en sentido plenamente vertical y el gato gris cae sobre la camilla metálica de un veterinario con nombre de boxeador: Raúl Héctor De Ccico, sesenta y nueve ochocientos, oriundo de la ciudad de Cipolletti, con un récord de veintiocho-cuatro-uno, experto en semiología, como todos los veterinarios, y una auscultación, palpar la zona del vientre, preguntar por la caca y las costumbres, preguntar, en resumen, por esto. Por el tratado cotidiano de un gato que finalmente parece sufrir una insuficiencia cardíaca.
Grisi es una insuficiente cardíaca. Se le inyecta en la patita izquierda (allí donde queda carnecita; allí donde todos intentarían morderla si alguien la tirara a la parrilla) una mezcla de descongestivo y diurético y se la envía a su domicilio particular: si mejora, entonces el diagnóstico es correcto. Grisi vuelve a su casa, la temperatura es apenas menor a la del comienzo de este texto, se echa en la sombra. El piso es granito negro, está fresco.
Enero sigue, todo.
Se sucede otra entrada de madrugada, el mismo quejido de la reja, la misma puerta de entrada abriéndose. Pero surge una diferencia. La mente cotidiana intuye que sobre el sillón habrá una gata gris –claro que sí, se llama Grisi y es una gata, no un gato– que tendrá carraspera porque los veterinarios no hacen otra cosa que ejecutar hasta el hartazgo el ensayo y el error, y en este primer caso, alguien habrá yerrado. Después de la puerta la penumbra, y sobre el sillón la Grisi. “Qué hacés acá, Grisi”, se piensa. Ella está echada, llamativamente, como siempre lo hacía: de pechito. Agacharse junto al sillón, muy despacio con el único reflejo de un llavero y de los ojos de la gata. Abrir la mano en el espacio del living. Estirar los dedos. Ponerlos rígidos, mirarlos con lo poco que se tiene, girar la mano muy, muy despacio y asentarla sobre el pelo gris. El pelo es suave, el vientre se infla y se desinfla con armonía, un suspiro pacífico, silencio que entra por la naricita de una gata, silencio (otro) que sale por allí mismo. Acercar la nariz propia a la nariz de un gato con insuficiencia cardíaca. Un gato que vale más que muchas personas juntas. Que ha sufrido. Que ha vivido. Que al morir, otra vez, no va a tener memoria. No va a recordar el estrés del viaje al veterinario. No va a recordar las siestas. Ninguna siesta. Pero un gato que, por fin, habla.
Nariz contra nariz.
“Mau”, dice.
2. El juego de un gato
3. Llenado y vaciado
Lo cotidiano es cálculo. Todo cálculo es registro de lo cotidiano. Más vale. Ay, qué loco, acaba de descubrir el mundo. Dirían otros: ay, qué loco, le chupa la pija a un muerto. Y sí. Acá calculo. Compré hasta hoy 45 botellas de cerveza, botellas chiquitas. Tomé 16 litros de cada una de ellas. Hablo por chat con mis amigos que respiran en otros sitios, brindo a 14 mil kilómetros de distancia, y al dejar la computadora sólo quedan las botellas vacías sobre el escritorio y una habitación tranquila. Recién aquí comienza lo cotidiano. En el acto que surge de levantar envases viejos y acomodarlos contra el borde de una mesada en una cocina.
Tomar cerveza en botellas chiquitas es colocarlas en un freezer, buscar la posición menos molesta de cuatro o cinco cubeteras y allí encima apoyar las botellas, algo así como media hora para que al sacarlas, transpiren, y se les pueda poner una rodaja de limón dentro: una rodaja que casi las rebase. Entonces es: destaparlas. Tomar el primer sorbo. Gozar las primeras burbujas, sufrir las segundas. Mirarlas a la luz: la revelación más pelotuda de todas al sentir una suerte de alegría estética porque una rodaja de limón macera el contenido de una botella de cerveza que fue elaborada y envasada en México y trasladada a una ciudad de la Patagonia, duplicando y triplicando su valor y finalmente fue puesta de cara a un foco bajo consumo, indicado por el gobierno nacional, para disfrutar de una rodaja de limón que burbujea e intensifica su color amarillo, ya en medio de otro color amarillo que la envuelve, y demuestra que sí, que una cerveza con limón sabe a cerveza con limón, y que sí, eso brinda un gustito a limón en toda la boca.
El tiempo de lo cotidiano es el tiempo que transcurre entre el llenado y el vaciado de un envase. El tiempo ramificado de lo cotidiano es, por ejemplo, lo que tarda en pudrirse una rodaja de limón dentro de un envase vacío, que algún ansioso, alguno de esos que todavía creen en los secretos, va a romper, y a pisar, para saber si todo está seco, si todo está bien pero bien seco. Como aquí enero.
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