El domingo 13 de noviembre a las 21:15 pude, por fin, estar ahí. Ya no estaba tan presente el recuerdo-calvario de los shows en Ferro, también noviembre, hace exactamente 6 años; shows que mis amigos se encargaron de refregarme en la cara durante tanto tiempo. Supongo que en algún momento me dedicaré a escribir sobre la banda y sobre los años en que la conocí, sobre los amigos de mi hermano que me fueron educando de bien chico en la escalada de angustia y rabia del grunge, sobre nuestro barrio, Alta Barda, del que ya compartí algunas fotos acá mismo, ese terreno decadente donde sonaba ellos, Nirvana, Faith No More, tantos otros. Pero Pearl Jam fue siempre la música de fondo de esa época del crecer. El 13 de noviembre pude hacer todo lo que tenía pendiente, y por suerte lo hice con la gente indicada. No podría haber sido de otro modo. Fui con mis amigos del barrio, ya estamos todos bastante viejos (ellos bastante más viejos que yo), pero seguimos vivos, entre enfermedades inventadas, catálogos de neurosis, dudas y frustraciones, el domingo supe que todos tenemos aún ganas de sentir en la piel la potencia de lo bello y lo miserable, lo bello pasado de tiempo, lo bello agotado, lo bello sucio.
Uno de los pibes, que siempre tiene alguna cuestión de salud (antes de salir para la plata tenía dolor de estómago, cagadera y alergia), llegó al campo y se olvidó de todo. Todos nos olvidamos de todo. A las 21:15 Vedder salió al escenario a resolver la apuesta que habíamos hecho en el auto: ¿con qué tema arranca? ¿con cuál salen al palo?
Vedder está por cumplir 47 años y Pearl Jam tiene 20 y algunos meses, y como siempre, como la adolescencia misma en Alta Barda, siempre la banda y él se corren del lugar común. Pearl Jam siempre se corre del lugar. El recital del 13 de noviembre empezó con Release, una burbuja de sentimientos adentro de otra burbuja: el estadio con techo.
Todavía no puedo usar las palabras de todos los días para decir lo que fue estar ahí. Menos mal que me pasa esto. Hace un tiempo, con mi amigo Curciento nos pusimos a escribir sobre música, sobre lo que nos gustaba, y el primer texto que me salió fue éste que copio acá abajo. Se llama Rats.
Un círculo negro y en su centro, recortando la negrura con una claridad absoluta, la silueta de una rata. En las madrugadas más frías del invierno, cuando a cada día le faltaba más de tres horas para recibir la luz, ya vestido para ir al colegio, enchufaba los auriculares al único equipo de música del hogar para escuchar un disco sin nombre. A las seis de la mañana sonaba el primer despertador y eso me permitía desayunar para después dormir otros veinte minutos; pasadas las seis y media me vestía con la panza revuelta, juntaba mis cosas y empezaba a sufrir el aire helado desde la ventana de la habitación. Daba tristeza mirar la hora en esas noches cerradas, y esa tristeza me llevaba a enchufar los auriculares en el equipo, como un autista, para escuchar el disco sin nombre. El de la oveja desaforada en blanco y negro, que en la tapa atraviesa una red con el hocico.
En esos días empezó el verdadero gusto por la mugre del grunge. Ponía el disco todas las mañanas, antes de ir al colegio, sólo para escuchar una canción: la nueve. Mientras los otros dormían, enchufaba los auriculares y buscaba el tema de las ratas, y abría el librito del CD para mirar los dibujos y tratar de entender la letra. En vez de escuchar las baladas del disco (la tres, la diez), que sí se me antojaban por las tardes, prefería arrancar los días con el más fiel componente de la tragedia. Rats. Encorvado en la punta del sillón, todo empezaba con un plato y dos golpes de redo de Abbruzzese (que siempre estuvo solo) y el dibujo aterrador, inolvidable, del bajo de Ament (un adelantado), que ahí no era tan bajo sino más bien medio, el bajo de una garganta preparándose, y después los raspones de las guitarras como gritos que escapan por tubos, como resortes, y después la intromisión más susurrante de Vedder, la entonación más monocorde de toda su carrera. Y después una explosión.
No entendía toda la letra, pero la sentía. Leía las líneas en el librito y concentraba los ojos en la silueta de la rata que sigue ocupando el círculo negro. Esa voz negra y rota me decía que ellas no comen, que no duermen, que no piensan: sólo alcanzaba a traducir algunas palabras pero Vedder me describía esas encías al descubierto cuando gimen y gritan, la habilidad de ellas para sacar la suciedad, para congregarse hasta ser demasiado fuertes. Todas las mañanas tenía que ir al colegio, pero antes hacía una religión de esa voz que susurraba a ras del suelo. Vedder decía: ellas no dejan de procrear hasta estar muertas. Ellas no cagan donde suponen que no deben hacerlo. Y después el estribillo, la explosión: ellas no toman lo que no es de ellas. No se comparan.
Entraba al colegio a las siete y media, y esto pasaba a mediados de los noventa. Recién amanecía dos horas después, justo cuando terminaba el primer recreo y empezaba a levantar la helada. La cara impresa del disco no tenía dibujos ni textos: era sólo otro círculo poderoso, naranja. Completamente naranja. Años después me enteré que el disco se titula Vs.: Versus. Ahora es gracioso: eso sí que es comparar. Las ratas no se comparan, y la banda que hacía de ellas una comparación sigue siendo incomparable, pero ese círculo negro se parecía demasiado a la muerte del invierno en las madrugadas, y ese círculo naranja era casi como la vida que empezaba a oscuras, todas las mañanas.
En el recital no sonó Rats, pero sí otras canciones rabiosas, de madrugadas de invierno oscuras, escarchadas. Lo que más me salió fue cerrar los ojos y tratar de ejercitar un movimiento imposible: volver, con la mente, a cada momento preciso en que algún tema me atravesaba el cuerpo, cada momento grabado con hierro caliente. En el recital cerré los ojos, por ejemplo, y volví a las mañanas antes del colegio: cerré los ojos y volví a la primera vez que escuché el disco Vitalogy, al miedo que me produjo, mezclado con la atracción total; cerré los ojos y volví a escuchar No Code por primera vez, confundido; cerré los ojos y volví al playón de cemento donde todas las tardes algún pibe salía para decir algo, jugar al fútbol, hablar de música, o de la nada misma. Cerré los ojos con la intención de soltar el cuerpo, como lo hice (lo hago) en casa, en el medio del living. Pero la diferencia fue que el domingo 13 de noviembre cerré los ojos varias veces para decirme "están acá, la concha de mi madre, están acá", "esto no es un disco sonando en casa", "ahora ellos están acá, yo estoy acá, estamos en el mismo lugar". El mismo lugar de siempre.