Buenas, Gambarotta
Viera usted lo que vi,
la otra noche por aquí…
(no, no voy a cambiar el tono, la verdad que no quiero
rimar así porque sí, darle la impresión de que uso
música para mentir): Luz mala ¡de no creer!
estaba garchándose un marciano.
A ella, que es varón, la conocemos todos;
el otro era bastante cabezón, verde y con antenas,
parecía recién llegado de ahí nomás, del televisor.
¿Sabe cómo estaban? El marciano prendido a un poste
con los dedos, boca abajo, de panza y en el aire
porque las piernas abiertas le flotaban;
Luz mala le daba y le daba casi sin moverse,
con mucho estilo, la gorra bien calada,
entrecerrando el ojo izquierdo por el humo
del cigarro en la comisura (puesto ahí).
Bueno, vi el asunto y me tiré en un yuyo.
“No te acabes todavía –le decía el extranjero-,
pero avisame cuando llegue. ¿Ustedes dicen así
acá, acabar?” –le preguntó. El culo
se le inflaba y desinflaba como un globo
a cada empujón. “Hablame,
decime de vez en cuando alguna grosería.
¿Sos casado? ¿Se llevan bien?”, insistió
el marciano. Luz mala seguía callado,
serruchaba al extraterrestre con tanta maestría
que daba la impresión de que no la sacaba,
de que siempre la ponía. “¿Cuánto gana por mes
un poeta acá en el mundo? ¿Tienen obra
-despacio, muchacho, que soy de afuera- social?
Haceme un favorcito: sacala hasta la punta y
ay, era justo eso lo que te iba a pedir”.
El marciano hablaba tanto que me hizo calentar.
Arrastré una mano por la tierra y me pajié.
Después, cuando volví a mirar, el paisaje
se había descolorado, ya no era igual.
Me pareció menos lindo, de nuevo raro.
Me pareció que lo que hacían no le gustaba
a ninguno de los dos. Luz mala estaba
de pronto muy poco vital, como chupado
por el reflejo del marciano en el platillo
(estacionado por las dudas ahí nomás).
Entonces, apagada ya mi sed, comprendí
lo que vi -¡mi Dios!-: con el orto
el marciano se lo comía (¿cómo dicen
allá en la UBA?) literalmente, sí. Comía.
El culo le hizo chomp y –¡bestia!- se lo tragó.
Luz mala se apagó como una luz.
Una gota de sangre, una chispa quizá,
flotó en el aire un minutito, no más. Después
el marciano se pasó una servilleta por el culo
y, mirando alrededor, subió rápido al plato
y se mandó a mudar. Yo, aturdido por la experiencia,
con la mano llena de leche y tierra pegoteada
me tapé la boca para callar el corazón.
Viera usted lo que vi,
la otra noche por aquí…
(no, no voy a cambiar el tono, la verdad que no quiero
rimar así porque sí, darle la impresión de que uso
música para mentir): Luz mala ¡de no creer!
estaba garchándose un marciano.
A ella, que es varón, la conocemos todos;
el otro era bastante cabezón, verde y con antenas,
parecía recién llegado de ahí nomás, del televisor.
¿Sabe cómo estaban? El marciano prendido a un poste
con los dedos, boca abajo, de panza y en el aire
porque las piernas abiertas le flotaban;
Luz mala le daba y le daba casi sin moverse,
con mucho estilo, la gorra bien calada,
entrecerrando el ojo izquierdo por el humo
del cigarro en la comisura (puesto ahí).
Bueno, vi el asunto y me tiré en un yuyo.
“No te acabes todavía –le decía el extranjero-,
pero avisame cuando llegue. ¿Ustedes dicen así
acá, acabar?” –le preguntó. El culo
se le inflaba y desinflaba como un globo
a cada empujón. “Hablame,
decime de vez en cuando alguna grosería.
¿Sos casado? ¿Se llevan bien?”, insistió
el marciano. Luz mala seguía callado,
serruchaba al extraterrestre con tanta maestría
que daba la impresión de que no la sacaba,
de que siempre la ponía. “¿Cuánto gana por mes
un poeta acá en el mundo? ¿Tienen obra
-despacio, muchacho, que soy de afuera- social?
Haceme un favorcito: sacala hasta la punta y
ay, era justo eso lo que te iba a pedir”.
El marciano hablaba tanto que me hizo calentar.
Arrastré una mano por la tierra y me pajié.
Después, cuando volví a mirar, el paisaje
se había descolorado, ya no era igual.
Me pareció menos lindo, de nuevo raro.
Me pareció que lo que hacían no le gustaba
a ninguno de los dos. Luz mala estaba
de pronto muy poco vital, como chupado
por el reflejo del marciano en el platillo
(estacionado por las dudas ahí nomás).
Entonces, apagada ya mi sed, comprendí
lo que vi -¡mi Dios!-: con el orto
el marciano se lo comía (¿cómo dicen
allá en la UBA?) literalmente, sí. Comía.
El culo le hizo chomp y –¡bestia!- se lo tragó.
Luz mala se apagó como una luz.
Una gota de sangre, una chispa quizá,
flotó en el aire un minutito, no más. Después
el marciano se pasó una servilleta por el culo
y, mirando alrededor, subió rápido al plato
y se mandó a mudar. Yo, aturdido por la experiencia,
con la mano llena de leche y tierra pegoteada
me tapé la boca para callar el corazón.
(Sergio Bizzio, en El abanico matamoscas, editado por Belleza y Felicidad)
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