Hace algunos años determiné junto a mis dos grandes amigos que son tres, en orden creciente, los momentos en donde la expectativa toma un poder inusitado. El primero de ellos se inicia con la escritura: sólo dos cosas podían compararse, para nosotros, al hecho de recibir una carta esperada y no abrirla durante unos minutos. Encontrar un sobre en el buzón o en el suelo y levantarlo; girarlo para controlar el remitente, buscar el lugar indicado donde romperlo, y luego dejarlo reposar sobre las palmas, quieto, esperando que la ansiedad se tensara al máximo hasta provocar el primer corte. Una vez abierto, hacer fuerza para no leer las últimas líneas, y finalmente presentar las hojas en el orden correcto y leerlas, en sentido descendente, si era posible, y de izquierda a derecha.
El segundo momento tiene que ver con la fotografía y el proceso de revelado. No nos interesaba participar del proceso en sí, más allá de la atracción que siempre nos había generado la idea de tener un cuarto de revelado propio, sino que buscábamos el sobre amarillo de Kodak recién escupido por el Minilab, con las fotos todavía tibias y pegoteadas, para luego imaginar cada encuadre y apostar por la foto que mejor podría haber salido. Comenzábamos a repasar hacia adentro –sin decirnos una sola palabra– cada una de las tomas, las más valiosas, mientras buscábamos el banco de plaza mejor ubicado o el escalón menos puntiagudo para sentarnos. Recién en ese momento repetíamos el mismo procedimiento de las cartas: el que se sentaba al medio presentaba el sobre amarillo sobre su falda y levantaba las apuestas. Después tenía el privilegio de abrir el sobre, despegar las fotos, y ser el primero en evaluar cuán bien habíamos recortado la realidad. El del medio le pasaba la primera foto al que estaba sentado a la derecha: luego éste pasaba el brazo por detrás, para no interrumpir la visión del que estaba al medio, y le daba la foto al de la izquierda. Y así hasta terminar.
El tercer momento era el que más disfrutábamos, y tiene que ver con las mujeres. Nunca sentimos mayor expectativa que la disuelta en los veinte o treinta segundos previos a un primer beso, inminente e imposible de suspender, destinado a una mujer recién “aflojada” y preparada para recibir el zarpazo luego de un esfuerzo sobrehumano de largas horas de charlas, de búsquedas de frases pinchudas y alternativas de convencimiento. Siempre nos resultó insuperable la sensación de poder elegir el momento justo para el beso inaugural: tener por única vez (sabíamos que después ellas decidían casi todo) la libertad de dilatar el contacto, para hacer más novelesca la escena o para tratar de que, entre las últimas frases y las mejores sonrisas, ellas llegasen a arrastrarse de las ganas, en silencio, hasta soltar el aire en el momento del labio contra labio.
Hoy, algunos años después, puedo decir que cada vez que saco una foto con una cámara nueva aparece en una pantalla multicolor exactamente lo que yo no quiero que aparezca. Hoy aprieto el botón con la delicadeza que exigía el viejo mecanismo para que unos segundos después, sólo dos o tres segundos, me llegue hasta el centro de los ojos el encuadre y las cosas congeladas, los colores perfectos y las personas, exigiendo cada una de ellas, como chiquitos descontrolados frente a un cachorro, un lugar frente a la pantallita para saber si todos salieron “bien”, o si la foto no sirve porque alguien salió “mal”.
Hoy envío mi correspondencia con una seguidilla de clics y recibo una línea de remitente desconocido con un nombre y un apellido convertidos en vínculo y un asunto que lo anticipa todo. Recibo dos o tres o seis o siete palabras que me muestran un adelanto de lo que voy a leer, y que me indican el tono en que debo leerlo. Un saludo genérico o un resumen sobre un contenido que desconozco y que, a su vez, por una mala jugada de uno de los tantos formatos que existen, puede aparecer codificado.
Pero hoy, también, y aunque ya no existan las cartas escritas con mala tinta y las fotos mal sacadas que con los ojos se vuelven lindas, puedo decir que hasta ahora ni los besos ni la expectativa han podido digitalizarse. Lo lograron con el tiempo, con su aceleración y con casi todo lo que ocupa espacio, que de a poco se sigue fragmentando, pero los besos siguen siendo besos, bien pero bien analógicos, porque todavía no hay un aparato que pueda subdividir el recorrido que comienza con el rebote de la palabra en la oreja, continúa con el roce de dos mejillas tibias y termina en las arrugas blandas de la boca.
2 comentarios:
Hace días que no venía leyendo este post, guardando la mejor ocasión para hacerlo (acaso como si las publicaciones de los blogs también reclamaran su lugar en el universo de "las expectativas").
Y en este caso, Vigna, usted sale indemne de la mirada ajena. Donde pone el ojo pone la bala.
Romántico perdido, sólo le impugno el sitio privilegiado que le da a los besos: Sandra Bullock y Sylvester Stallone se cogían a través de dos casquitos de metal en "El Demoledor".
Esa época todavía no ha llegado, pero cuando lo haga estaremos completamente perdidos.
hola pastor aqui la porota de Cipo, muy bueno su blog, hace mucho que no entraba.Ud.suena a lìrica cdo. habla del sorete.Lo felicito
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