21.3.11

Cuchi Corral

–Porque no puedo –le dice–. No se puede hacer cualquier cosa en cualquier momento.
–Pero si es lo que querés. Dijiste que lo íbamos a hacer juntos.
–Juntos pero no así. No quiero que te muevas de acá.
El chico tiene ya la mano estrujada por esa otra mano huesuda que hace fuerza para que no se acerque al barranco. El viejo lo sostiene mientras él intenta patear unas piedras por la rampa de madera preparada para los parapentistas. El mirador está a merced del último sol y la luz los encandila: es el final de la tarde, en el momento en que todo allí despide un reflejo. El río, cientos de metros por debajo de la cornisa, hace rebotar el sol a lo largo de su dibujo; las plantas reverdecen, las sierras se opacan hacia el horizonte por el contraste (las sierras son las persianas invertidas). Están parados en el comienzo de la rampa, el único sendero dispuesto para ensayar un salto controlado.
–¿Acá venías a volar en parapente?
–Aladelta. El parapente apareció después, cuando ya no nos tirábamos –dice el viejo, que junta en los ojos el ancho del paisaje. Estuvo allí muchísimas tardes, pero nunca acompañado por su nieto.
–¿Y venías seguido?
–Sí. Gané el primer campeonato argentino, en el ‘79.
–Dejame que quiero ir con los otros –dice el chico, y el viejo le suelta la mano para dedicarse sólo al horizonte. Franjas superpuestas de naranja, rojo y fucsia: el color de las brasas, tal como le gustaba a ella.
El silencio dura un instante.
–Ahora –vuelve la voz fina sin avisar, en medio de un envión. Corriendo desde atrás, el chico lo empuja con toda su fuerza, desde la parte baja de la espalda hacia el declive pronunciado de la rampa.
El viejo pierde unos pasos por la sorpresa, pero recobra la rigidez y se resiste a tiempo.
–Esperá –alcanza a decir cuando el chico cambia de lado y se le cuelga de un brazo. Quedan apenas a unos metros del vacío, tirando: el viejo arruga la boca por el esfuerzo pero el chico lo mira a los ojos.
Se reconocen: su nieto tironea mirándolo.
–No te asomes –dice finalmente el viejo, y afloja el cuerpo de un momento a otro, se desentiende de los pies. Trastabilla por los huecos entre los listones y al caer golpea contra la rampa, con las rodillas, y luego estira los brazos a la nada, como tanteando el vértigo: llega a soltar una sonrisa antes de resbalar en la punta y desaparece. El chico se arrodilla y gatea rápido hasta el último de los listones. Asoma la cabeza y alcanza a ver cómo el cuerpo desarticulado rompe primero unos arbustos, pega luego el torso contra una piedra y por último despide un estruendo seco, suficiente. El resto es parte de una tragedia verdadera.

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