Hace varios meses, quizás seis o siete, que no escribo un texto por puro interés, por impulso. Hice algunas líneas por pedido, para un programa de radio, y otras para el triste tercer aniversario de la desaparición de Jorge Julio López, y he intentado continuar con las cosas empezadas (un cuento que ya está procesado en la bocha y una novela) pero no: hace seis o siete meses que me freno. Esta mañana, sin embargo, como he dicho otras veces en este ensayo del ego, en este cuaderno berreta, en este chorizo mezcla de ceros y unos llamado blog, vuelvo a decir que retorno tímidamente a la escritura para hablar sobre las palomas. En este caso, las palomas del centro de la ciudad de Córdoba.
En el balcón de nuestro departamento hay dos macetas grandes que alguna vez tuvieron plantas. Hay dos estantes en la pared lateral con muchos envases vacíos, un tacho de basura para fumadores, una mesita muy pequeña y circular para apoyar vasos y platitos de picada, dos sillas de caño y tela, otra maceta baja y rectangular. Poco a poco, desde un tiempo a esta parte, también hay palomas en el balcón. En el despunte del invierno comenzaron a aparecer –vuelos fugaces– desde otros edificios cercanos, para detenerse en nuestro balcón, y las muy putas se fueron quedando: lograron que lentamente nos fuéramos acostumbrando a sus ruiditos de buche y a sus visitas esporádicas, hasta que la situación dejó de molestarnos y nos pareció normal, urbano, que algunas palomas visitaran nuestra casa. El invierno avanzó y las palomas, además de venir a pararse sobre la baranda gorda del balcón, también comenzaron a inspeccionar el contenido: llegaron al piso, caminaron por entre las sillas, descubrieron las macetas. Decidimos ponernos “duros” y las echamos ocho o diez veces. Cada vez que llegaba a casa, por ejemplo, y las veía pelotudeando por ahí, abría fuerte la puerta corrediza del living e intentaba cagarlas a patadas, para que se fueran. Y sí, se iban, pero también volvían, como toda paloma. Lentamente, entonces, como corresponde, fuimos cediendo nuestro único lugar descubierto de la casa. Y las palomas descubrieron la tierra seca y vieja de las macetas grandes y a partir de allí, el balcón fue para ellas literalmente un paraíso luminoso y claro con tierra y un poco de comida.
El paso siguiente es contar la costumbre que adquirieron las palomas. Además de volar hacia nuestro balcón y mirar las sierras desde acá, desde la baranda, comenzaron a meterse con sus patitas chotas y dobladas dentro de las macetas para picotear algo que vayamos a saber qué carajo era: comida, palitos, tierra, raíces. Consiguieron, entonces, dos grandes fuentes de alimento. Ahí la cosa se puso mucho peor para nosotros: nos rompió las pelotas que, además de invadir el balcón, también estuvieran consumiendo nuestros recursos, a la manera de las palomas; es decir, bichos, “pollos mutantes”, como decía Mery, haciéndose los pelotudos y comiendo en una casa ajena, cagando las macetas, el piso, la baranda, los estantes, los envases vacíos, todo. Las tardes se hicieron una repetición incesante de reflejos: el reflejo de llegar y mirar el balcón, el reflejo de abrir la puerta y espantar palomas de las macetas, que además tardaban unos segundos en escapar de esas circunferencias y por lo tanto ya comenzaban a llenar el balcón de mierda y plumas.
En esa etapa la historia personal comenzó a volverse una anécdota. Les conté a mis amigos lo que nos estaba pasando. Se rieron. Las palomas siguieron comiendo de las macetas hasta que se me ocurrió poner el tendedero acostado allí arriba, tapando todo, y les quedó el comedor enrejado; volaban hasta el balcón, miraban las macetas cubiertas con fierritos, me miraban a mí y se iban a la mierda. La anécdota también arrastró los miedos o las advertencias de cualquier anécdota: “ojo que las palomas transmiten una cantidad increíble de enfermedades", nos dijeron, pero bueno, qué carajo podíamos hacer más que taparles las entradas a las macetas.
Hasta que una mañana me bañé, me vestí y salí al balcón para probar la temperatura del día y encontré, en la maceta más esquinada, dos huevitos blancos, juntitos, de paloma.
Hijas de mil putas, pensé, y cuando me estiré a la maceta para tirar los huevos por el balcón –directo al patio de la vieja del primer piso– otra vez me ganaron: “no puedo ser tan hijo de puta”, me dije a mí mismo. A mí, que años atrás, después de un accidente en el que se mató casi toda una familia amiga, y después de que la única sobreviviente de ese auto quedara embarazada de casualidad, me prometí no rechazar nunca más ninguna forma de vida. “No puedo ser tan hijo de puta”, me dije, y acordamos con José, el otro habitante de este departamento, que esperaríamos el parto, y después sí, todo a la mierda, se acabaron las palomas.
Entonces comenzó la mejor etapa, la del embarazo externo. Dos palomas se alternaron el cuidado de los huevos. Una grandota y oscura, que supusimos palomo, se encargó de cuidar y calentar los huevos de día, hasta las seis o siete de la tarde. A esa hora caía la paloma mamá, con el lomo un poco más blanco, y pasaba la noche en el balcón, acurrucada, como en cuclillas, con los huevos abajo. El palomo macho era muchísimo más puto que la paloma hembra (lo sigue siendo, seguramente). El palomo macho salía cagando de la maceta apenas alguno de nosotros pisaba el balcón, sea para tomar una birra, barrer o colgar ropa. Al mínimo movimiento nuestro, el palomo salí despedido del nido improvisado y volaba hasta un edificio cercano. Volvía al rato y se acomodaba de nuevo. Si cuando intentaba volver nosotros seguíamos en el balcón, metía una coleada -derrape silencioso- en medio del aire y se volvía al sitio desde donde había partido: no se animaba a enfrentarnos. La madre, en cambio, fue mucho más copada. No dejaba los huevos ni aunque intentáramos matarla. Comenzamos a compartir las noches, José comenzó a compartir cada cigarrillo con ella, y también las reuniones: varias veces terminamos con amigos tomando birra en el balcón y la paloma tranca, cuerpo macizo, ojos abiertos al mango, pero tranquila, convencida de no mover ni una pluma. Todas las visitas dijeron más o menos lo mismo; qué loco tener palomas empollando acá, qué asco las palomas de mierda, se hacen las pelotudas "como perro que se lo están culeando" pero colonizan todo, ojo que las palomas transmiten una cantidad increíble de enfermedades. Salvo una amiga francesa, con la que comimos unas pizzas para despedirla, en el balcón, y se enamoró de la paloma mamá, y disfrutó como loca de su presencia. “Es hermosa”, decía nuestra amiga, y se acercaba a mirarla: la paloma le devolvía la mirada con una rigidez exasperante, esperando el momento justo para salir a picotear y a defender los huevos. Comimos las pizzas, tomamos unas birras y vivimos todos así, durante varios días. José se encargó de averiguar la duración del periodo de concepción de las palomas: una tarde me llamó y dijo: “che, veintiún días”. “Qué cosa”, le dije yo. “Veintiún días tardan las palomas en tener cría”, me dijo.
No los contamos, pero un día faltaba un huevo, no faltaban las palomas, y entonces luego de un movimiento nos dimos cuenta que había nacido una. Las palomas progenitoras hicieron lo mismo que con los huevos: se guardaron la cría debajo del cuerpo, suponemos que para seguir dándole calor, y el bichito comenzó a crecer muy de a poco, a moverse muy muy lentamente. El otro huevo siguió ahí, demorado, y las palomas madre y padre tuvieron que dedicarse, a partir de ahí, días y noches, a cuidar de la cría que ya estaba afuera de la cáscara, y que de a poco comenzó a levantar el cuello y el pico y a hacer ruiditos.
Hace una semana, más o menos, que la cría comenzó a tener forma de pájaro. Hasta hace una semana, entonces, era una cagada de ser vivo, sin plumas, con unos pelitos amarillos sucios y grasosos, y una piel de mierda, sucia, aceitosa. Un bicho de mierda. Este punto, esta reflexión, de algún modo me sirvió para entender por qué las palomas son unos bichos tan de mierda: bueno, resulta que, entre otras cosas, son así porque cuando son muy muy chiquitas realmente te dan ganas de vomitar. Un bicho de mierda adulto no puede ser otra cosa, de chico, que un bichito de mierda. Lo único llamativo fue que, al momento de estudiar la fealdad citada, me di cuenta que casi todos los seres vivos tenemos algo que nunca cambia. Así como en las personas, por ejemplo, los ojos no crecen, en las palomas el pico tampoco. Con esto quiero decir que, en la cría, de entrada, el pico representó más del 25 por ciento del cuerpo: el cuerpito fue creciendo pero el pico siempre fue gigante. Supongo que eso es nada más que una maniobra de la madre naturaleza para que el bicho pueda alimentarse correctamente en los primeros días de vida.
Y eso fue lo que hicieron, la cría y sus padres: con el paso de los días la palomita aprendió a mover un poco las alas y sobre todo a gritar. En la suma de las tardes, desde acá, desde la computadora, fui escuchando la evolución de esa vocecita aguda, al principio muy débil, después más intensa, y después casi insoportable, histérica, pero siempre vital. Anteayer, me levanté de la compu y fui caminando sigilosamente hasta la ventana corrediza para espiar el nido-maceta y para tratar de entender por qué mierda el bichito chillaba tanto: efectivamente, al igual que en los documentales de Animal Planet o de National Geographic, las aves muy pequeñas gritan mucho y desesperadamente cuando alguien les está dando de comer. Pude ver, haciéndome el soldado espía dentro de mi propia casa, cómo la mamá paloma le daba de comer en el piquito, la misma comida que ella, tiempo atrás, había descubierto en nuestra maceta.
Ayer la cosa siguió igual, con un detalle del ambiente que no conté a propósito: el otro huevo, el segundo, nunca explotó. Por lo tanto, las palomas madre y padre se encontraron con el quilombo de no saber a quién darle calor: si a la cría recién nacida o a la cría del huevo demorado. La cuestión es que decidieron de a poco: como yo en aquella situación fea del accidente, tanto la madre como el padre se inclinaron por la vida. La palomita creció sin pausa al lado de un huevo que nunca explotó, es decir, junto a un hermano trunco.
Todo esto hasta hoy, que decidí sentarme en la computadora a ensayar estos párrafos porque al levantarme, en calzones, caminé hasta el balcón para probar la temperatura del día y así como así me encontré con la maceta descubierta, sin palomas adultas. La palomita cría está absoluta y completamente muerta y con el cuerpo desvencijado y a su lado el huevo trunco, intacto, demorado o muerto, interrumpido, pero esférico, idéntico en el paso de los días. Busqué un guante en la cocina y fui a buscar a la palomita, e hice lo que no había querido hacer nunca: tocarlas. Le puse un dedo en el lomito y estaba rígido como la gran puta; hice un poco más de fuerza y se movió todo su cuerpito, las patas duras y quebraditas a un costado, la cabeza tan escondida que, en realidad, ahora no sé si la tiene. Eso mismo pensé ahí, en el balcón, y eso fue lo que me llevó, entre otras cosas, a volver a la escritura: todavía no sé si la palomita tiene la cabeza, ahora voy a volver a inspeccionar el cuerpo antes de meterlo en una bolsa del Disco. Pero pregunto: ¿puede ser que el cadáver no tenga la cabeza? Eso querría decir -conjeturo- que alguna paloma ajena vino hasta el balcón, de noche, y le cagó arrancando el cuello, los ojitos, el piquito. No hubo gritos. No hay plumas en el lugar del hecho. Ahora voy a inspeccionar el cuerpo y después lo voy a meter en una bolsa del supermercado, junto al huevito que nunca explotó. En el fondo, lo que más me molesta, más allá de la reflexión sobre la vida y la muerte en unos bichos tan de mierda, es que nunca la pude ver volar.