29.5.10
28.5.10
Michael Jackson podría haber reencarnado en un chino de 4 años
El espíritu del rey del pop parece vivir en un niño chino de cuatro años.
Wang Yiming, conocido como Xiao Bao o "pequeño tesoro", ya está impresionando a todo el mundo con sus movimientos de baile. Ha aparecido en el programa de televisión de Estados Unidos "Ellen" y actuado en la Expo Mundial 2010, que fue inaugurada en Shanghái el mes pasado.
Favorito en los medios de comunicación chinos, atrae a multitudes curiosas cuando se lanza a una rutina de baile, algo que su madre Bian Aiqing dice que sucede casi cada vez que escucha música.
"Cuando era pequeño, comenzamos a ponerle música y él comenzó a moverse así. Pero no pensamos que tuviera un sentimiento tan fuerte por la música", dijo Bian.
"Cuando tenía un par de meses le pusimos música e inmediatamente dejó de llorar y se calmó", explicó a Reuters Television.
Xiao Bao fue un niño prematuro, y los médicos sugirieron que mover sus extremidades al ritmo de la música ayudaría a sus débiles músculos, pero sus padres se sorprendieron por la rapidez y la pasión con las que cogió el ritmo.
Baila desde que tenía dos años, y ahora es un maestro en el 'moonwalk' y otros característicos bailes de Jackson, y los realiza al ritmo de "Beat It", "Billie Jean" y "Dangerous".
"Incluso antes de que naciera escuchaba la música y bailaba en el estómago de mi madre", dijo Xiao Bao.
En poco tiempo, su pasión se convirtió en una obsesión -la familia gasta unos 20.000 yuanes al mes (unos 10.800 pesos) en clases de baile con un profesional y vestuario, como trajes a medida, sombreros y camisetas.
Xiao Bao se toma en serio su carrera en el baile y dice que no le importaría ser famoso algún día. Pero sus padres dicen que no importa cuánto talento tenga su hijo, la escuela será la prioridad.
La muerte de Jackson el 25 de junio del 2009 a causa de un paro cardíaco a los 50 años conmocionó a sus seguidores en todo el mundo y desató una nueva ola de interés por su música. El documental sobre el cantante, "This Is It", fue un gran éxito.
El rey del pop continúa siendo muy popular en China. Un grupo de empresarios chinos planearon el año pasado construir una versión a pequeña escala del rancho Neverland en una isla cerca de Shanghái en homenaje al cantante.
(www.eltribuno.com.ar)
"Cuando era pequeño, comenzamos a ponerle música y él comenzó a moverse así. Pero no pensamos que tuviera un sentimiento tan fuerte por la música", dijo Bian.
"Cuando tenía un par de meses le pusimos música e inmediatamente dejó de llorar y se calmó", explicó a Reuters Television.
Xiao Bao fue un niño prematuro, y los médicos sugirieron que mover sus extremidades al ritmo de la música ayudaría a sus débiles músculos, pero sus padres se sorprendieron por la rapidez y la pasión con las que cogió el ritmo.
Baila desde que tenía dos años, y ahora es un maestro en el 'moonwalk' y otros característicos bailes de Jackson, y los realiza al ritmo de "Beat It", "Billie Jean" y "Dangerous".
"Incluso antes de que naciera escuchaba la música y bailaba en el estómago de mi madre", dijo Xiao Bao.
En poco tiempo, su pasión se convirtió en una obsesión -la familia gasta unos 20.000 yuanes al mes (unos 10.800 pesos) en clases de baile con un profesional y vestuario, como trajes a medida, sombreros y camisetas.
Xiao Bao se toma en serio su carrera en el baile y dice que no le importaría ser famoso algún día. Pero sus padres dicen que no importa cuánto talento tenga su hijo, la escuela será la prioridad.
La muerte de Jackson el 25 de junio del 2009 a causa de un paro cardíaco a los 50 años conmocionó a sus seguidores en todo el mundo y desató una nueva ola de interés por su música. El documental sobre el cantante, "This Is It", fue un gran éxito.
El rey del pop continúa siendo muy popular en China. Un grupo de empresarios chinos planearon el año pasado construir una versión a pequeña escala del rancho Neverland en una isla cerca de Shanghái en homenaje al cantante.
(www.eltribuno.com.ar)
Pongo las manos en el calefactor
con 20 grados en el aire del ambiente.
No es el Mundial
en una pausa de tres trillones de latidos
ataca la neurosis del deseo
la forma inestable del movimiento
el desequilibrio del agua
una promesa en el consumo del corazón.
Pleno, tranquilo y gordo, no.
Recibo al mundo con las manos frías
por la neura de lo que pretendo hacerle.
Podría quitarle, a la imaginación
cada costura de la línea interna del jean que calza
la cicatriz maciza y áspera que le reúne
las piernas con la concha y su jugo.
Sería descoserle el desnudo, una sutileza.
Si deseo
la escalera al cielo es triste
la sed verdadera es el amor
la transpiración es la contracara
de un ideal de pureza.
Me juego la vida hasta que se queme la ropa
como un hipo disimulado
una tos prohibida por el dios en que creo
y no acepto.
con 20 grados en el aire del ambiente.
No es el Mundial
en una pausa de tres trillones de latidos
ataca la neurosis del deseo
la forma inestable del movimiento
el desequilibrio del agua
una promesa en el consumo del corazón.
Pleno, tranquilo y gordo, no.
Recibo al mundo con las manos frías
por la neura de lo que pretendo hacerle.
Podría quitarle, a la imaginación
cada costura de la línea interna del jean que calza
la cicatriz maciza y áspera que le reúne
las piernas con la concha y su jugo.
Sería descoserle el desnudo, una sutileza.
Si deseo
la escalera al cielo es triste
la sed verdadera es el amor
la transpiración es la contracara
de un ideal de pureza.
Me juego la vida hasta que se queme la ropa
como un hipo disimulado
una tos prohibida por el dios en que creo
y no acepto.
27.5.10
26.5.10
Con dos años dicen que fuma 40 cigarrillos por día
El insólito caso ocurre en Indonesia. Ofrecen ayuda a la familia.
Un chico de dos años fuma 40 cigarrillos por día en Indonesia, según indicó su familia.
Las imágenes fueron publicadas por varios sitios de Internet, entre ellos O Globo de Brasil.
Aldi Suganda Rizal, tiene 2 años, y fue visto fumando en varias oportunidades.
De acuerdo con informes de la familia, el pequeño es adicto al cigarrillo y fuma 40 al día. Comenzó a fumar a los 18 meses, y según los familiares, se enoja si le quitan los cigarrillos, por eso lo consideran algo "normal".
Las autoridades ofrecerán ayuda a la familia.
(www.lavoz.com.ar)
Un chico de dos años fuma 40 cigarrillos por día en Indonesia, según indicó su familia.
Las imágenes fueron publicadas por varios sitios de Internet, entre ellos O Globo de Brasil.
Aldi Suganda Rizal, tiene 2 años, y fue visto fumando en varias oportunidades.
De acuerdo con informes de la familia, el pequeño es adicto al cigarrillo y fuma 40 al día. Comenzó a fumar a los 18 meses, y según los familiares, se enoja si le quitan los cigarrillos, por eso lo consideran algo "normal".
Las autoridades ofrecerán ayuda a la familia.
(www.lavoz.com.ar)
22.5.10
22 de mayo
Un día como hoy, hace 200 años, nació mi hermano.
Tiene las piernas peludas como Juan José Paso.
El pecho de paloma como Mariano Moreno.
Pero se la banca, convive con la crisis.
Por eso nació hace 200 años.
Tiene las piernas peludas como Juan José Paso.
El pecho de paloma como Mariano Moreno.
Pero se la banca, convive con la crisis.
Por eso nació hace 200 años.
16.5.10
El jadeo
En la videoteca dejé un intervención de la reputa madre. Me lo mostró Boni Brus, en estos días, y pensé que era un caso ideal para mostrarlo aquí. Se trata de Miguel Noguera, un tío que hace monólogos sobre lo que se le canta el quinto forro de los huevos y los sube a You Tube. Aquí, el mejor: sus revelaciones en torno a los doblajes en español de las películas de Hollywood. Qué lindo sería traerlo a la ciudad para que hable un poquito, para que explique nuestras cosas. De la tonada cordobesa, por ejemplo. Que explique, delante de ese papel metalizado que tan bien le sienta, todas las cositas que esconden los cordobeses: el rechazo violento por toda palabra aguda, por ejemplo, cuando para no decir remisse (remís) utilizan la variante del rémis (o yémis, en contacto con la próxima cosita que ya viene), lo mismo que para no decir Duarte Quirós optan por la modalidad Duarte Quíros; o el rechazo aún más carnal por la erre, la doble ere, que le quitan a palabras medulares como parrilla (payíia), cigarrillo porro (cigayío póyo), remisse (como dije) hasta llegar al punto de desinflarla en aquellos casos que no la pueden cambiar por la Y griega (en vez de decir chorros, se habla de choros, algo realmente inaudito).
Pero bueno, Miguel Noguera podría hablar de estas cosas y otras tantas, y así lo hace desde su lugar. Atenti con el tercer ejemplo del repaso sobre los doblajes: la cuestión del jadeo. Es esclarecedor.
El tipo tiene un blog que es éste: éste. No parece tan interesante como el video, pero se ofrece lo mismo. Además, sus micros de You Tube son presentados con una hermosa canción de los Beach Boys, God Only Nows, que entre nosotros popularizó el hombre histérico que toca el bajo con un destornillador: el grandísimo Pedro Aznar. (Digo, lo popularizó porque lo sigue haciendo, aunque en realidad la decisión de traducirlo y versionarlo la tomó con el hombre del bigote bicolor en Tango 4).
¡Y cómo estoy con los hipervínculos! ¡Ni que sirvieran para algo! (siempre del otro lado del click espera algo mucho más pelotudo que lo propio)
¡Y vualá!
Y Salute.
Pero bueno, Miguel Noguera podría hablar de estas cosas y otras tantas, y así lo hace desde su lugar. Atenti con el tercer ejemplo del repaso sobre los doblajes: la cuestión del jadeo. Es esclarecedor.
El tipo tiene un blog que es éste: éste. No parece tan interesante como el video, pero se ofrece lo mismo. Además, sus micros de You Tube son presentados con una hermosa canción de los Beach Boys, God Only Nows, que entre nosotros popularizó el hombre histérico que toca el bajo con un destornillador: el grandísimo Pedro Aznar. (Digo, lo popularizó porque lo sigue haciendo, aunque en realidad la decisión de traducirlo y versionarlo la tomó con el hombre del bigote bicolor en Tango 4).
¡Y cómo estoy con los hipervínculos! ¡Ni que sirvieran para algo! (siempre del otro lado del click espera algo mucho más pelotudo que lo propio)
¡Y vualá!
Y Salute.
7.5.10
Murió aplastada por el camión que manejaba su esposo
La mujer se protegió tras la caja para encender un cigarrillo y no advirtió que el vehículo comenzaba a andar marcha atrás. Ocurrió ayer en el kilómetro 177 de la ruta nacional 25. El hombre quedó en libertad
Una mujer murió aplastada por las ruedas del camión que manejaba su esposo mientras se protegía del viento en uno de loa guardabarros al intentar prender un cigarrillo.
El hecho ocurrió alrededor de las 10 del pasado jueves (06/05/10) cuando la pareja retornaba a un campo que cuidaban a unos 30 kilómetros de Las Plumas, en plena meseta chubutense.
En el kilómetro 177 de la ruta nacional 25 la víctima identificada como Haydee Paulina Salinas (57) se bajó a abrir la tranquera. Luego de que su compañero Albino Catriquil (50) terminó de cruzar el vehiculo ella intentó encender un cigarrillo.
Para protegerse del viento se refugió tras la caja del camión sin advertir que el camión comenzó a andar marcha atrás.
Las serias heridas que sufrió le produjeron la muerte a los pocos minutos.
Horas después, la Policía del Chubut secuestró el rodado y notificó a Albino Catriquil sobre la apertura de una causa judicial caratulada como homicidio culposo. El hombre quedó en libertad.
rionegro.com.ar y agencia El Bolsón
Una mujer murió aplastada por las ruedas del camión que manejaba su esposo mientras se protegía del viento en uno de loa guardabarros al intentar prender un cigarrillo.
El hecho ocurrió alrededor de las 10 del pasado jueves (06/05/10) cuando la pareja retornaba a un campo que cuidaban a unos 30 kilómetros de Las Plumas, en plena meseta chubutense.
En el kilómetro 177 de la ruta nacional 25 la víctima identificada como Haydee Paulina Salinas (57) se bajó a abrir la tranquera. Luego de que su compañero Albino Catriquil (50) terminó de cruzar el vehiculo ella intentó encender un cigarrillo.
Para protegerse del viento se refugió tras la caja del camión sin advertir que el camión comenzó a andar marcha atrás.
Las serias heridas que sufrió le produjeron la muerte a los pocos minutos.
Horas después, la Policía del Chubut secuestró el rodado y notificó a Albino Catriquil sobre la apertura de una causa judicial caratulada como homicidio culposo. El hombre quedó en libertad.
rionegro.com.ar y agencia El Bolsón
6.5.10
Grasas al Señor
(Para Graciela Ciccarelli)
1
El domingo 11 de abril de 2004 fue un día normal en el centro, hasta las siete y media de la tarde. A esa hora, un zapato negro y abotinado del señor Di Giorno cayó a los pies de la cama matrimonial, y se detuvo junto a una sandalia también negra de su esposa, la señora Di Giorno. Hacía ya unos meses que esos zapatos no se rozaban. Ella ejecutó una maniobra de otras épocas para levantarse el batón, flexionar al máximo las rodillas y sentarse encima de él: el señor Di Giorno, sorprendido, aprovechó el embate para bajarse el calzoncillo, aflojar las piernas, unir las manos por detrás de la cabeza y recién después suspirar. El sol entraba oblicuo por la ventana, y los encandilaba. La señora Di Giorno comenzó a moverse despacio, tratando de aplacar la rigidez de las caderas, pero el señor Di Giorno no quiso prudencia y le exigió velocidad. La señora cerró los ojos: se recogió el pelo y jugó a ser flaca, las flores de su batón se animaron. El señor, sin pensarlo, le acarició las piernas. Hasta que sucedió. La señora Di Giorno respiró fuerte por la nariz, e interrumpió el meneo. El señor Di Giorno levantó las cejas. Ella volvió a inhalar, con asco, y destrabó las rodillas: “asqueroso de mierda”, dijo, y escapó a la cocina.
El 11 de abril de 2004, a las siete y media de la tarde, Eduardo Obregón Sota dio por terminadas sus tareas dominicales y se dejó caer en el sillón del living. Estiró el torso hacia delante y aprovechó para bajarse las medias: arrugó todo lo que pudo la tela y se rascó el final de las piernas, la parte más fina, lo que antecede al tobillo; allí donde los elásticos dejan marcas sobre la piel. Y rió. Obregón Sota se rió porque no había nada mejor que rascarse una tarde de domingo, pero cuando empezó a sentir el olor se le rompió la sonrisa, y pensó que tenía que pegarse un baño. Se sacó las medias: el olor no venía de ahí. Ensayó una contorsión y se husmeó los dedos de los pies: todo estaba dentro de lo normal. Después siguió olfateando y llegó hasta la ventana.
Veinte minutos después, en la iglesia de los Capuchinos de Nueva Córdoba, el padre Caseratto –encargado de la misa de las siete– dio la orden a los asistentes para que se dieran la paz. En la primera fila de bancos, cerca del altar, esperaban la viuda de Moyanores y la viuda de Martinores, representando a las bi-varietales, y un poco más alejada la viuda de Nores, cristiana de una sola cepa. La iglesia estaba repleta. El olor avanzó por el pasillo central, paralizando en principio a quienes habían llegado tarde, y luego tomó por sorpresa al padre, que inmediatamente miró hacia el sector de las viudas y notó la desconfianza que ya existía entre ellas. Las viudas soportaron el primer acercamiento: se tomaron de las manos y se besaron, pero lo hicieron rápido y sin mirarse a los ojos. Un instante después los del fondo comenzaron a levantar la voz y el padre tuvo que pedir silencio a los gritos. Finalmente abandonó el altar y caminó por el pasillo hasta la explanada de acceso. Una vez afuera respiró hondo, y miró al cielo. La noche ya estaba creciendo sobre la ciudad. El tránsito se había detenido, y desde la plaza España bajaba una columna de gente en dirección a la avenida Vélez Sarsfield. El padre avanzó hasta la diagonal (detrás de él siguieron las viudas junto a todos los que participaban de la misa) con la intención de recoger alguna certeza: terminó interceptando a una chica que marchaba con una radio pegada a la oreja.
–¿Me puede decir qué está pasando, por favor? –preguntó el padre.
La chica lo miró y no le dijo nada.
2
La señora Di Giorno, su marido, Eduardo Obregón Sota y las tres viudas de la iglesia se conocieron frente a la Casa Radical. Las mujeres fueron las primeras en quejarse: luego de intercambiar miradas, la viuda de Nores le dijo a la mujer que tenía a su lado –la señora Di Giorno– que “no podía ser”, y motivó con ese gesto la participación de las otras viudas. Los hombres, en medio del diálogo, no tuvieron más opción que presentarse y escuchar las propuestas de los que intentaban organizar la marcha. Los más jóvenes pretendían llegar hasta el palacio municipal e improvisar un escrache. Otros hombres, entre ellos el padre Caseratto, se inclinaron por tratar de descubrir a qué olía la ciudad. Se decidió entonces formar una columna detrás del padre, y marchar así en dirección a la inmundicia. Seguir el olor, caminar hacia donde las narices lo indicaran. Por lo pronto, caminar hacia el río Suquía.
La columna de vecinos avanzó a contramano por Vélez Sarsfield y se fue nutriendo a medida que pasaban las cuadras. Nadie sabía de dónde brotaba el olor, como tampoco nadie podía decir a qué olía el aire. La señora Di Giorno estaba convencida de que se trataba de caca; otros creían que era una mezcla de aguas servidas y productos químicos liberados al ambiente. Al llegar a la calle Duarte Quirós se unió una pequeña fracción de murgueros que aprovechó el gentío para desplegar banderas del nuevo Partido Obrero Cultural. Una cuadra más adelante uno de ellos comentó que en la avenida Chacabuco habían reparado un aliviador cloacal: doblaron entonces por Caseros, y corrieron a toda velocidad para el este. Corrieron entre los autos detenidos, con las banderas como lanzas medievales, y frenaron recién al llegar a Chacabuco, que estaba totalmente desierta. Miraron para un lado: miraron para el otro. Olieron. Nada importante.
Los murgueros retomaron la marcha en el cruce de Colón y General Paz. En la esquina opuesta a la Casa Matriz del correo, un cartel luminoso –letras verdes deslizándose como una serpiente de noticias– informaba que el presidente seguía internado en Rio Gallegos y que eran las nueve y media de la noche. La versión más firme que se manejaba a esa altura –primero en las radios, después en la gente– hablaba de Dioxitek, una planta industrial de Alta Córdoba que solía descargar uranio y amoníaco al aire y a la red cloacal. Se decidió entonces llegar hasta el río –se decidió a los gritos–, pensando que allí el olor sería más reconocible. Sin embargo, en la boca del puente Centenario el padre Caseratto, las viudas y todos los que venían detrás –incluidos los murgueros– protagonizaron un hecho que nunca antes se había dado en la historia de la provincia de Córdoba. Parecía poco probable que semejante oleada viniera de esa zona, porque el viento –como alguien avisó tarde– avanzaba en sentido contrario, y entonces la marcha dio la vuelta. La inmensa columna de vecinos volvió por donde había llegado: todos giraron sobre sus pies, en silencio –caminar hacia atrás hubiera sido demasiado dudoso–, y caminaron para el lado de Colón.
En la esquina del correo –otra vez– hubo una inhalación multitudinaria. “Es caca con un poco de madera”, se dijo Obregón Sota. “Huele a un animal pudriéndose”, dijo otra señora que estaba cerca. Otro hombre sugirió cloacas con azufre. El padre Caseratto subió a una de las escaleras –las viudas lo esperaron abajo– y pidió silencio. Toda la gente calló: estaban cansados. Acomodándose la sotana, estirándola con los latigazos que las señoras hubieran ejecutado para ampliar una sábana, el padre hizo algunas preguntas que la mayoría creyó oportunas y convinieron, a partir de ahí, en marchar hacia Alberdi. Y salió la tropa. A la altura de la Plaza Colón, el olor tuvo otro cuerpo. Cientos de vecinos que esperaban en las calles aledañas se unieron a la columna principal y unas cuadras más adelante el olor ya era intenso, dulzón, y hasta provocaba arcadas en los más chicos. Las viudas usaron pañuelos para taparse la boca. Trataban de no pensar en la fatiga: escoltar al padre hasta donde fuera. Las ráfagas se entibiaron una vez pasada la gran loma de la avenida, cerca del Gigante celeste, y en el corazón de Alto Alberdi, por fin, la marcha se chocó con la potencia máxima de su objeto. Un hedor nauseabundo que caló las paredes de todas las casas, nubló los carteles publicitarios e hizo desaparecer autos, motos, trolebuses y colectivos. La avenida, como antes Chacabuco, estaba desierta.
–Es insoportable… –le dijo el señor Di Giorno al padre.
–Estamos cerca –dijo el padre Caseratto: los ojos achinados, la boca apretada.
En la esquina de Pedro Chutro la columna se detuvo de un modo distinto. El padre y cientos de personas miraron hacia el lado del cementerio San Jerónimo, y encontraron humo. Sin dar explicaciones, y sin proponer otra votación a todos los que venían detrás, se internaron en esa nube densa y caminaron despacio –giraban e intentaban respirar hondo cada cien metros– hasta la puerta enrejada del cementerio. El resto de la gente fue acercándose de a poco, todos los que se guiaban únicamente por el olor; una gran parte de la columna se agolpó en la plazoleta anterior a la entrada, donde había un Fiat Duna y un Ford Falcon estacionados. La concentración terminó siendo tan numerosa que ocupó la plazoleta y todo el largo de la calle, hasta el cruce con la avenida Colón. La policía –y sus adornos– intentó acceder con los patrulleros en clave bolichera pero no pudo. Los agentes debieron avanzar únicamente a pie, hasta la reja.
El padre Caseratto, escoltado por un grupo de chicos con camisetas de fútbol, se tomó de los barrotes de la puerta. A unos metros alcanzaba a ver un pabellón iluminado. Los empleados de turno –un sereno y un hombre de overol– se acercaron hasta la reja y le preguntaron al padre si había algún problema con toda la gente que daba vueltas.
–¡La gente quiere saber qué está pasando! –gritó el padre–. ¡Venimos desde el centro por este olor nauseabundo y ustedes no están enterados! Déjeme pasar, por favor –dijo.
–El cementerio está cerrado, padre –le dijo el hombre de overol.
–Usted está hablando con un hombre de Dios, carajo, mierda –dijo el padre. Las viudas lo escucharon desde atrás.
El hombre de overol abrió el candado y lo hizo pasar, calladito. Caminaron hasta la amplia sala con luz, entraron todos juntos y luego esperaron junto a un armario. Allí adentro no se olía nada.
–Estamos cremando por una orden del municipio. Es una tanda muy grande de cuerpos y decidieron hacerlo hoy domingo –dijo el hombre.
–Pero el olor… –dijo el padre Caseratto.
–Sí, es la grasa. Al combustionar se hace pesado. Por eso prefieren el domingo, que la gente se queda en las casas...
–Pero cómo puede ser que la grasa de una ser humano despida eso, usted nos está faltando el respeto…
–No es una, son muchas. La grasa de un cuerpo no hace nada. Todas las grasas juntas hacen esto.
El padre se quedó en silencio. Tenía la frente y los pómulos transpirados. Preguntó si se podía ver el sitio donde estaba el horno crematorio y le dijeron que sí se podía, pero así una miradita, rápido.
En la puerta de rejas esperaba la muchedumbre y algunos policías con las radios encendidas. El padre salió del cementerio a paso lento y habló con las personas que estaban cerca; después de unos minutos comenzó a brotar un murmullo entre la gente y unos hombres le pidieron que por favor informara a la gente lo que estaba pasando.
Obregón Sota y el señor Di Giorno acompañaron al padre hasta el Falcon estacionado y lo subieron al capó, sosteniéndolo de las manos. “Suba al techo”, le dijeron, y el padre, con miedo, lo hizo. Desde ahí podía ver las caras de todos los que habían marchado: eran miles. Se perdían hacia el cruce de la avenida. El padre Caseratto respiró, lejos ya del sabor que tenía acumulado en la boca, y dijo: “el Señor quiera perdonarnos y mantener estas almas en el reino de los cielos”.
Un silencio.
Y después otro.
Muy pocos lo habían escuchado.
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, dijo después, y gritó por último “¡amén!”: los dedos sobre los labios, la vista perdida en el fondo de la noche.
“Amén”, dijeron los que estaban ahí nomás, bien cerca. “Amén, amén, amén” siguió la cadena a lo lejos, en un eco desigual –los murgueros no dijeron nada–; “amén” susurraron los que estaban bien al fondo y “amén”, casi como una tos, dijo un hombre a metros de una avenida Colón todavía desierta.
Era un hombre que creía ver a otro sobre el techo de un auto. Las gotas rancias en el alma de una ciudad vieja.
El domingo 11 de abril de 2004 fue un día normal en el centro, hasta las siete y media de la tarde. A esa hora, un zapato negro y abotinado del señor Di Giorno cayó a los pies de la cama matrimonial, y se detuvo junto a una sandalia también negra de su esposa, la señora Di Giorno. Hacía ya unos meses que esos zapatos no se rozaban. Ella ejecutó una maniobra de otras épocas para levantarse el batón, flexionar al máximo las rodillas y sentarse encima de él: el señor Di Giorno, sorprendido, aprovechó el embate para bajarse el calzoncillo, aflojar las piernas, unir las manos por detrás de la cabeza y recién después suspirar. El sol entraba oblicuo por la ventana, y los encandilaba. La señora Di Giorno comenzó a moverse despacio, tratando de aplacar la rigidez de las caderas, pero el señor Di Giorno no quiso prudencia y le exigió velocidad. La señora cerró los ojos: se recogió el pelo y jugó a ser flaca, las flores de su batón se animaron. El señor, sin pensarlo, le acarició las piernas. Hasta que sucedió. La señora Di Giorno respiró fuerte por la nariz, e interrumpió el meneo. El señor Di Giorno levantó las cejas. Ella volvió a inhalar, con asco, y destrabó las rodillas: “asqueroso de mierda”, dijo, y escapó a la cocina.
El 11 de abril de 2004, a las siete y media de la tarde, Eduardo Obregón Sota dio por terminadas sus tareas dominicales y se dejó caer en el sillón del living. Estiró el torso hacia delante y aprovechó para bajarse las medias: arrugó todo lo que pudo la tela y se rascó el final de las piernas, la parte más fina, lo que antecede al tobillo; allí donde los elásticos dejan marcas sobre la piel. Y rió. Obregón Sota se rió porque no había nada mejor que rascarse una tarde de domingo, pero cuando empezó a sentir el olor se le rompió la sonrisa, y pensó que tenía que pegarse un baño. Se sacó las medias: el olor no venía de ahí. Ensayó una contorsión y se husmeó los dedos de los pies: todo estaba dentro de lo normal. Después siguió olfateando y llegó hasta la ventana.
Veinte minutos después, en la iglesia de los Capuchinos de Nueva Córdoba, el padre Caseratto –encargado de la misa de las siete– dio la orden a los asistentes para que se dieran la paz. En la primera fila de bancos, cerca del altar, esperaban la viuda de Moyanores y la viuda de Martinores, representando a las bi-varietales, y un poco más alejada la viuda de Nores, cristiana de una sola cepa. La iglesia estaba repleta. El olor avanzó por el pasillo central, paralizando en principio a quienes habían llegado tarde, y luego tomó por sorpresa al padre, que inmediatamente miró hacia el sector de las viudas y notó la desconfianza que ya existía entre ellas. Las viudas soportaron el primer acercamiento: se tomaron de las manos y se besaron, pero lo hicieron rápido y sin mirarse a los ojos. Un instante después los del fondo comenzaron a levantar la voz y el padre tuvo que pedir silencio a los gritos. Finalmente abandonó el altar y caminó por el pasillo hasta la explanada de acceso. Una vez afuera respiró hondo, y miró al cielo. La noche ya estaba creciendo sobre la ciudad. El tránsito se había detenido, y desde la plaza España bajaba una columna de gente en dirección a la avenida Vélez Sarsfield. El padre avanzó hasta la diagonal (detrás de él siguieron las viudas junto a todos los que participaban de la misa) con la intención de recoger alguna certeza: terminó interceptando a una chica que marchaba con una radio pegada a la oreja.
–¿Me puede decir qué está pasando, por favor? –preguntó el padre.
La chica lo miró y no le dijo nada.
2
La señora Di Giorno, su marido, Eduardo Obregón Sota y las tres viudas de la iglesia se conocieron frente a la Casa Radical. Las mujeres fueron las primeras en quejarse: luego de intercambiar miradas, la viuda de Nores le dijo a la mujer que tenía a su lado –la señora Di Giorno– que “no podía ser”, y motivó con ese gesto la participación de las otras viudas. Los hombres, en medio del diálogo, no tuvieron más opción que presentarse y escuchar las propuestas de los que intentaban organizar la marcha. Los más jóvenes pretendían llegar hasta el palacio municipal e improvisar un escrache. Otros hombres, entre ellos el padre Caseratto, se inclinaron por tratar de descubrir a qué olía la ciudad. Se decidió entonces formar una columna detrás del padre, y marchar así en dirección a la inmundicia. Seguir el olor, caminar hacia donde las narices lo indicaran. Por lo pronto, caminar hacia el río Suquía.
La columna de vecinos avanzó a contramano por Vélez Sarsfield y se fue nutriendo a medida que pasaban las cuadras. Nadie sabía de dónde brotaba el olor, como tampoco nadie podía decir a qué olía el aire. La señora Di Giorno estaba convencida de que se trataba de caca; otros creían que era una mezcla de aguas servidas y productos químicos liberados al ambiente. Al llegar a la calle Duarte Quirós se unió una pequeña fracción de murgueros que aprovechó el gentío para desplegar banderas del nuevo Partido Obrero Cultural. Una cuadra más adelante uno de ellos comentó que en la avenida Chacabuco habían reparado un aliviador cloacal: doblaron entonces por Caseros, y corrieron a toda velocidad para el este. Corrieron entre los autos detenidos, con las banderas como lanzas medievales, y frenaron recién al llegar a Chacabuco, que estaba totalmente desierta. Miraron para un lado: miraron para el otro. Olieron. Nada importante.
Los murgueros retomaron la marcha en el cruce de Colón y General Paz. En la esquina opuesta a la Casa Matriz del correo, un cartel luminoso –letras verdes deslizándose como una serpiente de noticias– informaba que el presidente seguía internado en Rio Gallegos y que eran las nueve y media de la noche. La versión más firme que se manejaba a esa altura –primero en las radios, después en la gente– hablaba de Dioxitek, una planta industrial de Alta Córdoba que solía descargar uranio y amoníaco al aire y a la red cloacal. Se decidió entonces llegar hasta el río –se decidió a los gritos–, pensando que allí el olor sería más reconocible. Sin embargo, en la boca del puente Centenario el padre Caseratto, las viudas y todos los que venían detrás –incluidos los murgueros– protagonizaron un hecho que nunca antes se había dado en la historia de la provincia de Córdoba. Parecía poco probable que semejante oleada viniera de esa zona, porque el viento –como alguien avisó tarde– avanzaba en sentido contrario, y entonces la marcha dio la vuelta. La inmensa columna de vecinos volvió por donde había llegado: todos giraron sobre sus pies, en silencio –caminar hacia atrás hubiera sido demasiado dudoso–, y caminaron para el lado de Colón.
En la esquina del correo –otra vez– hubo una inhalación multitudinaria. “Es caca con un poco de madera”, se dijo Obregón Sota. “Huele a un animal pudriéndose”, dijo otra señora que estaba cerca. Otro hombre sugirió cloacas con azufre. El padre Caseratto subió a una de las escaleras –las viudas lo esperaron abajo– y pidió silencio. Toda la gente calló: estaban cansados. Acomodándose la sotana, estirándola con los latigazos que las señoras hubieran ejecutado para ampliar una sábana, el padre hizo algunas preguntas que la mayoría creyó oportunas y convinieron, a partir de ahí, en marchar hacia Alberdi. Y salió la tropa. A la altura de la Plaza Colón, el olor tuvo otro cuerpo. Cientos de vecinos que esperaban en las calles aledañas se unieron a la columna principal y unas cuadras más adelante el olor ya era intenso, dulzón, y hasta provocaba arcadas en los más chicos. Las viudas usaron pañuelos para taparse la boca. Trataban de no pensar en la fatiga: escoltar al padre hasta donde fuera. Las ráfagas se entibiaron una vez pasada la gran loma de la avenida, cerca del Gigante celeste, y en el corazón de Alto Alberdi, por fin, la marcha se chocó con la potencia máxima de su objeto. Un hedor nauseabundo que caló las paredes de todas las casas, nubló los carteles publicitarios e hizo desaparecer autos, motos, trolebuses y colectivos. La avenida, como antes Chacabuco, estaba desierta.
–Es insoportable… –le dijo el señor Di Giorno al padre.
–Estamos cerca –dijo el padre Caseratto: los ojos achinados, la boca apretada.
En la esquina de Pedro Chutro la columna se detuvo de un modo distinto. El padre y cientos de personas miraron hacia el lado del cementerio San Jerónimo, y encontraron humo. Sin dar explicaciones, y sin proponer otra votación a todos los que venían detrás, se internaron en esa nube densa y caminaron despacio –giraban e intentaban respirar hondo cada cien metros– hasta la puerta enrejada del cementerio. El resto de la gente fue acercándose de a poco, todos los que se guiaban únicamente por el olor; una gran parte de la columna se agolpó en la plazoleta anterior a la entrada, donde había un Fiat Duna y un Ford Falcon estacionados. La concentración terminó siendo tan numerosa que ocupó la plazoleta y todo el largo de la calle, hasta el cruce con la avenida Colón. La policía –y sus adornos– intentó acceder con los patrulleros en clave bolichera pero no pudo. Los agentes debieron avanzar únicamente a pie, hasta la reja.
El padre Caseratto, escoltado por un grupo de chicos con camisetas de fútbol, se tomó de los barrotes de la puerta. A unos metros alcanzaba a ver un pabellón iluminado. Los empleados de turno –un sereno y un hombre de overol– se acercaron hasta la reja y le preguntaron al padre si había algún problema con toda la gente que daba vueltas.
–¡La gente quiere saber qué está pasando! –gritó el padre–. ¡Venimos desde el centro por este olor nauseabundo y ustedes no están enterados! Déjeme pasar, por favor –dijo.
–El cementerio está cerrado, padre –le dijo el hombre de overol.
–Usted está hablando con un hombre de Dios, carajo, mierda –dijo el padre. Las viudas lo escucharon desde atrás.
El hombre de overol abrió el candado y lo hizo pasar, calladito. Caminaron hasta la amplia sala con luz, entraron todos juntos y luego esperaron junto a un armario. Allí adentro no se olía nada.
–Estamos cremando por una orden del municipio. Es una tanda muy grande de cuerpos y decidieron hacerlo hoy domingo –dijo el hombre.
–Pero el olor… –dijo el padre Caseratto.
–Sí, es la grasa. Al combustionar se hace pesado. Por eso prefieren el domingo, que la gente se queda en las casas...
–Pero cómo puede ser que la grasa de una ser humano despida eso, usted nos está faltando el respeto…
–No es una, son muchas. La grasa de un cuerpo no hace nada. Todas las grasas juntas hacen esto.
El padre se quedó en silencio. Tenía la frente y los pómulos transpirados. Preguntó si se podía ver el sitio donde estaba el horno crematorio y le dijeron que sí se podía, pero así una miradita, rápido.
En la puerta de rejas esperaba la muchedumbre y algunos policías con las radios encendidas. El padre salió del cementerio a paso lento y habló con las personas que estaban cerca; después de unos minutos comenzó a brotar un murmullo entre la gente y unos hombres le pidieron que por favor informara a la gente lo que estaba pasando.
Obregón Sota y el señor Di Giorno acompañaron al padre hasta el Falcon estacionado y lo subieron al capó, sosteniéndolo de las manos. “Suba al techo”, le dijeron, y el padre, con miedo, lo hizo. Desde ahí podía ver las caras de todos los que habían marchado: eran miles. Se perdían hacia el cruce de la avenida. El padre Caseratto respiró, lejos ya del sabor que tenía acumulado en la boca, y dijo: “el Señor quiera perdonarnos y mantener estas almas en el reino de los cielos”.
Un silencio.
Y después otro.
Muy pocos lo habían escuchado.
“En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”, dijo después, y gritó por último “¡amén!”: los dedos sobre los labios, la vista perdida en el fondo de la noche.
“Amén”, dijeron los que estaban ahí nomás, bien cerca. “Amén, amén, amén” siguió la cadena a lo lejos, en un eco desigual –los murgueros no dijeron nada–; “amén” susurraron los que estaban bien al fondo y “amén”, casi como una tos, dijo un hombre a metros de una avenida Colón todavía desierta.
Era un hombre que creía ver a otro sobre el techo de un auto. Las gotas rancias en el alma de una ciudad vieja.
(Publicado en Revista Diccionario n°5, verano de 2009)
Lo que se viene
Al día con la data sobre tecnología, los españoles ya promocionan lo que se viene. Dicen que puede romper todo. En la videoteca.
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