La familia en viñetas
dibuja una continuidad
inobjetable.
En un flanco,
las exhalaciones de mi madre;
en el otro los varones restantes.
Sus maneras del zapping.
Sus sueños de sillón.
Y ante todo mi intención de respirar.
La culpa también es una reacción química,
ella y sus densidades.
Pero qué loco absolutamente todo.
28.2.09
18.2.09
El negro Samuel
O más precisamente Samwell, un volcán activo (pero fundamentalmente pasivo) de la red en estos días. Pasen por la videoteca y a jugar por over there, como él tanto pide. Que lo disfruten.
Y cuando el video termine, hagan el favor de decir la verdad tal como lo indica el pequeño texto sobre la ventanita, y confirmen: "he acabado de verlo".
Y cuando el video termine, hagan el favor de decir la verdad tal como lo indica el pequeño texto sobre la ventanita, y confirmen: "he acabado de verlo".
12.2.09
Para Natale que lo mira por la red
Tanto tiempo ajena
(publicado en el libro Grises, verdes [2004], editado por Editorial La Creciente, Córdoba)
Lo que hace Emilio en este momento es entrar a su casa con Eugenia, la mujer más esperada de todas. La única que podría hacer un nudo marinero en el ambiente con el simple reflejo de soltar un suspiro en el aire. Entran por primera vez al departamento después de haber compartido no sólo una cena, sino muchísimos años de distancia y silencio, en sus casas vecinas del pueblo, sobre las baldosas desteñidas de la misma vereda. Hay algunos datos que pueden ayudar a ilustrar esa distancia y ese silencio. Por ejemplo, la inclinación natural de ella por hombres de buen cuerpo, con espaldas prominentes y cuellos anchos. El noviazgo que tuvo durante cinco años y medio con un jugador de rugby, el mono López, al que terminó abandonando días antes de empezar a estudiar en Córdoba. Emilio, por su parte, y su logro de haber sido finalista en un concurso literario para adolescentes organizado en la provincia de San Luis, que por supuesto no ganó. Las trece o catorce palabras que alguna vez pudo cruzar con el mismísimo mono López, una tarde de verano, sentado en el primer escalón de su casa paterna. Y ahora en su casa, con ella. Apoyado contra la cara interna de la puerta. Prende las luces antes de girar la llave y Eugenia lo mira: qué pasa, le pregunta él, sonriendo. Nada, dice ella, y comienza a reconocer el lugar. Repasa las fotos colgadas en las paredes, la suciedad que podría haber sido peor en las juntas de los mosaicos, hasta que decide sentarse en el primer sillón que encuentra. Emilio cruza el living, abre un poco las cortinas para que se vean las luces del parque Sarmiento y Eugenia lo sigue mirando: qué pasa, te molesto con algo, vuelve a preguntar. Nada, tonto, nada, repite ella.
Ahora Emilio tiene veintinueve años y está acomodando unas carpetas sobre la mesa del departamento; las encima a un costado para que no molesten y luego levanta unos vasos sucios del mediodía. Camina hasta el ropero del dormitorio para colgar el saco, entre los abrigos y las camisas que usa para el trabajo. Ella está sentada en el primer sillón, cerca del equipo de música, y pregunta casi de un grito si puede poner algún “tema” tranquilo. Qué divino, dice en voz alta Eugenia, tenés todos los discos de Ismael Serrano. Emilio la escucha desde la pieza. Acomoda el acolchado, lo agita como una ola para que circule un poco de aire y después lo estira con prolijidad hasta tapar la almohada. Empareja los bordes. Enciende el velador, esconde el cable detrás de la cabecera de la cama, apaga la luz del techo y busca unos forros adentro de la mesa de luz. Sí, dice al procesar con retraso el comentario: poné lo que más te guste. También hay discos de Djavan y algunos de Caetano, dice. Una vez reunidos acerca los forros a la parte frontal del cajón y los deja preparados. Vuelve por el pasillo, sin descuidar el ritmo de los pasos, y se detiene en la entrada de la cocina. ¿Querés que te arremangue?, le pregunta Eugenia, y hace señas con las manos para que se acerque. No importa, responde él. ¿Café o té?, pregunta. Café, dice ella. Con poquito azúcar. Y Emilio empieza a preparar las cosas. Llena la pava, junta las únicas dos tazas que tiene con un mismo dibujo, y calienta el agua.
Eugenia sigue esperando en el sillón con sus treinta años vestidos de rojo y está hermosísima: los brazos le flotan largos a los costados, el pelo le baila suelto sobre los hombros. Conserva perfectamente la cola que alguna vez le permitió ser reina de su ciudad. Tiene puesto un vestido corto, bien escotado, y no usa corpiño. Por los costados hasta permite ver los bordes finos de la bombacha. Mantiene las piernas cruzadas, con una de sus sandalias colgando, y cuando se recuesta sobre el sillón el vestido se le pega al cuerpo y hace que los pezones se trasluzcan sobre el rojo suave: muestran un filo delicado que les da forma. Emilio apoya las únicas dos tazas de café sobre la mesita ratona y se sienta en el sillón libre. Ella lo mira y sonríe. Tengo muchas ganas de estar acá, dice ella. Yo tengo ganas de encontrarte desde hace casi quince años, dice él. Ella larga una carcajada y le dice que antes era una pelotuda, y Emilio le contesta que boluda o no siempre quiso tenerla. Siempre, le dice. Pero al final estoy acá, ¿o no?, insiste ella, y toma un trago mentiroso de café. Al final estoy con vos, dice. Emilio le acaricia la rodilla con una mano y con la otra sostiene la taza. Toma un trago largo sin dejar de mirarla, con la consecuente imagen un tanto torpe que eso implica, y al despegar la boca siente el comienzo ya irreversible del dolor: un latigazo fuertísimo que nace en la parte baja del estómago hasta hundirse centímetros debajo del ombligo; un pinchazo agudo que lo arquea un par de veces en un acto reflejo, pero con la suficiente fugacidad como para que ella no lo note. Antes, durante la cena, alternaron tacos y enchiladas con salsa de guacamole y ajíes picantes. Tomaron litros de cerveza y terminaron con un postre de flan y vainillas borrachas. Cuando abandona la taza sobre la mesita el dolor vuelve, y al inclinarse sobre el asiento puede ver que Eugenia también apoya su taza y se pone de pie, para acercarse. Eugenia se acerca despacio y en el trayecto lo mira, a los ojos, y abre las piernas para sentarse sobre él, frente a frente, como en un caballito. Emilio está recostado, entonces, sobre el respaldar del sillón con el estómago hecho un nudo y ella se levanta el vestido, descubre una bombacha blanca, sostiene la tela que sobra junto a las caderas y por último se sienta. Estás re lindo, dice, mientras le acaricia una mejilla. Emilio se incorpora en el asiento con la ayuda de los apoyabrazos y acomoda las piernas para poder estar cómodo. Siente el calor que ella deja con su entrepierna desnuda. Endereza la espalda y posa su boca justo en el escote, en la porción de piel que se escapa entre los filos rojos. Siente el perfume. Está tibia, piensa: estoy entre las mismísimas tetas de Eugenia. Arrastra los labios hacia los costados y roza los pezones, todavía cubiertos: apoya la boca sobre los pezones como si estuviera midiendo la temperatura de un frasco, o la fiebre de un chiquito. Y ella lo abraza. Le rodea el cuello con las manos y se inclina hacia delante, descansa sobre su cabeza. Respira hondo y le aprieta el cuello: le sostiene el pelo con fuerza. Lo mira desde los pocos centímetros que los separan y dice vamos ya, lleváme. Adónde, pregunta Emilio. Lleváme de una vez, Emilio, dice ella. Lleváme. La luz del velador rodea una sombra irregular en la pared y los dos cuerpos se levantan en un solo movimiento, y Emilio camina envuelto por las piernas más esperadas hacia la habitación, por el pasillo, con pasos firmes, mientras ella le muerde el cuello y despide su perfume, y respira tan hondo que parece estar bajo el chorro de una ducha helada. A mitad de camino el estómago vuelve a retorcerse con fuerza pero las piernas logran sostener el peso hasta llegar al dormitorio, y los dos caen ahora sí sobre el colchón, formando un mismo bulto. Eugenia se estira boca arriba, el pelo castaño a los costados, las piernas descubiertas, los labios húmedos, y Emilio la recorre desde los pies de la cama sin siquiera tener la oportunidad de no mirarla. Me duele tocarte, le dice después. Te juro que me está doliendo. Entonces pide un momento para hacer pis. Y ella le pregunta cuándo va a volver. No tardes mucho, le dice ella. Te espero acá. Desnuda.
■■■
Emilio cierra la puerta del baño, se baja los pantalones, y antes de tocar la tabla del inodoro ya entiende que el brete en cuestión podría durar mucho más que una sola noche. Antes de sentir el frío del primer roce despide un chorro violento de caca, líquida, que pega contra la pendiente espejada de la loza y deja marcas opacas en toda la circunferencia: infinitos lunares aplastados contra la ladera blanca que resbalan hasta el hueco de agua, en un rociado discontinuo que además incluye una ráfaga de olor verdaderamente inmundo. Comienza a hacer muchísima caca, además, con bastante ruido, y del otro lado está el departamento, la biblioteca, las tazas de café junto al velador, Eugenia moviéndose entre los pliegues de las sábanas y la música lenta. Del otro lado de la puerta están las polleras livianas del verano en la cuadra, la espalda tanto tiempo ajena, los hombros y las noches, las miradas quietas desde lejos, en el boliche, el olor inalcanzable en los movimientos. Emilio la tiene a ella desparramada en su cama y no puede dejar de hacer caca, con las piernas tensas, el olor hediondo, la prueba de tibieza en el agua del bidet y la descompostura que no cesa, los pantalones arrugados en los tobillos y desde afuera el ruido del cajón en la mesa de luz, que se abre y enseguida se cierra. Eugenia revisa algunas cosas desde la almohada y Emilio se masajea la panza para calmar el embate, necesita una pausa para volver a la cama. Tira la cadena del baño varias veces pero el caudal marrón no se reduce, y estira una mano para llegar al espejo sobre la pileta, donde hay cosas que pueden apantallar el ambiente. Sostiene un tubo de desodorante pero no sirve, porque toda su vida usó en barra. Alcanza el talco para los pies y tira un poco de polvo al aire. Mira la cortina transparente, plegada, los azulejos claros, el cuello metálico de la ducha. Mira el suelo. La punta de los zapatos. Y desde afuera, desde la pieza, Eugenia le pregunta si está bien, si le pasa algo. Y él responde. Quedáte tranquila, dice, no pasa nada. Se rompió una cosita, dice. Después tira la cabeza hacia atrás e intenta hacer una suerte de control mental. Tiene que cortar, piensa, tiene que cortar ahora, y aprieta el botón para descargar el baño. Tiene que parar este ardor, dice en voz baja, y con las uñas golpea la parte exterior de inodoro, inclinado sobre sus piernas. Desde afuera escucha pasos que van hacia el living, por el pasillo, la cocina, ruidos en la cerradura. A vos te pasa algo, dice Eugenia, parada en algún lugar de la casa, y Emilio le contesta que no, que todo está bajo control. Hace diez minutos que estás encerrado, repite ella, más cerca de la puerta del baño. Si tenés algún problema trato de ayudarte, en serio, dice. Esperá un segundito que arreglo esta porquería y salgo, contesta él, que hay una pieza funcionando mal y está salpicando todo el lavatorio y las cosas de tocador, dice, con los antebrazos haciendo presión sobre los muslos. Si logro acomodar un pestillo que sobresale no se va a ensuciar más el piso y me libero de esta mierda, dice, pero Eugenia insiste con el problema y golpea la puerta, un par de veces, mueve el picaporte. Emilio, dale, dejáme entrar. No entres, por favor, te ruego que no entres. Dale, Emilio, por favor, no jodas. Y Eugenia entra.
■■■
Upa la lá, dice, apoyada contra el marco metálico, antes de llegar a la pileta. Qué olor que hay. Estás muy descompuesto. Emilio la mira desde el inodoro. Ella cierra la puerta y se arrodilla al frente, con el vestido levantado para que no se ensucie. Con una mano se retoca el pelo y con la otra los breteles anchos sobre los hombros. Después acomoda el desodorante y el talco sobre el estante del espejo y pliega un poco más la cortina de la ducha, para poder sentarse frente a él sin estar tan apretados. No lo puedo creer, dice Emilio, esto sí que no lo soporto. Tengo mucha vergüenza. No seas tonto, dice Eugenia. Me tendrías que haber dicho antes. Yo sé cómo se paran estas cosas. Y cómo se paran. Primero tenés que tranquilizarte, dice, y no pienses en la caca. No pienses. Charlemos como si no pasara nada. No puedo charlar, contesta él, es imposible. No puedo parar el chorro. Pero con el tiempo ya va a aflojar, dice Eugenia, y estira una mano para acariciarlo. Estira la mano derecha y le acaricia los nudillos, las muñecas, que descansan cerca de las rodillas rígidas. No me toques, me pone muy incómodo, dice él. Quedáte tranquilo. En serio. Si pensás en algo lindo seguro que corta. Pero me arde. Ya se va a pasar. Se va a pasar.
Emilio la mira y sonríe, sentado en la misma posición, levantando las cejas, sin mostrar los dientes. Estás hermosa, dice. No lo puedo creer. Yo acá y vos ahí sentada, no entiendo. Vos también estás muy lindo, dice ella. Me gustan tus calzoncillos, dice, y hace una seña hacia abajo. Dejáme hacerte algunos mimos. Pero hay mucho olor, es asqueroso. Para nada. Vos relajáte y dejá que la panza se calme solita. Eugenia vuelve a arrodillarse y se acerca, bien despacio. Empieza a tocarle las rodillas y después los muslos, con suavidad, para aflojarlos.
Me vas a ver todo, dice Emilio, con la vista entre las piernas.
Ella lo mira y sigue masajeando con los dedos, desde la parte exterior hacia adentro, y desde la redondez de la rótula hasta el inicio de las piernas. Masajea y le hace cosquillas, con las uñas largas, y de ratos se detiene en algunos puntos precisos de los muslos.
Me encanta tu piel, le dice, no te das una idea. ¿Te puedo sacar los pelitos encarnados? ¿Puedo?
No, por favor, responde él. Si te acercás me voy a poner mucho peor, y no quiero.
Pero son poquitos, dice Eugenia, mirándolo a los ojos. Tiene el maquillaje justo, los pómulos rosados, los pliegues brillantes en los labios.
Son poquitos, dice.
Emilio recorre las cejas perfectas, los ojos negros, la boca húmeda, y no puede contener las lágrimas, mientras ella se inclina sobre sus piernas y empieza a pellizcar los pelitos oscuros para después sacarlos con vida. Eugenia aprieta con mucha delicadeza los pelos mientras la tela de su vestido se despega del cuerpo, y deja que los pezones se escapen, y que Emilio, desde el llanto, los recorra de una vez por todas, íntimos, oscuros, tiesos, simples.
Emilio no puede acercarse ni escapar, pero aun así intenta enderezar el torso para liberar los botones bajos de la camisa. Piensa que al menos ya existe algo en común. Piensa, desde su propio inodoro, que hacer las cosas sólo por alguien es grave. Gravísimo.
Y mientras eso se le cruza por la cabeza, Eugenia lo pellizca, desde cerca, y le acaricia la entrepierna, y le da besos en los muslos, con la lengua.
Ella se pone de pie con el vestido levantado, apoya uno de sus puños frágiles en la pared de azulejos claros y abre las piernas, para sentarse sobre las marcas de su propia saliva. Corre la tela de la bombacha hacia un costado, como saben hacer las mujeres, y se sienta, se incrusta, se acomoda en el lugar que quiere.
¿Está bien así?, pregunta. ¿Afloja un poco?
(publicado en el libro Grises, verdes [2004], editado por Editorial La Creciente, Córdoba)
Lo que hace Emilio en este momento es entrar a su casa con Eugenia, la mujer más esperada de todas. La única que podría hacer un nudo marinero en el ambiente con el simple reflejo de soltar un suspiro en el aire. Entran por primera vez al departamento después de haber compartido no sólo una cena, sino muchísimos años de distancia y silencio, en sus casas vecinas del pueblo, sobre las baldosas desteñidas de la misma vereda. Hay algunos datos que pueden ayudar a ilustrar esa distancia y ese silencio. Por ejemplo, la inclinación natural de ella por hombres de buen cuerpo, con espaldas prominentes y cuellos anchos. El noviazgo que tuvo durante cinco años y medio con un jugador de rugby, el mono López, al que terminó abandonando días antes de empezar a estudiar en Córdoba. Emilio, por su parte, y su logro de haber sido finalista en un concurso literario para adolescentes organizado en la provincia de San Luis, que por supuesto no ganó. Las trece o catorce palabras que alguna vez pudo cruzar con el mismísimo mono López, una tarde de verano, sentado en el primer escalón de su casa paterna. Y ahora en su casa, con ella. Apoyado contra la cara interna de la puerta. Prende las luces antes de girar la llave y Eugenia lo mira: qué pasa, le pregunta él, sonriendo. Nada, dice ella, y comienza a reconocer el lugar. Repasa las fotos colgadas en las paredes, la suciedad que podría haber sido peor en las juntas de los mosaicos, hasta que decide sentarse en el primer sillón que encuentra. Emilio cruza el living, abre un poco las cortinas para que se vean las luces del parque Sarmiento y Eugenia lo sigue mirando: qué pasa, te molesto con algo, vuelve a preguntar. Nada, tonto, nada, repite ella.
Ahora Emilio tiene veintinueve años y está acomodando unas carpetas sobre la mesa del departamento; las encima a un costado para que no molesten y luego levanta unos vasos sucios del mediodía. Camina hasta el ropero del dormitorio para colgar el saco, entre los abrigos y las camisas que usa para el trabajo. Ella está sentada en el primer sillón, cerca del equipo de música, y pregunta casi de un grito si puede poner algún “tema” tranquilo. Qué divino, dice en voz alta Eugenia, tenés todos los discos de Ismael Serrano. Emilio la escucha desde la pieza. Acomoda el acolchado, lo agita como una ola para que circule un poco de aire y después lo estira con prolijidad hasta tapar la almohada. Empareja los bordes. Enciende el velador, esconde el cable detrás de la cabecera de la cama, apaga la luz del techo y busca unos forros adentro de la mesa de luz. Sí, dice al procesar con retraso el comentario: poné lo que más te guste. También hay discos de Djavan y algunos de Caetano, dice. Una vez reunidos acerca los forros a la parte frontal del cajón y los deja preparados. Vuelve por el pasillo, sin descuidar el ritmo de los pasos, y se detiene en la entrada de la cocina. ¿Querés que te arremangue?, le pregunta Eugenia, y hace señas con las manos para que se acerque. No importa, responde él. ¿Café o té?, pregunta. Café, dice ella. Con poquito azúcar. Y Emilio empieza a preparar las cosas. Llena la pava, junta las únicas dos tazas que tiene con un mismo dibujo, y calienta el agua.
Eugenia sigue esperando en el sillón con sus treinta años vestidos de rojo y está hermosísima: los brazos le flotan largos a los costados, el pelo le baila suelto sobre los hombros. Conserva perfectamente la cola que alguna vez le permitió ser reina de su ciudad. Tiene puesto un vestido corto, bien escotado, y no usa corpiño. Por los costados hasta permite ver los bordes finos de la bombacha. Mantiene las piernas cruzadas, con una de sus sandalias colgando, y cuando se recuesta sobre el sillón el vestido se le pega al cuerpo y hace que los pezones se trasluzcan sobre el rojo suave: muestran un filo delicado que les da forma. Emilio apoya las únicas dos tazas de café sobre la mesita ratona y se sienta en el sillón libre. Ella lo mira y sonríe. Tengo muchas ganas de estar acá, dice ella. Yo tengo ganas de encontrarte desde hace casi quince años, dice él. Ella larga una carcajada y le dice que antes era una pelotuda, y Emilio le contesta que boluda o no siempre quiso tenerla. Siempre, le dice. Pero al final estoy acá, ¿o no?, insiste ella, y toma un trago mentiroso de café. Al final estoy con vos, dice. Emilio le acaricia la rodilla con una mano y con la otra sostiene la taza. Toma un trago largo sin dejar de mirarla, con la consecuente imagen un tanto torpe que eso implica, y al despegar la boca siente el comienzo ya irreversible del dolor: un latigazo fuertísimo que nace en la parte baja del estómago hasta hundirse centímetros debajo del ombligo; un pinchazo agudo que lo arquea un par de veces en un acto reflejo, pero con la suficiente fugacidad como para que ella no lo note. Antes, durante la cena, alternaron tacos y enchiladas con salsa de guacamole y ajíes picantes. Tomaron litros de cerveza y terminaron con un postre de flan y vainillas borrachas. Cuando abandona la taza sobre la mesita el dolor vuelve, y al inclinarse sobre el asiento puede ver que Eugenia también apoya su taza y se pone de pie, para acercarse. Eugenia se acerca despacio y en el trayecto lo mira, a los ojos, y abre las piernas para sentarse sobre él, frente a frente, como en un caballito. Emilio está recostado, entonces, sobre el respaldar del sillón con el estómago hecho un nudo y ella se levanta el vestido, descubre una bombacha blanca, sostiene la tela que sobra junto a las caderas y por último se sienta. Estás re lindo, dice, mientras le acaricia una mejilla. Emilio se incorpora en el asiento con la ayuda de los apoyabrazos y acomoda las piernas para poder estar cómodo. Siente el calor que ella deja con su entrepierna desnuda. Endereza la espalda y posa su boca justo en el escote, en la porción de piel que se escapa entre los filos rojos. Siente el perfume. Está tibia, piensa: estoy entre las mismísimas tetas de Eugenia. Arrastra los labios hacia los costados y roza los pezones, todavía cubiertos: apoya la boca sobre los pezones como si estuviera midiendo la temperatura de un frasco, o la fiebre de un chiquito. Y ella lo abraza. Le rodea el cuello con las manos y se inclina hacia delante, descansa sobre su cabeza. Respira hondo y le aprieta el cuello: le sostiene el pelo con fuerza. Lo mira desde los pocos centímetros que los separan y dice vamos ya, lleváme. Adónde, pregunta Emilio. Lleváme de una vez, Emilio, dice ella. Lleváme. La luz del velador rodea una sombra irregular en la pared y los dos cuerpos se levantan en un solo movimiento, y Emilio camina envuelto por las piernas más esperadas hacia la habitación, por el pasillo, con pasos firmes, mientras ella le muerde el cuello y despide su perfume, y respira tan hondo que parece estar bajo el chorro de una ducha helada. A mitad de camino el estómago vuelve a retorcerse con fuerza pero las piernas logran sostener el peso hasta llegar al dormitorio, y los dos caen ahora sí sobre el colchón, formando un mismo bulto. Eugenia se estira boca arriba, el pelo castaño a los costados, las piernas descubiertas, los labios húmedos, y Emilio la recorre desde los pies de la cama sin siquiera tener la oportunidad de no mirarla. Me duele tocarte, le dice después. Te juro que me está doliendo. Entonces pide un momento para hacer pis. Y ella le pregunta cuándo va a volver. No tardes mucho, le dice ella. Te espero acá. Desnuda.
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Emilio cierra la puerta del baño, se baja los pantalones, y antes de tocar la tabla del inodoro ya entiende que el brete en cuestión podría durar mucho más que una sola noche. Antes de sentir el frío del primer roce despide un chorro violento de caca, líquida, que pega contra la pendiente espejada de la loza y deja marcas opacas en toda la circunferencia: infinitos lunares aplastados contra la ladera blanca que resbalan hasta el hueco de agua, en un rociado discontinuo que además incluye una ráfaga de olor verdaderamente inmundo. Comienza a hacer muchísima caca, además, con bastante ruido, y del otro lado está el departamento, la biblioteca, las tazas de café junto al velador, Eugenia moviéndose entre los pliegues de las sábanas y la música lenta. Del otro lado de la puerta están las polleras livianas del verano en la cuadra, la espalda tanto tiempo ajena, los hombros y las noches, las miradas quietas desde lejos, en el boliche, el olor inalcanzable en los movimientos. Emilio la tiene a ella desparramada en su cama y no puede dejar de hacer caca, con las piernas tensas, el olor hediondo, la prueba de tibieza en el agua del bidet y la descompostura que no cesa, los pantalones arrugados en los tobillos y desde afuera el ruido del cajón en la mesa de luz, que se abre y enseguida se cierra. Eugenia revisa algunas cosas desde la almohada y Emilio se masajea la panza para calmar el embate, necesita una pausa para volver a la cama. Tira la cadena del baño varias veces pero el caudal marrón no se reduce, y estira una mano para llegar al espejo sobre la pileta, donde hay cosas que pueden apantallar el ambiente. Sostiene un tubo de desodorante pero no sirve, porque toda su vida usó en barra. Alcanza el talco para los pies y tira un poco de polvo al aire. Mira la cortina transparente, plegada, los azulejos claros, el cuello metálico de la ducha. Mira el suelo. La punta de los zapatos. Y desde afuera, desde la pieza, Eugenia le pregunta si está bien, si le pasa algo. Y él responde. Quedáte tranquila, dice, no pasa nada. Se rompió una cosita, dice. Después tira la cabeza hacia atrás e intenta hacer una suerte de control mental. Tiene que cortar, piensa, tiene que cortar ahora, y aprieta el botón para descargar el baño. Tiene que parar este ardor, dice en voz baja, y con las uñas golpea la parte exterior de inodoro, inclinado sobre sus piernas. Desde afuera escucha pasos que van hacia el living, por el pasillo, la cocina, ruidos en la cerradura. A vos te pasa algo, dice Eugenia, parada en algún lugar de la casa, y Emilio le contesta que no, que todo está bajo control. Hace diez minutos que estás encerrado, repite ella, más cerca de la puerta del baño. Si tenés algún problema trato de ayudarte, en serio, dice. Esperá un segundito que arreglo esta porquería y salgo, contesta él, que hay una pieza funcionando mal y está salpicando todo el lavatorio y las cosas de tocador, dice, con los antebrazos haciendo presión sobre los muslos. Si logro acomodar un pestillo que sobresale no se va a ensuciar más el piso y me libero de esta mierda, dice, pero Eugenia insiste con el problema y golpea la puerta, un par de veces, mueve el picaporte. Emilio, dale, dejáme entrar. No entres, por favor, te ruego que no entres. Dale, Emilio, por favor, no jodas. Y Eugenia entra.
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Upa la lá, dice, apoyada contra el marco metálico, antes de llegar a la pileta. Qué olor que hay. Estás muy descompuesto. Emilio la mira desde el inodoro. Ella cierra la puerta y se arrodilla al frente, con el vestido levantado para que no se ensucie. Con una mano se retoca el pelo y con la otra los breteles anchos sobre los hombros. Después acomoda el desodorante y el talco sobre el estante del espejo y pliega un poco más la cortina de la ducha, para poder sentarse frente a él sin estar tan apretados. No lo puedo creer, dice Emilio, esto sí que no lo soporto. Tengo mucha vergüenza. No seas tonto, dice Eugenia. Me tendrías que haber dicho antes. Yo sé cómo se paran estas cosas. Y cómo se paran. Primero tenés que tranquilizarte, dice, y no pienses en la caca. No pienses. Charlemos como si no pasara nada. No puedo charlar, contesta él, es imposible. No puedo parar el chorro. Pero con el tiempo ya va a aflojar, dice Eugenia, y estira una mano para acariciarlo. Estira la mano derecha y le acaricia los nudillos, las muñecas, que descansan cerca de las rodillas rígidas. No me toques, me pone muy incómodo, dice él. Quedáte tranquilo. En serio. Si pensás en algo lindo seguro que corta. Pero me arde. Ya se va a pasar. Se va a pasar.
Emilio la mira y sonríe, sentado en la misma posición, levantando las cejas, sin mostrar los dientes. Estás hermosa, dice. No lo puedo creer. Yo acá y vos ahí sentada, no entiendo. Vos también estás muy lindo, dice ella. Me gustan tus calzoncillos, dice, y hace una seña hacia abajo. Dejáme hacerte algunos mimos. Pero hay mucho olor, es asqueroso. Para nada. Vos relajáte y dejá que la panza se calme solita. Eugenia vuelve a arrodillarse y se acerca, bien despacio. Empieza a tocarle las rodillas y después los muslos, con suavidad, para aflojarlos.
Me vas a ver todo, dice Emilio, con la vista entre las piernas.
Ella lo mira y sigue masajeando con los dedos, desde la parte exterior hacia adentro, y desde la redondez de la rótula hasta el inicio de las piernas. Masajea y le hace cosquillas, con las uñas largas, y de ratos se detiene en algunos puntos precisos de los muslos.
Me encanta tu piel, le dice, no te das una idea. ¿Te puedo sacar los pelitos encarnados? ¿Puedo?
No, por favor, responde él. Si te acercás me voy a poner mucho peor, y no quiero.
Pero son poquitos, dice Eugenia, mirándolo a los ojos. Tiene el maquillaje justo, los pómulos rosados, los pliegues brillantes en los labios.
Son poquitos, dice.
Emilio recorre las cejas perfectas, los ojos negros, la boca húmeda, y no puede contener las lágrimas, mientras ella se inclina sobre sus piernas y empieza a pellizcar los pelitos oscuros para después sacarlos con vida. Eugenia aprieta con mucha delicadeza los pelos mientras la tela de su vestido se despega del cuerpo, y deja que los pezones se escapen, y que Emilio, desde el llanto, los recorra de una vez por todas, íntimos, oscuros, tiesos, simples.
Emilio no puede acercarse ni escapar, pero aun así intenta enderezar el torso para liberar los botones bajos de la camisa. Piensa que al menos ya existe algo en común. Piensa, desde su propio inodoro, que hacer las cosas sólo por alguien es grave. Gravísimo.
Y mientras eso se le cruza por la cabeza, Eugenia lo pellizca, desde cerca, y le acaricia la entrepierna, y le da besos en los muslos, con la lengua.
Ella se pone de pie con el vestido levantado, apoya uno de sus puños frágiles en la pared de azulejos claros y abre las piernas, para sentarse sobre las marcas de su propia saliva. Corre la tela de la bombacha hacia un costado, como saben hacer las mujeres, y se sienta, se incrusta, se acomoda en el lugar que quiere.
¿Está bien así?, pregunta. ¿Afloja un poco?
9.2.09
Anton Polster
Alguna vez un escritor amigo de Córdoba supo escribir un cuento sobre el Mundial de Italia 1990, que versaba sobre la tan famosa promoción de las tapitas de gaseosas. Había que formar la frase MUNDIAL 90 con tapitas, y siempre una era difícil de conseguir. De hecho, como en todas las promociones difíciles y atrayentes del mundo de los negocios, el comentario común que en aquellos tiempos corría por los aires afirmaba algo así:
“Dicen que sólo hay dos letras N en todo el país…”
Lo que inmediatamente llevaba a calcular que esas letras tan buscadas (esas tapitas) iban a estar en alguna góndola de la provincia de Buenos Aires, por una razón lógica y demográfica. Entonces, la imaginación común que en aquellos tiempos imperaba se traducía en escenas como ésta:
“Imaginate que estás en un Coto de la Capital y agarrás una botella de Coca y es esa. Entre todas las cocas de ese estante, y entre todos los estantes de ese súper, y entre todos los súper del país”.
Pero yo quiero hablar, aquí, de otra cosa. Otra promoción que viví de cerca, aunque no como protagonista, pero que hoy quiero dejar salir a la luz, porque ya no lo soporto más. En aquellos años del Mundial de Italia, también, hubo un fenómeno que nos captó a todos como chicos y nos hizo perder el sueño entre búsquedas y negociaciones.
Estoy hablando del álbum oficial de figuritas del Mundial de Italia 90.
En aquellos años la familia, nosotros, vivíamos en una calle de tierra de la ciudad de Neuquén, la calle Julio Argentino Roca al mil y pico. Era una casa fea, o por lo menos que no transmitía calidez. En esa casa, quizás, hayamos pasado los peores momentos de nuestra vida en Neuquén. Allí nos entraron a robar y dejaron la puerta abierta, y allí durmió, como bien saben, un Peugeot 404 color mostanesa. La casa (el dúplex, en realidad) tenía un living comedor muy largo, un baño y la cocina en la planta baja; dos dormitorios bastante grandes y otro baño mejor en la planta alta; y luego otra escalera hacia un altillo, que oficiaba de tercer dormitorio, y era luminoso, y privado, y quizás el menos peor lugar de la casa. En esos años del Mundial Italia 90 yo tenía ocho años y mi hermano tenía once. Y fue en ese dúplex cuando mi hermano comenzó a sentir el deseo de la intimidad.
Un día se mudó al dormitorio de la segunda planta, es decir, al altillo. Luego vino la expectativa ferviente del Mundial, y los pósters en los almacenes y quioscos, y las publicidades que ofrecían televisores y autos como premios. Vino, también, de a poco, sonando, hasta explotar, lo único que aún persiste en nuestra memoria del Mundial 90: la canción oficial del Mundial Italia 90.
“No te me achiqué, sin que rel, contró; otoyelo, unastate, taliana”.
Y mi hermano, testigo único del comienzo de algo, decidió adquirir por su cuenta el álbum oficial de figuritas del Mundial Italia 90, y comenzó a experimentar el origen de la voluntad y la persistencia personal allí mismo, en el altillo. Consiguió el álbum y a los once años probó por primera vez el ejercicio de la constancia.
Sin embargo, hubo un problema muy grande. Nuestros papás no querían por nada del mundo que nosotros cayéramos en las garras del álbum de figuritas oficial. No sólo hacían comentarios dañinos aún sin saber que mi hermano ya tenía el álbum, y no sólo no iban a comprarnos ni un solo paquete de figuritas en el caso de pedirlo, sino que cuando se lo descubrieron, casi se arma un quilombo tremebundo en el oeste neuquino. Nuestros papás no subían al altillo más que para buscar alguna documentación allí guardada, y respetaban el espacio que mi hermano había sabido construir. Pero el álbum no.
Una tarde mi mamá y mi papá se sentaron en la mesa redonda de la cocina y lloraron juntos. Se tomaron de las manos, se persignaron, se acariciaron, se quitaron mutuamente las lágrimas, y decidieron algo que nosotros, por supuesto, no íbamos a conocer hasta un tiempo después. Después, en menos de 12 horas, todos los elementos de la casa capaces de oficiar como adhesivos o pegamentos o pegotes, llámese Voligomas, Plasticolas, Cintas Scotch, cintas de papel o cintas de embalar, desaparecieron. Todo desapareció. Puedo afirmar que mi hermano entró en un shock colérico y que yo traté de acompañarlo con silencios. El tipo había encontrado un modo de obtener dinero para comprar las figuritas, y por eso tenía en su altillo paquetes abiertos y sin abrir, pero el álbum continuaba virgen, esperando por las caras de todos los futbolistas del mundo reducido a 24 equipos. Mi hermano intentó, en los días subsiguientes del colegio, obtener pomos y pomos de Plasticola, pero mis viejos se encargaron de elucubrar un plan de inteligencia y censura tan eficaz que terminó por desbaratar todo intento por izquierda. Hacían rastrillajes en el living de casa, revisaban nuestras pertenencias, y hasta puedo decir que mi papá, una tarde, llegó a (en términos futbolísticos o afines) cachar a mi hermano, sus ropas, sus rinconcitos ocultos de once años, para quitarle cualquier pegamento que pudiera servir para darle vida al álbum.
Pero ellos no contaron con un detalle particular: la vida.
Y mi hermano hizo suyo ese detalle específico: el de capitalizar el paso del tiempo.
Quince o veinte días antes del comienzo del Mundial, mi hermano cambió su comportamiento. Se volvió un chico introvertido, callado, inteligente y sensible. Casi no hablaba conmigo, y menos con mis papás. Comía en silencio en la mesa redonda y luego subía corriendo las dos escaleras para refugiarse en su altillo. Papá y mamá se convencieron de que, al final, habíamos aprendido la lección. Y a mí me pasaron dos cosas importantes: la primera de ellas fue encontrar, entre un puñado de revistas, en la parte más oscura del altillo, al álbum de figuritas oficial del Mundial Italia 90 ya empezado, lleno a medias, con una textura extraña, cierta naturaleza ondular y ajada, pero con vida. La segunda cosa importante que me pasó fue la de descubrir, una noche, a mi hermano, en el altillo, masturbándose.
El tipo había descubierto que su semen seco, en contacto con el papel, podía ser tan poderoso como un pote recién abierto de Plasticola. Y su estrategia pasó a edificarse, a partir de ese momento que para mí fue revelador (con ocho años ya sabía atar cabos), con pajas y más pajas, y más pajas, y con un untado meticuloso del reverso de cada figurita, para lograr la adherencia necesaria y alcanzar el objetivo –verdaderamente casero– del llenado total.
Como el lector podrá colegir, a mi hermano le importaba muy poco el hecho de masturbarse tantas veces por día: por el contrario, lo disfrutaba como un pequeño demente, como todo muchacho que descubre, en la fricción, el secreto oculto de la felicidad y de la vida. Lo suyo era, por lo tanto, un complemento perfecto. Un encastre. Una maquinaria literalmente aceitada que no tenía otro límite que el impuesto por el número tope de las listas de integrantes de un seleccionado nacional: 23 jugadores por plantel, por 24 equipos participantes, más estadios y ciudades y escudos: algo así como un límite aproximado de 590 figuritas.
Más allá de que el proceso masturbatorio se había inaugurado en él bastante antes del Mundial (el techo de su altillo era de madera, el machimbre de un techo a dos aguas, y allí había clavado con chinches tres pósters con motivos militares, aviones y tanques, que debajo tenían otros tres pósters de minas en bolas), mi hermano se pajeó y se pajeó y se siguió pajeando y fue completando de a poco el álbum, y negoció en el colegio y compitió con otros por figuritas y avanzó con un grado de tenacidad y persistencia que nunca volvió a conseguir en lo que va de su vida. Hasta que finalmente, con el Mundial ya en marcha, le quedó sólo una figurita por pegar: la más difícil de todas.
La de Anton Toni Polster, goleador del seleccionado de Austria.
Polster tenía, como la gran mayoría de sus colegas, el pelo rebajado en el casco de la cabeza y una cubana enrulada, y rubia, que le caía por la nuca. Polster podría haber sido tranquilamente un nieto de Adolf Hitler: no por su parecido físico, sino por la extraña habilidad que ponía en práctica para convencer a sus compañeros de equipo de que todas las pelotas de todos los ataques debían pasar previamente por él. Nunca nadie supo por qué los organizadores de la promoción del álbum eligieron a Toni Polster como el Elegido; era un gran jugador, estaba contratado por un club europeo (goleador del Sevilla español), pero Austria no iba a tener chances de ser el seleccionado campeón del mundo, y ni siquiera le iba a pasar cerca. Pero a mi hermano le faltaba la cara y el pelo y la sonrisa de Anton Polster, y conocía a un solo chico de Neuquén que había llegado a su nivel, aunque a ese le faltaban dos figuritas en vez de una (Polster y Caniggia), y Austria ya había quedado afuera, y Argentina ya le había ganado por penales a Yugoslavia.
Los días siguientes fueron de una enorme expectativa, pero también de una sensación diametralmente opuesta. Ni yo ni él podíamos conseguir la última figurita del álbum: habíamos comprado decenas de paquetes en vano, y en el colegio no había posibilidad alguna de conseguir algo nuevo, y Argentina siguió avanzando porque sacó del evento al local, Italia, hasta que finalmente, entonces, de pronto, el día previo a la tan ansiada final con Alemania, yo estaba en la casa de un amiguito del colegio que vivía en barrio Sapere, y fuimos juntos (bajo el cuidado de su mamá) a comprar figuritas, y a él, en el tercer paquete que abrió, le tocó la figurita de Toni Polster.
En los primeros segundos de vista que recuerdo haber visto con mis propios ojos (ahora, aquí, mientras escribo, mis ojos de achinan), noté algo distinto, un orden ajeno, una combinación de colores lograda por la camiseta de Austria y una piel y un pelo extraño que me hizo temblar, y entonces lo vi. En las manos ajenas. A Polster. Sonriendo. Las cejas tranquilas. Los rasgos de un goleador nato al que le sacan una foto casi-carnet para integrar el álbum de figuritas oficial. Mi amigo lo miró y rápidamente metió a Toni debajo de las otras figuritas del paquete, y en realidad ninguna pareció sorprenderlo mucho, y entonces me dijo que volviéramos a su casa para poder pegarlas.
Yo me quedé quieto, y lo único que pude hacer fue mirar el paquete que tenía en mi mano, que había comprado: cerrado, nuevo.
“Pará”, le dije a mi amigo.
Y abrí mi paquete.
Venían seis figuritas.
La primera era de Manolo Sanchís, defensor gallego.
La segunda era de Van Breukelen, arquero titular de Holanda.
La tercera era de Ruud Gullit, también holandés pero volante.
La cuarta era de un jugador colombiano que no recuerdo.
La quinta era de Pierre Littbarsky, volante alemán.
Y la sexta era de Diego Maradona.
“Uh”, dijo mi amigo.
Lo miré.
“Te la cambio por ésa”, le dije.
“¿Cuál?”
“Ésa”.
“¿Sos pelotudo?”
Le sostuve la mirada.
“¿Lo tenés al Diego o no?”
Mi amigo me sacó la figurita de la mano y me dio tres, así al voleo:
Paul Gascoigne, una imagen aérea del estadio Delle Alpi, y Toni Polster.
Volvimos a su casa, le ayudé a pegar sus figuritas (incluyendo a Maradona) con Voligoma, y llamé a mis papás para que me fueran a buscar. Entré a mi casa, subí corriendo las primeras escaleras, luego subí corriendo las segundas escaleras hasta el altillo, y encontré a mi hermano, echado, mirando el techo, sin rumbo, triste, y sin visión de futuro, masturbándose.
“Ya está”, le dije.
“Volá de acá”, me dijo.
“Ya está”, le dije.
“Volá, en serio”, me dijo.
Le mostré las figuritas que tenía en la mano, y las miró con desinterés. Le fui tirando una por una en el pecho. Canchero. Displicente. La última que le tiré fue la de Polster.
Me miró.
Se sentó en la cama.
Y me dijo:
“Andate”.
“No”, le dije:
“Yo me quedo acá”.
El grado de inteligencia que ya había adquirido le sirvió para abandonar el matonismo y no insistir más. El trato era más que justo: como hermano menor, yo había conseguido la figurita más buscada de la provincia, y quizás del país, y merecía una retribución. Después, con los años, entendí que eso fue mucho más que una retribución; más bien se trataba de mi primer contacto con el verdadero sentido de la revancha, es decir, con el concepto más puro del desquite, que casi siempre incluye por partes iguales a la paradoja y la satisfacción: un hecho objetivo y un hecho subjetivo que conviven en la misma bolsa.
Mi hermano buscó el álbum, buscó el plantel de Austria (no recuerdo el número de figurita que le correspondía a Polster) y trató de ponerse cómodo. Yo me senté en el suelo. Después se reacomodó los pantalones cerca de las rodillas, se dejó el calzoncillo a medias, y empezó a pajearse, medio hundido en sí mismo, doblado para que yo no lo viera. Con la derecha se pajeó y con la izquierda sostuvo la figurita de Polster. Mantuvo los ojos cerrados, salvo en algunos instantes en que los abría para mirar a Polster y al álbum, la razón que justificaba toda esa escena.
Pasaron los minutos y yo entendí que la masturbación no era una cuestión sencilla, y que como todo, merecía tiempo y dedicación. Esa fue –seguro– la peor paja en la historia de mi hermano: no podía concentrarse por mi presencia; estaba obligado a terminar rápido (la ansiedad de completar el álbum) y además parecía la primera vez que se pajeaba con tanto frenesí por motivos futbolísticos. Al final comencé a aburrirme y recién cuando acabó me desperté del letargo. En ese momento volví a admirarlo como hermano mayor, porque allí fue cuando recuperó una dosis justa de su semen, untó con prolijidad el reverso de Polster y lo ubicó en su nicho de papel: el último.
Cuando se secó (bastante más lento que los pegamentos comerciales), bajamos las dos escaleras del dúplex y corrimos juntos al quiosco. Había varias personas antes que nosotros y tuvimos que esperar un rato. Si no recuerdo mal, a mi hermano le correspondía un premio por el llenado del álbum y luego la posibilidad de participar en un sorteo nacional: el quiosquero debía mandar el álbum completo por correo a la Capital, con los datos del dueño, y ahí esperar a salir sorteado entre todos los álbumes completos del país, para ganar el premio mayor. Cuando nos tocó el turno, mi hermano le dio el álbum al quiosquero y le dijo que lo había terminado. En ese momento nos dimos cuenta de todas las cosas que habían pasado, y de lo que él había hecho. El álbum estaba casi irreconocible; no podía cerrarse como una revista normal, tenía todas las páginas dobladas y crujía cuando alguien lo tomaba con firmeza. El quiosquero recibió el álbum y nos miró: intentó pasar las hojas acartonadas y pegadas entre sí, puso cara de asco, revisó si estaban todas las figuritas y, finalmente, lo olfateó. Se llevó el álbum a la nariz.
Mi hermano se puso duro y se corrió para mi lado. Apoyó su brazo contra el mío, pero no me agarró de la mano.
“Yo no puedo”, dijo el quiosquero. Nos pidió disculpas y hasta dijo que lleváramos a nuestro papá para que él pudiera mostrarle y explicarle, pero no quiso aceptarlo, por el estado en que se encontraba. Dijo que el álbum estaba completo pero que en Buenos Aires no iban a aceptar una cosa así, y nos lo devolvió, pidió disculpas de nuevo y dio por terminada la charla.
Salimos del quiosco en silencio y nos volvimos caminando a casa.
Al otro día llegó mi abuelo y pasado el mediodía empezó a jugarse la final: Argentina, con camiseta azul, y Alemania. En la mesa redonda estábamos los cinco; papá y mamá y el abuelo Omar y mi hermano y yo. Nadie gritó, ni siquiera cuando Sensini trabó al delantero alemán con la pierna equivocada y el árbitro mexicano cobró penal. Mi hermano no emitía sonidos fuertes pero susurraba, como en un rezo prohibido: cada vez que la transmisión mostraba de cerca a un jugador, él decía su nombre, su edad y su club, y en algunos casos hasta susurraba su altura. Goycochea no pudo tapar el penal de Brehme y después se apilaron los expulsados y en medio de una tarde de invierno en la ciudad de Neuquén, el Mundial de Italia 1990 terminó. Mi hermano recién se animó a soltar sus lágrimas cuando lo vio a Maradona llorando. En esa explosión mi mamá se dio cuenta de que en la mesa pasaba algo, y le avisó a mi papá que mi hermano estaba llorando, y mi papá le acarició la cabeza, sonrió y dijo que todavía nos quedaban muchos mundiales más.
“No sea marica, nene”, le dijo el abuelo.
“Dicen que sólo hay dos letras N en todo el país…”
Lo que inmediatamente llevaba a calcular que esas letras tan buscadas (esas tapitas) iban a estar en alguna góndola de la provincia de Buenos Aires, por una razón lógica y demográfica. Entonces, la imaginación común que en aquellos tiempos imperaba se traducía en escenas como ésta:
“Imaginate que estás en un Coto de la Capital y agarrás una botella de Coca y es esa. Entre todas las cocas de ese estante, y entre todos los estantes de ese súper, y entre todos los súper del país”.
Pero yo quiero hablar, aquí, de otra cosa. Otra promoción que viví de cerca, aunque no como protagonista, pero que hoy quiero dejar salir a la luz, porque ya no lo soporto más. En aquellos años del Mundial de Italia, también, hubo un fenómeno que nos captó a todos como chicos y nos hizo perder el sueño entre búsquedas y negociaciones.
Estoy hablando del álbum oficial de figuritas del Mundial de Italia 90.
En aquellos años la familia, nosotros, vivíamos en una calle de tierra de la ciudad de Neuquén, la calle Julio Argentino Roca al mil y pico. Era una casa fea, o por lo menos que no transmitía calidez. En esa casa, quizás, hayamos pasado los peores momentos de nuestra vida en Neuquén. Allí nos entraron a robar y dejaron la puerta abierta, y allí durmió, como bien saben, un Peugeot 404 color mostanesa. La casa (el dúplex, en realidad) tenía un living comedor muy largo, un baño y la cocina en la planta baja; dos dormitorios bastante grandes y otro baño mejor en la planta alta; y luego otra escalera hacia un altillo, que oficiaba de tercer dormitorio, y era luminoso, y privado, y quizás el menos peor lugar de la casa. En esos años del Mundial Italia 90 yo tenía ocho años y mi hermano tenía once. Y fue en ese dúplex cuando mi hermano comenzó a sentir el deseo de la intimidad.
Un día se mudó al dormitorio de la segunda planta, es decir, al altillo. Luego vino la expectativa ferviente del Mundial, y los pósters en los almacenes y quioscos, y las publicidades que ofrecían televisores y autos como premios. Vino, también, de a poco, sonando, hasta explotar, lo único que aún persiste en nuestra memoria del Mundial 90: la canción oficial del Mundial Italia 90.
“No te me achiqué, sin que rel, contró; otoyelo, unastate, taliana”.
Y mi hermano, testigo único del comienzo de algo, decidió adquirir por su cuenta el álbum oficial de figuritas del Mundial Italia 90, y comenzó a experimentar el origen de la voluntad y la persistencia personal allí mismo, en el altillo. Consiguió el álbum y a los once años probó por primera vez el ejercicio de la constancia.
Sin embargo, hubo un problema muy grande. Nuestros papás no querían por nada del mundo que nosotros cayéramos en las garras del álbum de figuritas oficial. No sólo hacían comentarios dañinos aún sin saber que mi hermano ya tenía el álbum, y no sólo no iban a comprarnos ni un solo paquete de figuritas en el caso de pedirlo, sino que cuando se lo descubrieron, casi se arma un quilombo tremebundo en el oeste neuquino. Nuestros papás no subían al altillo más que para buscar alguna documentación allí guardada, y respetaban el espacio que mi hermano había sabido construir. Pero el álbum no.
Una tarde mi mamá y mi papá se sentaron en la mesa redonda de la cocina y lloraron juntos. Se tomaron de las manos, se persignaron, se acariciaron, se quitaron mutuamente las lágrimas, y decidieron algo que nosotros, por supuesto, no íbamos a conocer hasta un tiempo después. Después, en menos de 12 horas, todos los elementos de la casa capaces de oficiar como adhesivos o pegamentos o pegotes, llámese Voligomas, Plasticolas, Cintas Scotch, cintas de papel o cintas de embalar, desaparecieron. Todo desapareció. Puedo afirmar que mi hermano entró en un shock colérico y que yo traté de acompañarlo con silencios. El tipo había encontrado un modo de obtener dinero para comprar las figuritas, y por eso tenía en su altillo paquetes abiertos y sin abrir, pero el álbum continuaba virgen, esperando por las caras de todos los futbolistas del mundo reducido a 24 equipos. Mi hermano intentó, en los días subsiguientes del colegio, obtener pomos y pomos de Plasticola, pero mis viejos se encargaron de elucubrar un plan de inteligencia y censura tan eficaz que terminó por desbaratar todo intento por izquierda. Hacían rastrillajes en el living de casa, revisaban nuestras pertenencias, y hasta puedo decir que mi papá, una tarde, llegó a (en términos futbolísticos o afines) cachar a mi hermano, sus ropas, sus rinconcitos ocultos de once años, para quitarle cualquier pegamento que pudiera servir para darle vida al álbum.
Pero ellos no contaron con un detalle particular: la vida.
Y mi hermano hizo suyo ese detalle específico: el de capitalizar el paso del tiempo.
Quince o veinte días antes del comienzo del Mundial, mi hermano cambió su comportamiento. Se volvió un chico introvertido, callado, inteligente y sensible. Casi no hablaba conmigo, y menos con mis papás. Comía en silencio en la mesa redonda y luego subía corriendo las dos escaleras para refugiarse en su altillo. Papá y mamá se convencieron de que, al final, habíamos aprendido la lección. Y a mí me pasaron dos cosas importantes: la primera de ellas fue encontrar, entre un puñado de revistas, en la parte más oscura del altillo, al álbum de figuritas oficial del Mundial Italia 90 ya empezado, lleno a medias, con una textura extraña, cierta naturaleza ondular y ajada, pero con vida. La segunda cosa importante que me pasó fue la de descubrir, una noche, a mi hermano, en el altillo, masturbándose.
El tipo había descubierto que su semen seco, en contacto con el papel, podía ser tan poderoso como un pote recién abierto de Plasticola. Y su estrategia pasó a edificarse, a partir de ese momento que para mí fue revelador (con ocho años ya sabía atar cabos), con pajas y más pajas, y más pajas, y con un untado meticuloso del reverso de cada figurita, para lograr la adherencia necesaria y alcanzar el objetivo –verdaderamente casero– del llenado total.
Como el lector podrá colegir, a mi hermano le importaba muy poco el hecho de masturbarse tantas veces por día: por el contrario, lo disfrutaba como un pequeño demente, como todo muchacho que descubre, en la fricción, el secreto oculto de la felicidad y de la vida. Lo suyo era, por lo tanto, un complemento perfecto. Un encastre. Una maquinaria literalmente aceitada que no tenía otro límite que el impuesto por el número tope de las listas de integrantes de un seleccionado nacional: 23 jugadores por plantel, por 24 equipos participantes, más estadios y ciudades y escudos: algo así como un límite aproximado de 590 figuritas.
Más allá de que el proceso masturbatorio se había inaugurado en él bastante antes del Mundial (el techo de su altillo era de madera, el machimbre de un techo a dos aguas, y allí había clavado con chinches tres pósters con motivos militares, aviones y tanques, que debajo tenían otros tres pósters de minas en bolas), mi hermano se pajeó y se pajeó y se siguió pajeando y fue completando de a poco el álbum, y negoció en el colegio y compitió con otros por figuritas y avanzó con un grado de tenacidad y persistencia que nunca volvió a conseguir en lo que va de su vida. Hasta que finalmente, con el Mundial ya en marcha, le quedó sólo una figurita por pegar: la más difícil de todas.
La de Anton Toni Polster, goleador del seleccionado de Austria.
Polster tenía, como la gran mayoría de sus colegas, el pelo rebajado en el casco de la cabeza y una cubana enrulada, y rubia, que le caía por la nuca. Polster podría haber sido tranquilamente un nieto de Adolf Hitler: no por su parecido físico, sino por la extraña habilidad que ponía en práctica para convencer a sus compañeros de equipo de que todas las pelotas de todos los ataques debían pasar previamente por él. Nunca nadie supo por qué los organizadores de la promoción del álbum eligieron a Toni Polster como el Elegido; era un gran jugador, estaba contratado por un club europeo (goleador del Sevilla español), pero Austria no iba a tener chances de ser el seleccionado campeón del mundo, y ni siquiera le iba a pasar cerca. Pero a mi hermano le faltaba la cara y el pelo y la sonrisa de Anton Polster, y conocía a un solo chico de Neuquén que había llegado a su nivel, aunque a ese le faltaban dos figuritas en vez de una (Polster y Caniggia), y Austria ya había quedado afuera, y Argentina ya le había ganado por penales a Yugoslavia.
Los días siguientes fueron de una enorme expectativa, pero también de una sensación diametralmente opuesta. Ni yo ni él podíamos conseguir la última figurita del álbum: habíamos comprado decenas de paquetes en vano, y en el colegio no había posibilidad alguna de conseguir algo nuevo, y Argentina siguió avanzando porque sacó del evento al local, Italia, hasta que finalmente, entonces, de pronto, el día previo a la tan ansiada final con Alemania, yo estaba en la casa de un amiguito del colegio que vivía en barrio Sapere, y fuimos juntos (bajo el cuidado de su mamá) a comprar figuritas, y a él, en el tercer paquete que abrió, le tocó la figurita de Toni Polster.
En los primeros segundos de vista que recuerdo haber visto con mis propios ojos (ahora, aquí, mientras escribo, mis ojos de achinan), noté algo distinto, un orden ajeno, una combinación de colores lograda por la camiseta de Austria y una piel y un pelo extraño que me hizo temblar, y entonces lo vi. En las manos ajenas. A Polster. Sonriendo. Las cejas tranquilas. Los rasgos de un goleador nato al que le sacan una foto casi-carnet para integrar el álbum de figuritas oficial. Mi amigo lo miró y rápidamente metió a Toni debajo de las otras figuritas del paquete, y en realidad ninguna pareció sorprenderlo mucho, y entonces me dijo que volviéramos a su casa para poder pegarlas.
Yo me quedé quieto, y lo único que pude hacer fue mirar el paquete que tenía en mi mano, que había comprado: cerrado, nuevo.
“Pará”, le dije a mi amigo.
Y abrí mi paquete.
Venían seis figuritas.
La primera era de Manolo Sanchís, defensor gallego.
La segunda era de Van Breukelen, arquero titular de Holanda.
La tercera era de Ruud Gullit, también holandés pero volante.
La cuarta era de un jugador colombiano que no recuerdo.
La quinta era de Pierre Littbarsky, volante alemán.
Y la sexta era de Diego Maradona.
“Uh”, dijo mi amigo.
Lo miré.
“Te la cambio por ésa”, le dije.
“¿Cuál?”
“Ésa”.
“¿Sos pelotudo?”
Le sostuve la mirada.
“¿Lo tenés al Diego o no?”
Mi amigo me sacó la figurita de la mano y me dio tres, así al voleo:
Paul Gascoigne, una imagen aérea del estadio Delle Alpi, y Toni Polster.
Volvimos a su casa, le ayudé a pegar sus figuritas (incluyendo a Maradona) con Voligoma, y llamé a mis papás para que me fueran a buscar. Entré a mi casa, subí corriendo las primeras escaleras, luego subí corriendo las segundas escaleras hasta el altillo, y encontré a mi hermano, echado, mirando el techo, sin rumbo, triste, y sin visión de futuro, masturbándose.
“Ya está”, le dije.
“Volá de acá”, me dijo.
“Ya está”, le dije.
“Volá, en serio”, me dijo.
Le mostré las figuritas que tenía en la mano, y las miró con desinterés. Le fui tirando una por una en el pecho. Canchero. Displicente. La última que le tiré fue la de Polster.
Me miró.
Se sentó en la cama.
Y me dijo:
“Andate”.
“No”, le dije:
“Yo me quedo acá”.
El grado de inteligencia que ya había adquirido le sirvió para abandonar el matonismo y no insistir más. El trato era más que justo: como hermano menor, yo había conseguido la figurita más buscada de la provincia, y quizás del país, y merecía una retribución. Después, con los años, entendí que eso fue mucho más que una retribución; más bien se trataba de mi primer contacto con el verdadero sentido de la revancha, es decir, con el concepto más puro del desquite, que casi siempre incluye por partes iguales a la paradoja y la satisfacción: un hecho objetivo y un hecho subjetivo que conviven en la misma bolsa.
Mi hermano buscó el álbum, buscó el plantel de Austria (no recuerdo el número de figurita que le correspondía a Polster) y trató de ponerse cómodo. Yo me senté en el suelo. Después se reacomodó los pantalones cerca de las rodillas, se dejó el calzoncillo a medias, y empezó a pajearse, medio hundido en sí mismo, doblado para que yo no lo viera. Con la derecha se pajeó y con la izquierda sostuvo la figurita de Polster. Mantuvo los ojos cerrados, salvo en algunos instantes en que los abría para mirar a Polster y al álbum, la razón que justificaba toda esa escena.
Pasaron los minutos y yo entendí que la masturbación no era una cuestión sencilla, y que como todo, merecía tiempo y dedicación. Esa fue –seguro– la peor paja en la historia de mi hermano: no podía concentrarse por mi presencia; estaba obligado a terminar rápido (la ansiedad de completar el álbum) y además parecía la primera vez que se pajeaba con tanto frenesí por motivos futbolísticos. Al final comencé a aburrirme y recién cuando acabó me desperté del letargo. En ese momento volví a admirarlo como hermano mayor, porque allí fue cuando recuperó una dosis justa de su semen, untó con prolijidad el reverso de Polster y lo ubicó en su nicho de papel: el último.
Cuando se secó (bastante más lento que los pegamentos comerciales), bajamos las dos escaleras del dúplex y corrimos juntos al quiosco. Había varias personas antes que nosotros y tuvimos que esperar un rato. Si no recuerdo mal, a mi hermano le correspondía un premio por el llenado del álbum y luego la posibilidad de participar en un sorteo nacional: el quiosquero debía mandar el álbum completo por correo a la Capital, con los datos del dueño, y ahí esperar a salir sorteado entre todos los álbumes completos del país, para ganar el premio mayor. Cuando nos tocó el turno, mi hermano le dio el álbum al quiosquero y le dijo que lo había terminado. En ese momento nos dimos cuenta de todas las cosas que habían pasado, y de lo que él había hecho. El álbum estaba casi irreconocible; no podía cerrarse como una revista normal, tenía todas las páginas dobladas y crujía cuando alguien lo tomaba con firmeza. El quiosquero recibió el álbum y nos miró: intentó pasar las hojas acartonadas y pegadas entre sí, puso cara de asco, revisó si estaban todas las figuritas y, finalmente, lo olfateó. Se llevó el álbum a la nariz.
Mi hermano se puso duro y se corrió para mi lado. Apoyó su brazo contra el mío, pero no me agarró de la mano.
“Yo no puedo”, dijo el quiosquero. Nos pidió disculpas y hasta dijo que lleváramos a nuestro papá para que él pudiera mostrarle y explicarle, pero no quiso aceptarlo, por el estado en que se encontraba. Dijo que el álbum estaba completo pero que en Buenos Aires no iban a aceptar una cosa así, y nos lo devolvió, pidió disculpas de nuevo y dio por terminada la charla.
Salimos del quiosco en silencio y nos volvimos caminando a casa.
Al otro día llegó mi abuelo y pasado el mediodía empezó a jugarse la final: Argentina, con camiseta azul, y Alemania. En la mesa redonda estábamos los cinco; papá y mamá y el abuelo Omar y mi hermano y yo. Nadie gritó, ni siquiera cuando Sensini trabó al delantero alemán con la pierna equivocada y el árbitro mexicano cobró penal. Mi hermano no emitía sonidos fuertes pero susurraba, como en un rezo prohibido: cada vez que la transmisión mostraba de cerca a un jugador, él decía su nombre, su edad y su club, y en algunos casos hasta susurraba su altura. Goycochea no pudo tapar el penal de Brehme y después se apilaron los expulsados y en medio de una tarde de invierno en la ciudad de Neuquén, el Mundial de Italia 1990 terminó. Mi hermano recién se animó a soltar sus lágrimas cuando lo vio a Maradona llorando. En esa explosión mi mamá se dio cuenta de que en la mesa pasaba algo, y le avisó a mi papá que mi hermano estaba llorando, y mi papá le acarició la cabeza, sonrió y dijo que todavía nos quedaban muchos mundiales más.
“No sea marica, nene”, le dijo el abuelo.
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